Del viejo presidencialismo... al vacío
Marco Rascón
Más como una obra de reparto entre la clase política que como una reforma democrática; más como síntoma de decadencia que de una transición, la caída del viejo presidencialismo en México se ha convertido en un vacío que hace que se confunda la paralización y el estancamiento, la falta de decisiones y de rumbo, con “la democracia”.
Mientras la clase política se disputa como reyes ciegos, tirados en el piso, la espada del poder, los problemas de México se acumulan. Las demandas y las respuestas se pervierten ante la ausencia de una visión claramente democrática de las fuerzas políticas, principalmente de los partidos con registro, que juntos y separados se han encerrado en intereses muy menores, pero con visiones inmediatistas, reactivas, estridentes.
Es claro que junto con la subordinación de las reglas al mundo global y el fin de la soberanía, el viejo presidencialismo mexicano que condujo al país no sólo se ha agotado, sino que se convirtió en un lastre que frena el desarrollo político. Las formas de la liturgia de la República presidencial hicieron de los informes constitucionales del presidente al pueblo de México frente al Congreso un refrendo del poder absoluto que tenía el jefe del Ejecutivo sobre los otros poderes. Las fuerzas democráticas de la izquierda y el progresismo demandaron de manera sistemática que se podía gobernar no nada más desde el Ejecutivo, sino también por conducto del Legislativo, y que la justicia debía tener independencia clara frente a los otros dos poderes.
La República federal –ganada con la Constitución de 1857 tras la Guera de los Tres Años y la derrota del imperio– asumió, contrariamente a su doctrina, el centralismo, otorgando poderes extraordinarios al presidente. La Revolución Mexicana no sólo no acabó con esa tendencia construida durante el porfiriato, sino la acrecentó a lo largo de 72 años, creando un conjunto de reglas escritas y no escritas que le dieron naturaleza e identidad al priísmo hasta su postración ante el neoliberalismo y los nuevos dictados de Washington. La transición política, “la alternancia”, llevaba como condición admitir la aceptación por consenso de la política económica.
Hoy, las fuerzas políticas se han devorado al Poder Ejecutivo, pero esta decisión no ha estado acompañada de una profunda reforma del Estado en México que impidiera que ante la ausencia de la ejecución de decisiones por una presidencia fuerte existiera una nueva estructura eficaz y con legitimidad que tomara el mando ejecutivo de las decisiones nacionales. Por ello el resultado ha sido un gran vació que han llenado los 32 gobernadores, quienes en los estados que gobiernan reproducen el viejo presidencialismo y ahora se disputan la espada del presupuesto, los recursos provenientes del petróleo, de la hacienda pública; quieren todo para ellos, muy poco para sus municipios, y al fragmentar el viejo presidencialismo en nada, en su autonomía, se han convertido en la fuerza que controla la Cámara de Senadores, administran el pacto federal y se imponen dentro de sus partidos (casos de Puebla y Oaxaca).
Dueños de presupuestos extraordinarios, que no les cuesta trabajo recaudar, el llamado “sindicato de gobernadores” llenó el vacío del presidencialismo, pero en su honor creó 32 estructuras antidemocráticas que no han dado como resultado una República federal, sino una república paralizada, fragmentada, corrompida y decadente que aprovechan en su beneficio las fuerzas económicas del exterior, arrasando con todos los recursos naturales, el valor de nuestro trabajo y los derechos de los ciudadanos. Los viejos cacicazgos regionales, antes centralizados, se institucionalizaron y ganaron autonomía.
El Poder Judicial, en particular la procuración de justicia, al seguir dependiendo del Ejecutivo (el procurador y el Ministerio Público) sigue arrastrando el vicio del viejo presidencialismo que aplica discrecionalmente la justicia, tal como sucedió en el desafuero en 2005, al que al tiempo que lo politizó lo anuló por encima de la decisión del Congreso. Ahí el presidencialismo puso una de sus grandes piedras a su tumba y convirtió la “separación de poderes” en una confrontación y contradicción de instituciones que desembocaron en la paralización del país, pese al pragmatismo de todos.
Como acelerado resultado, la nación se ha regionalizado y diferenciado al grado de que la autonomía de los estados se convierte en semilla del separatismo. El norte mexicano se dice diferente del centro y el sur. Nuestra frontera norte y la del sur marcan nuestra desubicación entre el norte brutal y la América Latina de la que nos separaron la confusión y el pragmatismo. Ya no hay disputa entre liberales y conservadores, o de izquierdas contra derechas, sino el triunfo de una mediocridad profunda y prolongada.
Adiós, pues, al viejo presidencialismo, pero ¿por qué lo sustituimos por la decadencia y la reproducción de sus vicios?
