¿Cuál nueva estrategia?
Narcopolíticos
Las bandas del narcotráfico entraron pisando fuerte el 2008, decididas a defender los espacios donde operan en prácticamente todo el país, y frente a esta violenta acometida el presidente Felipe Calderón lejos de amilanarse recogió el desafío. Se dijo convencido de que es posible derrotar a la delincuencia y anunció para ello un cambio de estrategia consistente en... más de lo mismo.
Eriza la piel el anuncio del Jefe del Ejecutivo porque anticipa un recrudecimiento del baño de sangre que el año pasado dejó un saldo de 2 mil 500 muertos —siete diarios y una proyección, al ritmo que vamos, de 15 mil al terminar el sexenio—, sin que se haya reducido ni un ápice el poder del los narcotraficantes, ni la producción, trafico y consumo de enervantes.
Con acendrado talante belicoso el Mandatario anunció que el cambio de estrategia se funda en la experiencia de 2006 y apunta, en primer término, a cerrarle las puertas a cualquier posibilidad de cobertura policíaca o política a los delincuentes, para lo cual se procederá a la depuración —¿cuántas veces los mexicanos habremos escuchado semejante promesa?— de los cuerpos policíacos, y a impedir que la delincuencia incursione en el campo político. Adicionalmente, se dotará a las instituciones de seguridad de más y mejor armamento y se invocará la delación ciudadana de los criminales.
Para ganar una guerra en la que no ha podido —o no ha querido— triunfar aun el ejército de Estados Unidos, el más poderoso del orbe, como lo prueba la impunidad de los delincuentes que sostienen la inconmensurable red de distribución de drogas de todo el mundo que se comercializan en el país vecino, Calderón cree que basta con que todos los niveles de gobierno, los poderes del Estado y los mexicanos en general, trabajemos como un solo cuerpo. Suena bien, pero es de una ingenuidad que conmueve.
Es obvio que los mexicanos aspiramos a la erradicación del problema de las drogas, pero cada vez nos percatamos de que la guerra total al narcotráfico no conduce a ninguna parte, más que a dejar un reguero de muertos a lo largo del territorio nacional. Mal podemos en estas circunstancias apoyar acciones que ni por equivocación incluyen la exploración de medidas menos cruentas.
En lo que atañe a la cobertura policiaca o política que protege delincuentes, la batalla se perdió hace mucho tiempo y se antoja imposible ya de desmontar, por más que el presidente Calderón, primero, y el procurador Eduardo Medina-Mora, con perspicacia de quien pronostica lluvia cuando ya todo el mundo abrió el paraguas, acaban de descubrir que el narco busca infiltrarse en el sector político.
No era necesario que en Tamaulipas muriera asesinado el ex alcalde de Río Bravo, Juan Antonio Guajardo, ni que en las elecciones del 11 de noviembre pasado en Michoacán trascendiera que el narco había cooptado con dinero o vía el amedrentamiento a una veintena de futuros alcaldes, síndicos, regidores y jefes policíacos para convencernos de que la política está infestada de personeros de mafiosos.
Basta darse una vuelta por el país y conversar con la gente para percatarse de que los narcos han sido factor determinante en procesos electorales y que tienen piezas clave incrustadas en todos los niveles de la estructura gubernativa. Una somera revisión de las biografías de algunos de los más conspicuos líderes políticos lleva al convencimiento de que en las gubernaturas, en los congresos locales, lo mismo que en el federal y en las instancias municipales, operan verdaderas bancadas del narco.
Se trata de políticos modestos que en cosa de pocos años han logrado colocarse entre los hombres más ricos de sus entidades.
De modo que el llamado del Jefe de la Nación a cerrarle las puertas de la política al crimen organizado llega tarde y la supuesta modificación de la estrategia de guerra no induce al optimismo, pues es apenas la machacona persistencia en el camino equivocado.
