BUCARELI
Diario Libertad
La madre Conchita y el aborto
No le pregunté sobre el aborto.
La mañana del jueves 16 de abril de 1970 una mujer de 80 años me abrió la puerta:
—¿La madre Conchita?
—Servidora de usted. Había terminado para ella una sombra de 30 años desde su retorno de las islas Marías. Para mí, una búsqueda incesante que duró dos años por todas las calles de la historia reciente de México. Convicta y sentenciada como autora intelectual del asesinato de Álvaro Obregón, quería yo oír su versión en su propia voz: —Señora, ¿es usted inocente o culpable de la muerte de Obregón? —Con toda conciencia, creo que delante de Dios no tengo ninguna responsabilidad más que el deseo de que hubiera libertad de la Iglesia, de la fe y de todo en México. Si eso es culpabilidad, sí la tengo. —Usted fue declarada culpable. —Me sentenciaron como autora intelectual, decían que yo era jefe de una banda de 17 muchachos a los que marcaba con fierro caliente para que mataran a todos los del gobierno y no era cierto. Los muchachos obraron por sí solos. —¿A qué muchachos se refiere, señora? —A José de León Toral, al padre Pro, iba a mi convento.
Carlos Castro Balda, confeso y sentenciado por explotar bombas en la Cámara de Diputados, conoció a Concepción en las islas Marías y ahí se casaron. —Fueron cohetes y no bombas. Los cohetes nada más hacen escándalo y preparé el TNT, o sea, el trinitrotolueno. —Ya era algo más que cohete. —Exactamente. Requería ácidos químicamente puros y lo único que causaba era un estruendo maravilloso, pero nada más, no levantaba ni la hoja de un papel y lo dejamos en los excusados de la Cámara.
Lástima que lo del aborto no estuviera de moda, me hubiera gustado preguntarle sobre eso. Carlos Castro Balda: —Pepe (José de León Toral) era enemigo de la violencia y cuando se discutía en la Asociación Católica de la Juventud Mexicana el tiranicidio, él no lo aprobaba. —¿En la ACJM se discutió el tiranicidio? —Sí, mucho antes de la muerte de Obregón se discutió cómo hacer que el poderío militarista desapareciera y se salvara a la patria. —¿Y a qué conclusión llegaron? —Diversas, la principal el tiranicidio. Pero donde se decidió la muerte del general Obregón y se ordenó su ejecución como supertirano de México, fue en la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. —¿Dónde se compraban las armas? —Yo no las compraba, yo compré ácido para fabricar el trinitrotolueno.
No entraba en mis planes preguntarle del aborto. Hubiera sido tan oportuno como discutir el sexo de los ángeles o el peso de la basílica de San Pedro que preocupaba tanto a una turista de Minnesota.
—Señora, ¿es cierto que alguien bendijo la pistola que usó Toral? —Llegó Pepe a la casa de la señora Piña viuda de Altamira, donde se estaba celebrando una misa. Se acercó al altar y dejó una pistola en la credencia, esa mesita donde se colocan la vinajera, la charola para repartir la comunión y demás cosas. Puso la pistola cubierta con su mano sobre la credencia en el momento en que terminaba la misa y el padre Jiménez daba la bendición. Pepe lo interpretó como que estaba bendito por la divinidad el tiranicidio que iba a cometer. —¿Se arrepintió Toral? —No.
Y vivir en la calle Álvaro Obregón, ¿le da igual, Conchita? —Sí, igualito, aquí junto lo velaron, el mismo trecho que hay de aquí al cielo hay de otra calle al cielo, nos da igual.
Han pasado 37 años de esa primera de tres entrevistas. Un año antes, en 1969, había hablado con Roberto Cruz, el inspector general de policía cuando mataron a Obregón: —Llegó Calles y le preguntamos a Toral quién lo había enviado a matar a Obregón y dijo: Dios. Por ahí anda todavía la madre Cochita que andaba metida en todo el lío.
Esta mañana pasé por la casa donde vivían Concepción Acevedo de la Llata y su esposo, Carlos Castro Balda. Se conserva como cuando entré aquella primera vez: un comedor, una sala, una recámara, un baño y una cocina. Habitación mínima, limpia, poca luz. Setenta pesos mensuales de renta. “Nos ayudan unos parientes”, dijo Castro Balda. Hoy habrían sido otras las preguntas. No hay persecución religiosa, México sostiene relaciones con el Vaticano, las manifestaciones de culto externo son cosas de todos los días y sus compañeros de aquellos meses violentos han pasado de la clandestinidad a los altares o van en camino. Hoy sí, seguramente, les preguntaría su opinión sobre el aborto. Sería la pregunta del momento, insoslayable, inevitable. Aunque, pensándolo bien, no, porque la respuesta es obvia: “Estamos del lado de la defensa de la vida”. Como en el caso de Obregón. Como el TNT explotado (todo debe decirse: sin víctimas, qué fracaso) en la Cámara de Diputados.
Vale el recuerdo con la excusa de que los viejos periodistas somos dados a evocar episodios de nuestro oficio para darles, a veces, las dimensiones de hazaña que nunca tuvieron. En este país respetuoso de todas las creencias terrestres y extraterrestres no es imprudencia recordar episodios históricos que pueden orientar nuestros caminos, sobre todo cuando hoy, en un marco por fortuna de polémica pacífica y no de rebeldía armada o de terrorismo, se exponen todos los puntos de vista, las opiniones y las tesis acerca de la conveniencia o no de despenalizar el aborto en ciertas circunstancias específicas. Respeto todo lo que se dice de buena fe aunque no lo comparta, incluso aunque vaya contra mis propias convicciones, pero me opongo a que los dogmas de una organización religiosa, cualquiera que ésta sea, se impongan a todos los miembros de una sociedad laica.
