BITACORA REPUBLICANA
Porfirio Muñoz Ledo
20 de junio de 2007
Reformar en serio
Se ha desatado por los confines del país una curiosidad expectante en torno a la anunciada tarea legislativa de reformar al Estado. Quienes hemos adquirido alguna relevancia en anteriores empeños, somos solicitados por doquier para explicar propuestas y debatir alcances y posibilidades efectivas de cambio.
No afirmaría que el escepticismo se ha desvanecido. Bastaría la experiencia dolorosa de 2006 para encallarlo en la conciencia pública. Sobresale no obstante un sentimiento de necesidad; la terca obsesión de encontrar una salida pacífica a la crisis de la nación. Una evidente orfandad política en busca de asidero moral y solución constitucional.
Hace tiempo que proclamo: en vez de un levantamiento en armas, requerimos un levantamiento de almas. El clima es propicio para ello. Lo importante es detectar las fallas determinantes en que hemos incurrido, diagnosticar la degradación de las instituciones y encontrar los nudos que podrían desencadenar una transformación verdadera.
La reflexión histórica ha servido como hilo conductor de numerosas pláticas. Estimular la convicción de que estamos inmersos en tal pantano que es menester un nuevo acuerdo nacional para echar a caminar sobre tierra firme. También, que hemos encarado momentos semejantes en el pasado, de los que hemos emergido mediando movimientos y decisiones radicales.
Reparar en la naturaleza y duración de los ciclos vividos. Así el que se inicia en 1808, con el llamado de Primo de Verdad y se prolonga hasta la instauración de la República en 1824. O bien el que arranca con el Plan de Ayutla en 1854 y culmina con la restauración de l867. Por último el que se inicia en las vísperas de 1910 y termina con la revuelta de Agua Prieta una década después.
La diferencia con el presente es el carácter sangriento de aquellas luchas, no la profundidad de la crisis. Signo de nuestro tiempo es el fin de la era de las revoluciones y el predominio de los cambios pactados. Han transcurrido ya 20 años de que contestamos la hegemonía de un partido de Estado convertido al pensamiento único y no debiera estar lejos el desenlace.
Las preguntas que se formulan son respecto del contenido y dirección de las modificaciones por realizar. Existe consenso sobre el carácter acumulativo de nuestros problemas. Esto es, que arrastramos desde los orígenes los lastres invencibles de la corrupción y la pobreza, como trasfondo y acicate de nuestros esfuerzos innovadores.
En cada época ha sido menester encontrar definiciones fundamentales a la cuestión del Estado, en tanto vehículo imprescindible para la conducción del país. Han respondido tanto a las ideas de su época como a la necesidad de destrabar los obstáculos institucionales que frenaban el avance social.
Para el Congreso de 1814 el tema cardinal era el depósito de la soberanía. Desvanecido el pretexto de los insurgentes para iniciar la revuelta en nombre del rey cautivo, era menester definir que “la soberanía reside originalmente en el pueblo”. Pero determinar además que su ejercicio recaía en “la representación nacional compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos”.
En tal virtud, del Supremo Congreso derivan los demás poderes, incluyendo al gobierno, electo por aquél y compuesto por tres individuos. El régimen presidencial es una innovación de la Constitución de 1824, que deposita la titularidad del Ejecutivo en un solo individuo, a fin de llenar el vacío dejado por el Impero. A más de la instauración del sistema federal que redefine los espacios políticos.
Al Constituyente de 1857 le corresponde la separación entre la Iglesia y el Estado y la confirmación de los derechos del hombre como “base y objeto de las instituciones”. Al de 1917 resolver la cuestión de la propiedad, cuya concentración había determinado el resto de las relaciones políticas y económicas, así como garantizar derechos sociales básicos.
Dos son los ejes principales de la reconstrucción actual. Primero, el establecimiento del estado de derecho por la legalidad de los procesos electorales, la reforma de la justicia, la rendición de cuentas, el fin de los privilegios y la autonomía del Estado. Segundo, la socialización del poder mediante la democracia participativa, la descentralización, la municipalización, la redistribución del ingreso y la creación de ciudadanía.
Ante la dimensión del desafío resultan irrisorias las propuestas gubernamentales e inmensa la responsabilidad del Congreso. Habrá que denunciar las interferencias de un Ejecutivo virtual y reemplazar la pequeña maniobra por la gran política.