Más como una obra de reparto entre la clase política que como una reforma democrática; más como síntoma de decadencia que de una transición, la caída del viejo presidencialismo en México se ha convertido en un vacío que hace que se confunda la paralización y el estancamiento, la falta de decisiones y de rumbo, con “la democracia”.
Mientras la clase política se disputa como reyes ciegos, tirados en el piso, la espada del poder, los problemas de México se acumulan. Las demandas y las respuestas se pervierten ante la ausencia de una visión claramente democrática de las fuerzas políticas, principalmente de los partidos con registro, que juntos y separados se han encerrado en intereses muy menores, pero con visiones inmediatistas, reactivas, estridentes.
Es claro que junto con la subordinación de las reglas al mundo global y el fin de la soberanía, el viejo presidencialismo mexicano que condujo al país no sólo se ha agotado, sino que se convirtió en un lastre que frena el desarrollo político. Las formas de la liturgia de la República presidencial hicieron de los informes constitucionales del presidente al pueblo de México frente al Congreso un refrendo del poder absoluto que tenía el jefe del Ejecutivo sobre los otros poderes. Las fuerzas democráticas de la izquierda y el progresismo demandaron de manera sistemática que se podía gobernar no nada más desde el Ejecutivo, sino también por conducto del Legislativo, y que la justicia debía tener independencia clara frente a los otros dos poderes.
La República federal –ganada con la Constitución de 1857 tras la Guera de los Tres Años y la derrota del imperio– asumió, contrariamente a su doctrina, el centralismo, otorgando poderes extraordinarios al presidente. La Revolución Mexicana no sólo no acabó con esa tendencia construida durante el porfiriato, sino la acrecentó a lo largo de 72 años, creando un conjunto de reglas escritas y no escritas que le dieron naturaleza e identidad al priísmo hasta su postración ante el neoliberalismo y los nuevos dictados de Washington. La transición política, “la alternancia”, llevaba como condición admitir la aceptación por consenso de la política económica.
Hoy, las fuerzas políticas se han devorado al Poder Ejecutivo, pero esta decisión no ha estado acompañada de una profunda reforma del Estado en México que impidiera que ante la ausencia de la ejecución de decisiones por una presidencia fuerte existiera una nueva estructura eficaz y con legitimidad que tomara el mando ejecutivo de las decisiones nacionales. Por ello el resultado ha sido un gran vació que han llenado los 32 gobernadores, quienes en los estados que gobiernan reproducen el viejo presidencialismo y ahora se disputan la espada del presupuesto, los recursos provenientes del petróleo, de la hacienda pública; quieren todo para ellos, muy poco para sus municipios, y al fragmentar el viejo presidencialismo en nada, en su autonomía, se han convertido en la fuerza que controla la Cámara de Senadores, administran el pacto federal y se imponen dentro de sus partidos (casos de Puebla y Oaxaca).
Dueños de presupuestos extraordinarios, que no les cuesta trabajo recaudar, el llamado “sindicato de gobernadores” llenó el vacío del presidencialismo, pero en su honor creó 32 estructuras antidemocráticas que no han dado como resultado una República federal, sino una república paralizada, fragmentada, corrompida y decadente que aprovechan en su beneficio las fuerzas económicas del exterior, arrasando con todos los recursos naturales, el valor de nuestro trabajo y los derechos de los ciudadanos. Los viejos cacicazgos regionales, antes centralizados, se institucionalizaron y ganaron autonomía.
El Poder Judicial, en particular la procuración de justicia, al seguir dependiendo del Ejecutivo (el procurador y el Ministerio Público) sigue arrastrando el vicio del viejo presidencialismo que aplica discrecionalmente la justicia, tal como sucedió en el desafuero en 2005, al que al tiempo que lo politizó lo anuló por encima de la decisión del Congreso. Ahí el presidencialismo puso una de sus grandes piedras a su tumba y convirtió la “separación de poderes” en una confrontación y contradicción de instituciones que desembocaron en la paralización del país, pese al pragmatismo de todos.
Como acelerado resultado, la nación se ha regionalizado y diferenciado al grado de que la autonomía de los estados se convierte en semilla del separatismo. El norte mexicano se dice diferente del centro y el sur. Nuestra frontera norte y la del sur marcan nuestra desubicación entre el norte brutal y la América Latina de la que nos separaron la confusión y el pragmatismo. Ya no hay disputa entre liberales y conservadores, o de izquierdas contra derechas, sino el triunfo de una mediocridad profunda y prolongada.
Adiós, pues, al viejo presidencialismo, pero ¿por qué lo sustituimos por la decadencia y la reproducción de sus vicios?