Giro democrático
Gustavo Esteva
No debemos llamarnos a engaño con la “reforma energética”. Las cartas están sobre la mesa.
Calderón, igual que sus predecesores, está convencido de que el capital privado es mejor que el Estado para administrar los recursos públicos. Por el carácter simbólico del petróleo y la contracampaña para defenderlo se ha visto obligado a empacar la operación en una presentación mentirosa. Pero reitera a todos los vientos el sentido y propósitos de la acción, que desde hace 25 años han traducido activamente en política los presidentes del neoliberalismo.
El país entero está en venta, no sólo Pemex. En amplias áreas se ha entrado en la etapa de entregar la mercancía que ya se vendió. En Chiapas, los paramilitares, la policía y el ejército se emplean ahora para expulsar a quienes están en porciones que en los mapas oficiales tienen ya el letrero: “Vendida”. El grandioso plan presidencial para garantizar el abasto de alimentos no es sino un uso perverso de la “crisis” para llevar adelante una política que ha estado destruyendo nuestras capacidades productivas y la vida campesina y entregando la soberanía alimentaria a unas cuantas compañías, predominantemente extranjeras.
La legítima defensa de Pemex, en nombre de la independencia y la soberanía nacionales, impulsa una defensa incondicional del Estado, al que se sigue atribuyendo la principal responsabilidad de la transformación social. Sin embargo, como ni el capital ni el Estado son meras abstracciones y los personifican fuerzas y personas concretas, los ciudadanos se ven así colocados ante una falsa disyuntiva. Tienen que optar por Slim, Halliburton, Exxon y sus socios, o por Calderón, Marín, Ulises Ruiz, el sindicato más corrupto del país y los demás operadores del Estado…
Algo semejante ocurre con el TLC. Al criticar con razón las innumerables barbaridades que se cometen en nombre del libre comercio, se apela al proteccionismo, que nunca protegió a la gente. Se nos condena así a elegir entre corporaciones privadas y burócratas incompetentes y corruptos.
El capital y el Estado no son los únicos actores de la realidad social y política. Existen también los ciudadanos. Es absurdo reducirlos a la condición de súbditos de ambos, sin más funciones que elegir periódicamente a sus opresores bajo procedimientos manipulados y fraudulentos, denunciar inútilmente sus crímenes y reclamarles lo que hacen o dejan de hacer. Carece de sentido rendirse a la ilusión de que un día sustituiremos a quienes ocupan hoy el Estado por hombres impolutos, incorruptibles y progresistas que harán bien todo lo que hoy está mal.
Bien está que se haya abierto un diálogo público sobre Pemex. Pero se ha convertido en debate entre especialistas al que la mayoría de los mexicanos no tiene acceso y carece de poder vinculatorio. La consulta popular es muy útil: permite precisar la voluntad ciudadana. Pero ni siquiera eso basta. Es el Congreso de Beltrones y Gamboa el que finalmente decidirá qué hacer. ¿Quién puede confiar en ellos? Debemos aprender de la experiencia. Ninguna reforma legal en la historia del país tuvo tanto apoyo como la iniciativa Cocopa para el reconocimiento de los pueblos indios. Miles de organizaciones y millones de personas la apoyaron explícitamente. No hubo una sola organización que se opusiera públicamente a una reforma constitucional acordada con el gobierno y los partidos. Pero el Congreso aprobó una contrarreforma y la Corte se desentendió del asunto. Sería absurdo caer de nuevo en la ingenuidad de ponerse en sus manos.
Las cuestiones constitucionales, decía Lasalle hace 150 años, no son asuntos de derecho, sino de poder. No pueden confiarse a un grupo: competen a todos.
El camino a seguir es claro, aunque no es fácil atrevernos a verlo. No podemos confiar en los poderes constituidos ni en los partidos o los medios. Han demostrado ya, hasta el cansancio, que no merecen nuestra confianza. Es la hora de hacer valer una fuerza política que en forma pacífica y democrática obligue a quienes aún tienen facultades formales de gobierno a actuar en el sentido que necesitan y quieren los mexicanos.
Esta fuerza política no puede estar colgada de un líder carismático o un esquema partidario. Ha de ser la articulación autónoma y descentralizada de organizaciones ciudadanas, puestas en movimiento desde la base social por una iniciativa coherente, desde abajo y a la izquierda, que exprese en propuestas sencillas, comprensibles para todos, formas viables de concertar los empeños y llevarlos a buen fin.
Parece mucho esperar. No estamos acostumbrados a ejercer realmente la democracia, la voluntad ciudadana. Pero podemos despejar ese camino y hacerlo transitable si lo acotamos con precisión y mostramos, en forma contundente, que no hay otro remedio: ha llegado la hora de actuar.