20 de junio de 2007
Se ha desatado por los confines del país una curiosidad expectante en torno a la anunciada tarea legislativa de reformar al Estado. Quienes hemos adquirido alguna relevancia en anteriores empeños, somos solicitados por doquier para explicar propuestas y debatir alcances y posibilidades efectivas de cambio.
No afirmaría que el escepticismo se ha desvanecido. Bastaría la experiencia dolorosa de 2006 para encallarlo en la conciencia pública. Sobresale no obstante un sentimiento de necesidad; la terca obsesión de encontrar una salida pacífica a la crisis de la nación. Una evidente orfandad política en busca de asidero moral y solución constitucional.
Hace tiempo que proclamo: en vez de un levantamiento en armas, requerimos un levantamiento de almas. El clima es propicio para ello. Lo importante es detectar las fallas determinantes en que hemos incurrido, diagnosticar la degradación de las instituciones y encontrar los nudos que podrían desencadenar una transformación verdadera.
La reflexión histórica ha servido como hilo conductor de numerosas pláticas. Estimular la convicción de que estamos inmersos en tal pantano que es menester un nuevo acuerdo nacional para echar a caminar sobre tierra firme. También, que hemos encarado momentos semejantes en el pasado, de los que hemos emergido mediando movimientos y decisiones radicales.
Reparar en la naturaleza y duración de los ciclos vividos. Así el que se inicia en 1808, con el llamado de Primo de Verdad y se prolonga hasta la instauración de la República en 1824. O bien el que arranca con el Plan de Ayutla en 1854 y culmina con la restauración de l867. Por último el que se inicia en las vísperas de 1910 y termina con la revuelta de Agua Prieta una década después.
La diferencia con el presente es el carácter sangriento de aquellas luchas, no la profundidad de la crisis. Signo de nuestro tiempo es el fin de la era de las revoluciones y el predominio de los cambios pactados. Han transcurrido ya 20 años de que contestamos la hegemonía de un partido de Estado convertido al pensamiento único y no debiera estar lejos el desenlace.
Las preguntas que se formulan son respecto del contenido y dirección de las modificaciones por realizar. Existe consenso sobre el carácter acumulativo de nuestros problemas. Esto es, que arrastramos desde los orígenes los lastres invencibles de la corrupción y la pobreza, como trasfondo y acicate de nuestros esfuerzos innovadores.
En cada época ha sido menester encontrar definiciones fundamentales a la cuestión del Estado, en tanto vehículo imprescindible para la conducción del país. Han respondido tanto a las ideas de su época como a la necesidad de destrabar los obstáculos institucionales que frenaban el avance social.
Para el Congreso de 1814 el tema cardinal era el depósito de la soberanía. Desvanecido el pretexto de los insurgentes para iniciar la revuelta en nombre del rey cautivo, era menester definir que “la soberanía reside originalmente en el pueblo”. Pero determinar además que su ejercicio recaía en “la representación nacional compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos”.
En tal virtud, del Supremo Congreso derivan los demás poderes, incluyendo al gobierno, electo por aquél y compuesto por tres individuos. El régimen presidencial es una innovación de la Constitución de 1824, que deposita la titularidad del Ejecutivo en un solo individuo, a fin de llenar el vacío dejado por el Impero. A más de la instauración del sistema federal que redefine los espacios políticos.
Al Constituyente de 1857 le corresponde la separación entre la Iglesia y el Estado y la confirmación de los derechos del hombre como “base y objeto de las instituciones”. Al de 1917 resolver la cuestión de la propiedad, cuya concentración había determinado el resto de las relaciones políticas y económicas, así como garantizar derechos sociales básicos.
Dos son los ejes principales de la reconstrucción actual. Primero, el establecimiento del estado de derecho por la legalidad de los procesos electorales, la reforma de la justicia, la rendición de cuentas, el fin de los privilegios y la autonomía del Estado. Segundo, la socialización del poder mediante la democracia participativa, la descentralización, la municipalización, la redistribución del ingreso y la creación de ciudadanía.
Ante la dimensión del desafío resultan irrisorias las propuestas gubernamentales e inmensa la responsabilidad del Congreso. Habrá que denunciar las interferencias de un Ejecutivo virtual y reemplazar la pequeña maniobra por la gran política.