Lo mejor es que Ortega renuncie
Miguel Angel Granados Chapa
El secretario de seguridad pública del D.F., Joel Ortega Cuevas, debe renunciar antes de que lo destituya el presidente de la república y se añada a la abominable tragedia del 20 de junio un nuevo y mayor motivo de tensión en las relaciones del gobierno federal y el capitalino.
Es preciso aguardar el resultado de la investigación ministerial para determinar las responsabilidades penales y administrativas en torno a la muerte de 12 personas en el antro “New's Divine”. Pero puede ya establecerse, y es urgente hacerlo, la responsabilidad política del caso. Y esa no puede corresponder sino a Ortega Cuevas, vista su admisión de que personal a sus órdenes actuó indebidamente al planear y ejecutar una operación reclamada por los vecinos (impedir la venta de drogas y alcohol a menores de edad en ese antro) de modo tal que lejos de lograr su objetivo provocó una tragedia incalificable.
No es congruente con su rango simplemente trasladar los cargos a un subordinado. Tiene sentido hacerlo en función de la averiguación previa que arrojará conclusiones en el ámbito penal, por más que Guillermo Zayas no haya estado presente en la operación policíaca del viernes pasado.
Pero así como a ese jefe de sector se le puede imputar responsabilidad administrativa, a Ortega se le debe exigir una respuesta a la sociedad por la responsabilidad política que es inherente a su cargo. Por ello debe renunciar, no para eludir acciones penales que no pueden ser fincadas en su contra, sino como reconocimiento de que la función pública implica afrontar una posición personal ante tragedias que pueden ser evitadas.
Por añadidura, existe la posibilidad de que el Ejecutivo federal —que tiene capacidad jurídica para nombrar y destituir al secretario de Seguridad Pública de la ciudad de México— asuma esa decisión y despida a Ortega Cuevas, de modo semejante a lo hecho por Vicente Fox con Marcelo Ebrard el 6 de diciembre de 2004, con motivo del linchamiento de policías federales en Tláhuac. No sugiero en modo alguno que los casos sean semejantes y por eso deban tener consecuencias análogas. Digo que el marco jurídico que rige el desempeño del secretario de Seguridad Pública y el entorno político abren un riesgo que no tiene la dimensión humana de la matazón del viernes, pero puede agregarle un factor agravante.
En aquel momento estaba en curso la campaña de Fox contra Andrés Manuel López Obrador, que culminaría con su desafuero para impedirle ser candidato a la Presidencia de la república.
La destitución de Ebrard era parte de esa innoble batalla política a la postre ganada por Fox, como él mismo se ufanó, porque el candidato de la coalición Por el Bien de Todos no despacha en Los Pinos. En grado menor existe ahora un conflicto entre los poderes federal y capitalino, originado por la negativa expresa del jefe del gobierno del D.F. a reconocer a Calderón como presidente de la república.
Se trata, obviamente, de una posición política, no jurídica, que no significa desacato a las facultades presidenciales en torno a la ciudad. Todos los días la acción del gobierno del D.F. implica el reconocimiento del federal, sin mengua de la posición personal de Ebrard, afiliado a las tesis del presidente espurio y el legítimo. Ortega mismo debe su cargo a designación presidencial y puede por ello ser removido de su cargo por esa voluntad, y la decisión no podría ser objetada ni desobedecida por el jefe de gobierno como López Obrador tuvo que admitir el cese de Ebrard.
Calderón tendría que cavilar cuidadosamente seguir el ejemplo de Fox o abstenerse de hacerlo. La gravedad de los hechos de la Nueva Atzacoalco, el impacto que han tenido en la sociedad, la posibilidad de imputar responsabilidades a un adversario rejego, todo ello milita a favor de un manotazo presidencial que le ganaría aplauso y abonaría la campaña panista de recuperar espacios en el Distrito Federal, que electoralmente es comarca perredista casi en exclusiva.
En sentido contrario, el Ejecutivo ha de valorar la conveniencia social de exacerbar con una acción de ese alcance la disputa que en su contra mantiene abierta López Obrador, que ha generado una polarización que no es abiertamente contraria a la gobernabilidad pero la mantiene en jaque permanente.
Aun sin ese agravante, Ortega tendría que hacerse cargo de que no es válido admitir responsabilidades del personal a sus órdenes sin asumirlas directamente, máxime que el sangriento desenlace de la “New's Divine” parece derivar no sólo de negligencia o abuso atribuido a un servidor público en particular, sino a un modo de ser y actuar de la policía capitalina. Apenas se comprende, en efecto, que el propósito de la operación del 20 de junio fuera a detener in fraganti a decenas de muchachos culpables de... ser víctimas de explotadores de su condición juvenil.
No puede ignorarse que, a pesar de intenciones y acciones en sentido contrario, persiste en la actuación policiaca en el Distrito Federal una visión deformada de la juventud. Sobre todo en zonas marginadas y empobrecidas, pero también en áreas de clase media la policía infunde temor entre los muchachos porque se comporta como si hubiera un toque de queda o un estado de sitio que permite detener sin causa a los transeúntes y exigirles información sobre sus familias y domicilios, bajo la amenaza de arresto o la solicitud de una mordida. Criminalizar a la juventud es el criterio que presidió la presencia policíaca en una tardeada donde había quinientos muchachos alborozados.— México, D.F.
