Esconder la botella
Pedro Miguel
Ya en los años setenta del siglo pasado muchos tenían clara la inviabilidad a largo plazo de una civilización movida con petróleo. Eso no tenía nada que ver con los dudosos apocalipsis del cambio climático y del calentamiento global sino con una consideración del más elemental sentido común: las sociedades que fundamentan su operación en un recurso no renovable llegarán a su fin cuando éste se termine.
La segunda generación de yuppies neoliberales logró que se olvidara esa noción básica y metió al mundo en una nueva borrachera de hidrocarburos. Ahora, desde Jeddah, propone que siga la fiesta y que sigan saliendo de la cava más y más botellas para descorchar. Qué importa: a la humanidad todavía le queda un cuarto de tanque, y ya nos preocuparemos cuando lleguemos a la reserva.
Hace tres décadas la economía mexicana estaba siendo empujada a la petrodependencia. Uno o dos presidentes después de eso se tomaron la molestia de referirse a la necesidad de diversificar las fuentes de ingresos del país, luego el tema pasó al olvido y ahora hasta parece natural que el remate de crudo le proporcione al erario 40 por ciento de sus percepciones y una porción incalculable a la corrupción imperante. En esa ilógica, Felipe Calderón desafía a la concurrencia a dar con fórmulas más eficaces que la privatización de la industria para incrementar la extracción petrolera.
Se huele la prisa por hinchar, a la brevedad, bolsillos próximos y ajenos. Hay que agotar los yacimientos lo más pronto que se pueda. El tiempo apremia para asegurar su futuro a la descendencia de los que mandan.
De manera tradicional y muy certera, al último año de un sexenio se le ha llamado “año de Hidalgo”: tonto el que deje algo. En términos de riqueza del subsuelo, el calderonato parece un sexenio de Hidalgo. No vaya a ser que llegue el 2012 y todavía queden –qué desperdicio– unos cuantos litros de chapopote en el fondo de Cantarell.
El foro sobre hidrocarburos en el Senado de la República y la consulta ciudadana del mes entrante para recoger el sentir ciudadano en torno a los afanes privatizadores de la industria petrolera son una gran oportunidad para recuperar el sentido común y poner estos asuntos en su justa perspectiva. Antes de alegar la bancarrota de Pemex y exigir la apertura del sector a la avidez de los capitales privados, es necesario establecer cuánto le roban sus propios funcionarios, cuánto de los 40 centavos de cada peso del gasto público se desvía o se dilapida con esa discrecionalidad que justifica la inversión de 150 millones de pesos en la producción de un video tan mentiroso –y tan inútil, a la postre– como el del “tesorito” de las aguas profundas. Antes de manosear el argumento de un incremento de la producción –sin el cual, supuestamente, no puede haber gasto social– es preciso corregir la desviada adicción de la administración pública a las exportaciones petroleras: el borracho a veces no deja más remedio que esconderle la botella.
Si la sociedad consigue adelgazar el chorro de petróleo con el que el gobierno se ceba a sí mismo, tal vez obligaría a los funcionarios a cobrar impuestos en vez de cobrar mordidas o cargos futuros –que no volvieran a ocurrir, por ejemplo, las exenciones fiscales otorgadas por Francisco Gil Díaz a sus actuales patrones– y a quien los dirige, a gastar el dinero público en cosas menos disparatadas, irresponsables y contraproducentes que la guerra calderónica “contra la delincuencia”.
Ya en los años setenta del siglo pasado muchos tenían clara la inviabilidad a largo plazo de una civilización movida con petróleo. Eso no tenía nada que ver con los dudosos apocalipsis del cambio climático y del calentamiento global sino con una consideración del más elemental sentido común: las sociedades que fundamentan su operación en un recurso no renovable llegarán a su fin cuando éste se termine.
La segunda generación de yuppies neoliberales logró que se olvidara esa noción básica y metió al mundo en una nueva borrachera de hidrocarburos. Ahora, desde Jeddah, propone que siga la fiesta y que sigan saliendo de la cava más y más botellas para descorchar. Qué importa: a la humanidad todavía le queda un cuarto de tanque, y ya nos preocuparemos cuando lleguemos a la reserva.
Hace tres décadas la economía mexicana estaba siendo empujada a la petrodependencia. Uno o dos presidentes después de eso se tomaron la molestia de referirse a la necesidad de diversificar las fuentes de ingresos del país, luego el tema pasó al olvido y ahora hasta parece natural que el remate de crudo le proporcione al erario 40 por ciento de sus percepciones y una porción incalculable a la corrupción imperante. En esa ilógica, Felipe Calderón desafía a la concurrencia a dar con fórmulas más eficaces que la privatización de la industria para incrementar la extracción petrolera.
Se huele la prisa por hinchar, a la brevedad, bolsillos próximos y ajenos. Hay que agotar los yacimientos lo más pronto que se pueda. El tiempo apremia para asegurar su futuro a la descendencia de los que mandan.
De manera tradicional y muy certera, al último año de un sexenio se le ha llamado “año de Hidalgo”: tonto el que deje algo. En términos de riqueza del subsuelo, el calderonato parece un sexenio de Hidalgo. No vaya a ser que llegue el 2012 y todavía queden –qué desperdicio– unos cuantos litros de chapopote en el fondo de Cantarell.
El foro sobre hidrocarburos en el Senado de la República y la consulta ciudadana del mes entrante para recoger el sentir ciudadano en torno a los afanes privatizadores de la industria petrolera son una gran oportunidad para recuperar el sentido común y poner estos asuntos en su justa perspectiva. Antes de alegar la bancarrota de Pemex y exigir la apertura del sector a la avidez de los capitales privados, es necesario establecer cuánto le roban sus propios funcionarios, cuánto de los 40 centavos de cada peso del gasto público se desvía o se dilapida con esa discrecionalidad que justifica la inversión de 150 millones de pesos en la producción de un video tan mentiroso –y tan inútil, a la postre– como el del “tesorito” de las aguas profundas. Antes de manosear el argumento de un incremento de la producción –sin el cual, supuestamente, no puede haber gasto social– es preciso corregir la desviada adicción de la administración pública a las exportaciones petroleras: el borracho a veces no deja más remedio que esconderle la botella.
Si la sociedad consigue adelgazar el chorro de petróleo con el que el gobierno se ceba a sí mismo, tal vez obligaría a los funcionarios a cobrar impuestos en vez de cobrar mordidas o cargos futuros –que no volvieran a ocurrir, por ejemplo, las exenciones fiscales otorgadas por Francisco Gil Díaz a sus actuales patrones– y a quien los dirige, a gastar el dinero público en cosas menos disparatadas, irresponsables y contraproducentes que la guerra calderónica “contra la delincuencia”.