No le pregunté sobre el aborto.
La mañana del jueves 16 de abril de 1970 una mujer de 80 años me abrió la puerta:
—¿La madre Conchita?
—Servidora de usted. Había terminado para ella una sombra de 30 años desde su retorno de las islas Marías. Para mí, una búsqueda incesante que duró dos años por todas las calles de la historia reciente de México. Convicta y sentenciada como autora intelectual del asesinato de Álvaro Obregón, quería yo oír su versión en su propia voz: —Señora, ¿es usted inocente o culpable de la muerte de Obregón? —Con toda conciencia, creo que delante de Dios no tengo ninguna responsabilidad más que el deseo de que hubiera libertad de la Iglesia, de la fe y de todo en México. Si eso es culpabilidad, sí la tengo. —Usted fue declarada culpable. —Me sentenciaron como autora intelectual, decían que yo era jefe de una banda de 17 muchachos a los que marcaba con fierro caliente para que mataran a todos los del gobierno y no era cierto. Los muchachos obraron por sí solos. —¿A qué muchachos se refiere, señora? —A José de León Toral, al padre Pro, iba a mi convento.
Carlos Castro Balda, confeso y sentenciado por explotar bombas en la Cámara de Diputados, conoció a Concepción en las islas Marías y ahí se casaron. —Fueron cohetes y no bombas. Los cohetes nada más hacen escándalo y preparé el TNT, o sea, el trinitrotolueno. —Ya era algo más que cohete. —Exactamente. Requería ácidos químicamente puros y lo único que causaba era un estruendo maravilloso, pero nada más, no levantaba ni la hoja de un papel y lo dejamos en los excusados de la Cámara.
Lástima que lo del aborto no estuviera de moda, me hubiera gustado preguntarle sobre eso. Carlos Castro Balda: —Pepe (José de León Toral) era enemigo de la violencia y cuando se discutía en la Asociación Católica de la Juventud Mexicana el tiranicidio, él no lo aprobaba. —¿En la ACJM se discutió el tiranicidio? —Sí, mucho antes de la muerte de Obregón se discutió cómo hacer que el poderío militarista desapareciera y se salvara a la patria. —¿Y a qué conclusión llegaron? —Diversas, la principal el tiranicidio. Pero donde se decidió la muerte del general Obregón y se ordenó su ejecución como supertirano de México, fue en la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. —¿Dónde se compraban las armas? —Yo no las compraba, yo compré ácido para fabricar el trinitrotolueno.
No entraba en mis planes preguntarle del aborto. Hubiera sido tan oportuno como discutir el sexo de los ángeles o el peso de la basílica de San Pedro que preocupaba tanto a una turista de Minnesota.
—Señora, ¿es cierto que alguien bendijo la pistola que usó Toral? —Llegó Pepe a la casa de la señora Piña viuda de Altamira, donde se estaba celebrando una misa. Se acercó al altar y dejó una pistola en la credencia, esa mesita donde se colocan la vinajera, la charola para repartir la comunión y demás cosas. Puso la pistola cubierta con su mano sobre la credencia en el momento en que terminaba la misa y el padre Jiménez daba la bendición. Pepe lo interpretó como que estaba bendito por la divinidad el tiranicidio que iba a cometer. —¿Se arrepintió Toral? —No.
Y vivir en la calle Álvaro Obregón, ¿le da igual, Conchita? —Sí, igualito, aquí junto lo velaron, el mismo trecho que hay de aquí al cielo hay de otra calle al cielo, nos da igual.
Han pasado 37 años de esa primera de tres entrevistas. Un año antes, en 1969, había hablado con Roberto Cruz, el inspector general de policía cuando mataron a Obregón: —Llegó Calles y le preguntamos a Toral quién lo había enviado a matar a Obregón y dijo: Dios. Por ahí anda todavía la madre Cochita que andaba metida en todo el lío.
Esta mañana pasé por la casa donde vivían Concepción Acevedo de la Llata y su esposo, Carlos Castro Balda. Se conserva como cuando entré aquella primera vez: un comedor, una sala, una recámara, un baño y una cocina. Habitación mínima, limpia, poca luz. Setenta pesos mensuales de renta. “Nos ayudan unos parientes”, dijo Castro Balda. Hoy habrían sido otras las preguntas. No hay persecución religiosa, México sostiene relaciones con el Vaticano, las manifestaciones de culto externo son cosas de todos los días y sus compañeros de aquellos meses violentos han pasado de la clandestinidad a los altares o van en camino. Hoy sí, seguramente, les preguntaría su opinión sobre el aborto. Sería la pregunta del momento, insoslayable, inevitable. Aunque, pensándolo bien, no, porque la respuesta es obvia: “Estamos del lado de la defensa de la vida”. Como en el caso de Obregón. Como el TNT explotado (todo debe decirse: sin víctimas, qué fracaso) en la Cámara de Diputados.
Vale el recuerdo con la excusa de que los viejos periodistas somos dados a evocar episodios de nuestro oficio para darles, a veces, las dimensiones de hazaña que nunca tuvieron. En este país respetuoso de todas las creencias terrestres y extraterrestres no es imprudencia recordar episodios históricos que pueden orientar nuestros caminos, sobre todo cuando hoy, en un marco por fortuna de polémica pacífica y no de rebeldía armada o de terrorismo, se exponen todos los puntos de vista, las opiniones y las tesis acerca de la conveniencia o no de despenalizar el aborto en ciertas circunstancias específicas. Respeto todo lo que se dice de buena fe aunque no lo comparta, incluso aunque vaya contra mis propias convicciones, pero me opongo a que los dogmas de una organización religiosa, cualquiera que ésta sea, se impongan a todos los miembros de una sociedad laica.