El secretario de seguridad pública del D.F., Joel Ortega Cuevas, debe renunciar antes de que lo destituya el presidente de la república y se añada a la abominable tragedia del 20 de junio un nuevo y mayor motivo de tensión en las relaciones del gobierno federal y el capitalino.
Es preciso aguardar el resultado de la investigación ministerial para determinar las responsabilidades penales y administrativas en torno a la muerte de 12 personas en el antro “New's Divine”. Pero puede ya establecerse, y es urgente hacerlo, la responsabilidad política del caso. Y esa no puede corresponder sino a Ortega Cuevas, vista su admisión de que personal a sus órdenes actuó indebidamente al planear y ejecutar una operación reclamada por los vecinos (impedir la venta de drogas y alcohol a menores de edad en ese antro) de modo tal que lejos de lograr su objetivo provocó una tragedia incalificable.
No es congruente con su rango simplemente trasladar los cargos a un subordinado. Tiene sentido hacerlo en función de la averiguación previa que arrojará conclusiones en el ámbito penal, por más que Guillermo Zayas no haya estado presente en la operación policíaca del viernes pasado.
Pero así como a ese jefe de sector se le puede imputar responsabilidad administrativa, a Ortega se le debe exigir una respuesta a la sociedad por la responsabilidad política que es inherente a su cargo. Por ello debe renunciar, no para eludir acciones penales que no pueden ser fincadas en su contra, sino como reconocimiento de que la función pública implica afrontar una posición personal ante tragedias que pueden ser evitadas.
Por añadidura, existe la posibilidad de que el Ejecutivo federal —que tiene capacidad jurídica para nombrar y destituir al secretario de Seguridad Pública de la ciudad de México— asuma esa decisión y despida a Ortega Cuevas, de modo semejante a lo hecho por Vicente Fox con Marcelo Ebrard el 6 de diciembre de 2004, con motivo del linchamiento de policías federales en Tláhuac. No sugiero en modo alguno que los casos sean semejantes y por eso deban tener consecuencias análogas. Digo que el marco jurídico que rige el desempeño del secretario de Seguridad Pública y el entorno político abren un riesgo que no tiene la dimensión humana de la matazón del viernes, pero puede agregarle un factor agravante.
En aquel momento estaba en curso la campaña de Fox contra Andrés Manuel López Obrador, que culminaría con su desafuero para impedirle ser candidato a la Presidencia de la república.
La destitución de Ebrard era parte de esa innoble batalla política a la postre ganada por Fox, como él mismo se ufanó, porque el candidato de la coalición Por el Bien de Todos no despacha en Los Pinos. En grado menor existe ahora un conflicto entre los poderes federal y capitalino, originado por la negativa expresa del jefe del gobierno del D.F. a reconocer a Calderón como presidente de la república.
Se trata, obviamente, de una posición política, no jurídica, que no significa desacato a las facultades presidenciales en torno a la ciudad. Todos los días la acción del gobierno del D.F. implica el reconocimiento del federal, sin mengua de la posición personal de Ebrard, afiliado a las tesis del presidente espurio y el legítimo. Ortega mismo debe su cargo a designación presidencial y puede por ello ser removido de su cargo por esa voluntad, y la decisión no podría ser objetada ni desobedecida por el jefe de gobierno como López Obrador tuvo que admitir el cese de Ebrard.
Calderón tendría que cavilar cuidadosamente seguir el ejemplo de Fox o abstenerse de hacerlo. La gravedad de los hechos de la Nueva Atzacoalco, el impacto que han tenido en la sociedad, la posibilidad de imputar responsabilidades a un adversario rejego, todo ello milita a favor de un manotazo presidencial que le ganaría aplauso y abonaría la campaña panista de recuperar espacios en el Distrito Federal, que electoralmente es comarca perredista casi en exclusiva.
En sentido contrario, el Ejecutivo ha de valorar la conveniencia social de exacerbar con una acción de ese alcance la disputa que en su contra mantiene abierta López Obrador, que ha generado una polarización que no es abiertamente contraria a la gobernabilidad pero la mantiene en jaque permanente.
Aun sin ese agravante, Ortega tendría que hacerse cargo de que no es válido admitir responsabilidades del personal a sus órdenes sin asumirlas directamente, máxime que el sangriento desenlace de la “New's Divine” parece derivar no sólo de negligencia o abuso atribuido a un servidor público en particular, sino a un modo de ser y actuar de la policía capitalina. Apenas se comprende, en efecto, que el propósito de la operación del 20 de junio fuera a detener in fraganti a decenas de muchachos culpables de... ser víctimas de explotadores de su condición juvenil.
No puede ignorarse que, a pesar de intenciones y acciones en sentido contrario, persiste en la actuación policiaca en el Distrito Federal una visión deformada de la juventud. Sobre todo en zonas marginadas y empobrecidas, pero también en áreas de clase media la policía infunde temor entre los muchachos porque se comporta como si hubiera un toque de queda o un estado de sitio que permite detener sin causa a los transeúntes y exigirles información sobre sus familias y domicilios, bajo la amenaza de arresto o la solicitud de una mordida. Criminalizar a la juventud es el criterio que presidió la presencia policíaca en una tardeada donde había quinientos muchachos alborozados.— México, D.F.