DEL EDITORIAL DE LA JORNADA
Felipe Calderón Hinojosa alcanzó la candidatura presidencial de su partido gracias a la insubordinación de la militancia panista a los intentos de imponer, desde Los Pinos, los rumbos del partido. Ahora, desde la Presidencia, no dudó en uncir el organismo político al poder público.
De esta forma, el actual titular del Ejecutivo federal repite la historia de Vicente Fox, quien impuso a Manuel Espino en la dirigencia nacional panista, y devuelve la relación entre el presidente y su partido a la lógica que operó siempre en los tiempos en que los jefes de Estado procedían de las filas del Revolucionario Institucional.
Sería un exceso de ingenuidad suponer que la humillación y la defenestración parcial del todavía presidente del CEN de Acción Nacional (de momento Espino sigue en el cargo, pero despojado de poder real y con un Consejo Nacional que le es mayoritariamente adverso y que se encuentra bajo control de Los Pinos), operada antier y ayer en el contexto de la 20 Asamblea Nacional del blanquiazul, que tuvo lugar en León, Guanajuato, fue una reacción espontánea de las bases del partido contra su dirigente actual. El episodio tuvo el sello característico de las orquestaciones urdidas en las oficinas públicas para intervenir en la vida interna de las organizaciones; en otros términos, el sello del "poder del Estado".
La alternancia de 2000 ya había mostrado su esencia verdadera desde la segunda mitad del gobierno foxista, cuando se hizo evidente que el presidente en funciones hacía todo lo que estuviera a su alcance, legal o no, para imponer un segundo sexenio panista. Ahora el calderonismo restituye un partido oficial, manejado desde Los Pinos como una dependencia pública más y tan sometido a los designios presidenciales como lo estuvo el PRI.
En su tiempo, y con excepción de la histórica disputa entre Carlos A. Madrazo y Gustavo Díaz Ordaz, las frecuentes tensiones entre la dirigencia priísta y la Presidencia de la República obedecían a reacomodos del grupo en el poder y a jaloneos por posiciones en la administración pública, pero no a diferencias ideológicas o programáticas de fondo. Otro tanto ocurre ahora, cuando la derecha autoritaria gobernante arrebata el control de Acción Nacional a una camarilla ultraderechista cerril y, a fin de cuentas, a la influencia de Vicente Fox: los incidentes de León forman parte del anecdotario de la sucesión y de la pugna entre foxismo y calderonismo. Ambos representan proyectos de restauración oligárquica, conservadora en lo político y social y ultraliberal en lo económico, y sus diferencias son más de orden discursivo que de contenido.
Ciertamente, el pleito por Acción Nacional entre el ex mandatario y su sucesor contraviene el espíritu republicano y la ética institucional. En la rebatiña se deja de lado que los partidos políticos deben ser entidades de interés público y que en virtud de esa condición deseable son subsidiados por el Estado -y en notorio exceso, por cierto- con dinero de los contribuyentes.