En la edición 2008 de la guerra inútil, se espera que los ciudadanos denunciemos a delincuentes desalmados que suelen decapitar a sus enemigos, o destazarlos y meterlos en tambos de aceite hirviendo. Se busca que les pongamos el dedo en la frente a maleantes a quienes el mismísimo Estado no ha podido vencer sencillamente porque cuentan con armamento sofisticado —bazucas, rifles de asalto, lanzagranadas—, en gran parte proveniente del mismo país que nos impone la tarea de combatirlos, Estados Unidos
El miércoles pasado, mientras en Río Bravo el gobierno federal combatía con tanquetas y centenares de hombres armados, el vocero de la DEA, Steve Robinson, le dijo al periodista Gregorio Meraz que en ese combate los delincuentes habían empleado armas robadas al ejército norteamericano. El asunto requiere más explicaciones. Pero el funcionario gringo no dijo ni una palabra acerca de cómo está eso de que el ejercito poderoso e incorruptible, glorificado por el cine, se deja robar armas con la misma facilidad que se despoja de sus dulces a un niño de párvulos.
La guerra, pues, apunta a recrudecerse, mientras nuestros funcionarios sólo atinan a dar palos de ciego. La perla más vistosa corrió esta semana por cuenta Genaro García Luna, quien dijo que falló la estrategia de enfocar la lucha a la detención de capos. Por este funcionario nos enteramos de que la captura de capos era una prioridad en las acciones que iniciaron el 11 de diciembre de 2006, algo que el propio García Luna y otros servidores públicos negaron poco después de esa fecha, cuando se dieron cuenta de que tenían las manos vacías.
El objetivo del cinematográfico despliegue de soldados y policías —nos dijeron falazmente— era recuperar los espacios en poder de las mafias. A un año de distancia sería bueno que nos dijeran cuáles espacios han sido recuperados. Porque además de las mafias que se han adueñado de gran parte del territorio nacional, en las ciudades y pueblos, en los parques públicos, en los pasos a desnivel, a las puertas de las escuelas, en los centros de diversión, los mexicanos cotidianamente presenciamos el lacerante espectáculo de niños y jóvenes consumidos por las drogas.
Las bandas del narcotráfico entraron pisando fuerte el 2008, decididas a defender los espacios donde operan en prácticamente todo el país, y frente a esta violenta acometida el presidente Felipe Calderón lejos de amilanarse recogió el desafío. Se dijo convencido de que es posible derrotar a la delincuencia y anunció para ello un cambio de estrategia consistente en... más de lo mismo.
Eriza la piel el anuncio del Jefe del Ejecutivo porque anticipa un recrudecimiento del baño de sangre que el año pasado dejó un saldo de 2 mil 500 muertos —siete diarios y una proyección, al ritmo que vamos, de 15 mil al terminar el sexenio—, sin que se haya reducido ni un ápice el poder del los narcotraficantes, ni la producción, trafico y consumo de enervantes.
Con acendrado talante belicoso el Mandatario anunció que el cambio de estrategia se funda en la experiencia de 2006 y apunta, en primer término, a cerrarle las puertas a cualquier posibilidad de cobertura policíaca o política a los delincuentes, para lo cual se procederá a la depuración —¿cuántas veces los mexicanos habremos escuchado semejante promesa?— de los cuerpos policíacos, y a impedir que la delincuencia incursione en el campo político. Adicionalmente, se dotará a las instituciones de seguridad de más y mejor armamento y se invocará la delación ciudadana de los criminales.
Para ganar una guerra en la que no ha podido —o no ha querido— triunfar aun el ejército de Estados Unidos, el más poderoso del orbe, como lo prueba la impunidad de los delincuentes que sostienen la inconmensurable red de distribución de drogas de todo el mundo que se comercializan en el país vecino, Calderón cree que basta con que todos los niveles de gobierno, los poderes del Estado y los mexicanos en general, trabajemos como un solo cuerpo. Suena bien, pero es de una ingenuidad que conmueve.
