Un beso para Carmen Aristegui
Sólo sufrió un tropezón
Guadalajara.- Hace ya muchos años que admiro, respeto y quiero con ganas a Carmen Aristegui. Desde mi rinconcito de la provincia mexicana la he visto crecer —en términos figurados, se entiende— y he disfrutado a más no poder en cuanto ha sido posible su participación en el radio, la prensa o la televisión.
Me gusta su modo un tanto desparpajado de presentar las cosas y la discreta elegancia con que elude la solemnidad. Me encanta que evite adjetivos; sobre todo de esos rimbombantes a que es tan afecta la mayoría de las personas que aparecen en pantalla o se oyen por el radio.
Creo que el secreto más aparente del éxito de Carmen es su manera de decir cosas inteligentes como si fuera lo más normal del mundo. Sin embargo, estarán ustedes de acuerdo conmigo en que no se sustenta en la improvisación, ni en explotar sus atractivos femeninos.
Sin ánimo de engañar, se nos presenta siempre con abundantes papeles en las manos que no están en blanco y bien claro nos deja que de lo que habla, sabe.
Es, ni duda cabe, el tipo de mujer que enaltece a quienes preconizan el respeto por su género. No pierde un ápice de su feminidad, pero la muestra con elegancia y categoría, en tanto que le entra al diálogo basada más en argumentos que en gestos.
Se trata de una profesional de la comunicación de primerísimo nivel que mucho bien le hace a la opinión pública mexicana. Ojalá hubiera muchos más comunicadores como ella: otro gallo nos cantaría.
La semana pasada la señora Aristegui sufrió un tropezón, ¡que no mal paso! No es el primero de su carrera. Años hace que padeció un tratamiento igual de una importante empresa televisiva. Evidentemente no cabía en ella, pues en ese tiempo trascendía de una cierta elegancia oficial a la corrientez que la caracteriza ahora.
Pero, de cualquier manera, a nadie le gusta que le digan que se vaya. Fue entonces cuando desenfundé mi pluma para escribir bien de ella. Los años pasaron y Carmen siguió su carrera ascendente. Ahora la acaban de invitar a que se marche de nueva cuenta: no puedo quedarme callado, ni lo haré cada vez que se cometa una arbitrariedad de tal tamaño con ella. Sin embargo, espero que sea ésta la última vez.
No obstante, confío que en esta ocasión —igual que la otra— caiga en un trampolín que la proyecte aún más arriba.
De cualquier manera, no quiero abstenerme de mandarle un gran beso.
Guadalajara.- Hace ya muchos años que admiro, respeto y quiero con ganas a Carmen Aristegui. Desde mi rinconcito de la provincia mexicana la he visto crecer —en términos figurados, se entiende— y he disfrutado a más no poder en cuanto ha sido posible su participación en el radio, la prensa o la televisión.
Me gusta su modo un tanto desparpajado de presentar las cosas y la discreta elegancia con que elude la solemnidad. Me encanta que evite adjetivos; sobre todo de esos rimbombantes a que es tan afecta la mayoría de las personas que aparecen en pantalla o se oyen por el radio.
Creo que el secreto más aparente del éxito de Carmen es su manera de decir cosas inteligentes como si fuera lo más normal del mundo. Sin embargo, estarán ustedes de acuerdo conmigo en que no se sustenta en la improvisación, ni en explotar sus atractivos femeninos.
Sin ánimo de engañar, se nos presenta siempre con abundantes papeles en las manos que no están en blanco y bien claro nos deja que de lo que habla, sabe.
Es, ni duda cabe, el tipo de mujer que enaltece a quienes preconizan el respeto por su género. No pierde un ápice de su feminidad, pero la muestra con elegancia y categoría, en tanto que le entra al diálogo basada más en argumentos que en gestos.
Se trata de una profesional de la comunicación de primerísimo nivel que mucho bien le hace a la opinión pública mexicana. Ojalá hubiera muchos más comunicadores como ella: otro gallo nos cantaría.
La semana pasada la señora Aristegui sufrió un tropezón, ¡que no mal paso! No es el primero de su carrera. Años hace que padeció un tratamiento igual de una importante empresa televisiva. Evidentemente no cabía en ella, pues en ese tiempo trascendía de una cierta elegancia oficial a la corrientez que la caracteriza ahora.
Pero, de cualquier manera, a nadie le gusta que le digan que se vaya. Fue entonces cuando desenfundé mi pluma para escribir bien de ella. Los años pasaron y Carmen siguió su carrera ascendente. Ahora la acaban de invitar a que se marche de nueva cuenta: no puedo quedarme callado, ni lo haré cada vez que se cometa una arbitrariedad de tal tamaño con ella. Sin embargo, espero que sea ésta la última vez.
No obstante, confío que en esta ocasión —igual que la otra— caiga en un trampolín que la proyecte aún más arriba.
De cualquier manera, no quiero abstenerme de mandarle un gran beso.