No debemos llamarnos a engaño con la “reforma energética”. Las cartas están sobre la mesa.
Calderón, igual que sus predecesores, está convencido de que el capital privado es mejor que el Estado para administrar los recursos públicos. Por el carácter simbólico del petróleo y la contracampaña para defenderlo se ha visto obligado a empacar la operación en una presentación mentirosa. Pero reitera a todos los vientos el sentido y propósitos de la acción, que desde hace 25 años han traducido activamente en política los presidentes del neoliberalismo.
El país entero está en venta, no sólo Pemex. En amplias áreas se ha entrado en la etapa de entregar la mercancía que ya se vendió. En Chiapas, los paramilitares, la policía y el ejército se emplean ahora para expulsar a quienes están en porciones que en los mapas oficiales tienen ya el letrero: “Vendida”. El grandioso plan presidencial para garantizar el abasto de alimentos no es sino un uso perverso de la “crisis” para llevar adelante una política que ha estado destruyendo nuestras capacidades productivas y la vida campesina y entregando la soberanía alimentaria a unas cuantas compañías, predominantemente extranjeras.
La legítima defensa de Pemex, en nombre de la independencia y la soberanía nacionales, impulsa una defensa incondicional del Estado, al que se sigue atribuyendo la principal responsabilidad de la transformación social. Sin embargo, como ni el capital ni el Estado son meras abstracciones y los personifican fuerzas y personas concretas, los ciudadanos se ven así colocados ante una falsa disyuntiva. Tienen que optar por Slim, Halliburton, Exxon y sus socios, o por Calderón, Marín, Ulises Ruiz, el sindicato más corrupto del país y los demás operadores del Estado…
Algo semejante ocurre con el TLC. Al criticar con razón las innumerables barbaridades que se cometen en nombre del libre comercio, se apela al proteccionismo, que nunca protegió a la gente. Se nos condena así a elegir entre corporaciones privadas y burócratas incompetentes y corruptos.
El capital y el Estado no son los únicos actores de la realidad social y política. Existen también los ciudadanos. Es absurdo reducirlos a la condición de súbditos de ambos, sin más funciones que elegir periódicamente a sus opresores bajo procedimientos manipulados y fraudulentos, denunciar inútilmente sus crímenes y reclamarles lo que hacen o dejan de hacer. Carece de sentido rendirse a la ilusión de que un día sustituiremos a quienes ocupan hoy el Estado por hombres impolutos, incorruptibles y progresistas que harán bien todo lo que hoy está mal.
Bien está que se haya abierto un diálogo público sobre Pemex. Pero se ha convertido en debate entre especialistas al que la mayoría de los mexicanos no tiene acceso y carece de poder vinculatorio. La consulta popular es muy útil: permite precisar la voluntad ciudadana. Pero ni siquiera eso basta. Es el Congreso de Beltrones y Gamboa el que finalmente decidirá qué hacer. ¿Quién puede confiar en ellos? Debemos aprender de la experiencia. Ninguna reforma legal en la historia del país tuvo tanto apoyo como la iniciativa Cocopa para el reconocimiento de los pueblos indios. Miles de organizaciones y millones de personas la apoyaron explícitamente. No hubo una sola organización que se opusiera públicamente a una reforma constitucional acordada con el gobierno y los partidos. Pero el Congreso aprobó una contrarreforma y la Corte se desentendió del asunto. Sería absurdo caer de nuevo en la ingenuidad de ponerse en sus manos.
Las cuestiones constitucionales, decía Lasalle hace 150 años, no son asuntos de derecho, sino de poder. No pueden confiarse a un grupo: competen a todos.
El camino a seguir es claro, aunque no es fácil atrevernos a verlo. No podemos confiar en los poderes constituidos ni en los partidos o los medios. Han demostrado ya, hasta el cansancio, que no merecen nuestra confianza. Es la hora de hacer valer una fuerza política que en forma pacífica y democrática obligue a quienes aún tienen facultades formales de gobierno a actuar en el sentido que necesitan y quieren los mexicanos.
Esta fuerza política no puede estar colgada de un líder carismático o un esquema partidario. Ha de ser la articulación autónoma y descentralizada de organizaciones ciudadanas, puestas en movimiento desde la base social por una iniciativa coherente, desde abajo y a la izquierda, que exprese en propuestas sencillas, comprensibles para todos, formas viables de concertar los empeños y llevarlos a buen fin.
Parece mucho esperar. No estamos acostumbrados a ejercer realmente la democracia, la voluntad ciudadana. Pero podemos despejar ese camino y hacerlo transitable si lo acotamos con precisión y mostramos, en forma contundente, que no hay otro remedio: ha llegado la hora de actuar.