Es obvio que los mexicanos aspiramos a la erradicación del problema de las drogas, pero cada vez nos percatamos de que la guerra total al narcotráfico no conduce a ninguna parte, más que a dejar un reguero de muertos a lo largo del territorio nacional. Mal podemos en estas circunstancias apoyar acciones que ni por equivocación incluyen la exploración de medidas menos cruentas.
En lo que atañe a la cobertura policiaca o política que protege delincuentes, la batalla se perdió hace mucho tiempo y se antoja imposible ya de desmontar, por más que el presidente Calderón, primero, y el procurador Eduardo Medina-Mora, con perspicacia de quien pronostica lluvia cuando ya todo el mundo abrió el paraguas, acaban de descubrir que el narco busca infiltrarse en el sector político.
No era necesario que en Tamaulipas muriera asesinado el ex alcalde de Río Bravo, Juan Antonio Guajardo, ni que en las elecciones del 11 de noviembre pasado en Michoacán trascendiera que el narco había cooptado con dinero o vía el amedrentamiento a una veintena de futuros alcaldes, síndicos, regidores y jefes policíacos para convencernos de que la política está infestada de personeros de mafiosos.
Basta darse una vuelta por el país y conversar con la gente para percatarse de que los narcos han sido factor determinante en procesos electorales y que tienen piezas clave incrustadas en todos los niveles de la estructura gubernativa. Una somera revisión de las biografías de algunos de los más conspicuos líderes políticos lleva al convencimiento de que en las gubernaturas, en los congresos locales, lo mismo que en el federal y en las instancias municipales, operan verdaderas bancadas del narco.
Se trata de políticos modestos que en cosa de pocos años han logrado colocarse entre los hombres más ricos de sus entidades.
De modo que el llamado del Jefe de la Nación a cerrarle las puertas de la política al crimen organizado llega tarde y la supuesta modificación de la estrategia de guerra no induce al optimismo, pues es apenas la machacona persistencia en el camino equivocado.
En la edición 2008 de la guerra inútil, se espera que los ciudadanos denunciemos a delincuentes desalmados que suelen decapitar a sus enemigos, o destazarlos y meterlos en tambos de aceite hirviendo. Se busca que les pongamos el dedo en la frente a maleantes a quienes el mismísimo Estado no ha podido vencer sencillamente porque cuentan con armamento sofisticado —bazucas, rifles de asalto, lanzagranadas—, en gran parte proveniente del mismo país que nos impone la tarea de combatirlos, Estados Unidos
El miércoles pasado, mientras en Río Bravo el gobierno federal combatía con tanquetas y centenares de hombres armados, el vocero de la DEA, Steve Robinson, le dijo al periodista Gregorio Meraz que en ese combate los delincuentes habían empleado armas robadas al ejército norteamericano. El asunto requiere más explicaciones. Pero el funcionario gringo no dijo ni una palabra acerca de cómo está eso de que el ejercito poderoso e incorruptible, glorificado por el cine, se deja robar armas con la misma facilidad que se despoja de sus dulces a un niño de párvulos.
La guerra, pues, apunta a recrudecerse, mientras nuestros funcionarios sólo atinan a dar palos de ciego. La perla más vistosa corrió esta semana por cuenta Genaro García Luna, quien dijo que falló la estrategia de enfocar la lucha a la detención de capos. Por este funcionario nos enteramos de que la captura de capos era una prioridad en las acciones que iniciaron el 11 de diciembre de 2006, algo que el propio García Luna y otros servidores públicos negaron poco después de esa fecha, cuando se dieron cuenta de que tenían las manos vacías.
El objetivo del cinematográfico despliegue de soldados y policías —nos dijeron falazmente— era recuperar los espacios en poder de las mafias. A un año de distancia sería bueno que nos dijeran cuáles espacios han sido recuperados. Porque además de las mafias que se han adueñado de gran parte del territorio nacional, en las ciudades y pueblos, en los parques públicos, en los pasos a desnivel, a las puertas de las escuelas, en los centros de diversión, los mexicanos cotidianamente presenciamos el lacerante espectáculo de niños y jóvenes consumidos por las drogas.