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miércoles, 25 de octubre de 2006

INTERREGNO: Acaso México Estuvo Así Durante 6 años?

MÉXICO, PAÍS DE CONTENTOS
(Sobre el rechazo presidencial a la ley del libro)

—No, pos yo ni sé leer. ¡Pero en la televisión sí lo veo!

—¡Mejor! Va usted a vivir más contenta.

—Vicente Fox (11de febrero de 2002)



Cuando yo iba a la preparatoria, tomaba el tranvía en la avenida Baja California. Mientras esperaba, leía con intriga un letrero que decía: “El Nagual. Librería de de libros”. Y a su alrededor, en letras más pequeñas: “Cambio, Vendo, Rento, Compro”. Como la librería estaba cerrada a esas horas, y yo solía volver a mi casa dando un rodeo por otro camino, el letrero me intrigó durante algún tiempo. Hasta que un día decidí ir a ver de qué se trataba aquello. La librería ocupaba una accesoria pequeñísima, pero estaba atiborrada de libros (en los estantes, claro, pero también en grandes pilas que impedían el paso y se inclinaban sobre el piso, derramándose). A la entrada de El Nagual, sobre la banqueta (porque adentro ya no cabía), había una silla que ocupaba un señor de piocha rojiza. Al ver que me acercaba con unos cuantos libros bajo el brazo, se levantó y me detuvo para inspeccionarlos. Yo tenía uno que le interesaba: “¡Te lo compro!”, exclamó rápidamente y como emocionado (signo de que lo quería para leerlo , y sólo después, si acaso, venderlo). Me negué, pues era un libro que no se encontraba en México, y yo había tenido que esperar a que un conocido fuera a España para conseguirlo. “Entonces préstamelo —dijo—, y a cambio yo te presto tres: escógelos allá adentro... a la izquierda.... Lo que a ti te interesa está a la izquierda...”. Hicimos el trato (un trato que se repetiría muchas veces) y al despedirme le pregunté:

—Librería... ¿de libros?...

—¡Claro! ¿Has entrado alguna vez a una Librería de Cristal?

—Sí.

—Librerías... ¡de mierda!

A decir verdad, no era éste el primer librero así que yo conocía. Casi en la esquina de mi casa estaba la Librería Góngora, cuyo dueño me hizo comprarle (y leer) un libro que aún guardo como tesoro (y que me costó un tesoro): la primera edición de Guirnalda civil, de Jorge Guillén. Yo lo llamaba simplemente “Don Roberto”, pero años después descubrí su apellido, que leí en la dedicatoria de un poema de Antonio Machado: Roberto Castrovido. Él nunca presumió esas insignes y antiguas amistades. Se contentaba con recomendar libros que había leído.

Ni El Nagual ni la Librería Góngora existen ya. Lo malo es que tampoco existe ya la posibilidad de que haya librerías de ese tipo, cuyos dueños amen de veras los libros; es decir, que amen más los libros que el comercio de los libros, las ganancias que les generan los libros. Aquellos libreros leían; los de ahora... ¿Quién se ha topado alguna vez con algún dependiente de Sanborn's que lea? Es casi seguro que nadie. Quizá porque ya no tienen necesidad de hacerlo: para la mayoría de las librerías de hoy (que son pocas, poquísimas, cada vez menos), el libro no es más que mercancía. A sus vendedores, que ya no son “libreros”, les basta con estar enterados de cuál es la oferta de las demás librerías para poder “competir libremente” con ellas, sin necesidad de averiguar qué se cocina entre tapa y tapa de cada libro, y haciendo de cuenta que todos son variedades de un mismo y único objeto comercial: el libro (no los libros). Eso ocurría ya cuando yo iba a la prepa, claro. Si no, no se hubiera entendido el reproche del dueño de El Nagual: “Librerías de Cristal... librerías de mierda”; es decir, de best-sellers. (¡Y eso que en aquel entonces aún se podía entrar en esas librerías y curiosear! Ya no se puede.) Pero entonces todavía existían también las librerías “de libros”. Si me lamento de su desaparición no es por una vana nostalgia, pues no creo que esto haya sido simple obra del tiempo, de la caducidad o la entropía: ha sido obra de nuestras leyes, al menos desde que, en nombre del libre mercado, han fomentado los monopolios, como se ve en el hecho simple de que las librerías pequeñas han ido desapareciendo porque no pueden competir con las grandes. Éstas compran enormes volúmenes de libros, a precio reducido, y transfieren el descuento a sus compradores; las pequeñas, incapaces de un gasto semejante, no pueden hacer rebajas. El resultado es obvio: las librerías pequeñas desaparecen, y desaparece con ellas la variedad, el gusto, el librero...

Decir que en esto las políticas neoliberales funcionan al revés de lo que proclaman no es ni siquiera un asunto de izquierdistas protestones. Al Gobierno Federal se lo han dicho muchos, muchas veces, y con bastante claridad. Por ejemplo Jacobo Zabludovsky (en una carta abierta sobre la llamada Ley Televisa), los empresarios (en desplegados periodísticos contra el monopolio de Telmex) y, en cuanto a los libros, Gabriel Zaid y un sin fin de articulistas y ensayistas (cuyos argumentos se pueden consultar en http://www.leydellibro.org.mx/ ).

Yo no sé del asunto tanto como ellos, ni jurídica ni económicamente, pero hay cosas que saltan a la vista con sólo tener un leve contacto con el mundo editorial. Por ejemplo, asombra ver que a los editores les cobran impuestos no sobre lo que venden sino sobre su inventario. Esto no sólo significa que los editores ya no pueden regalar libros para promoverlos; significa, sobre todo, que tienen que pagar impuestos por los libros que hacen antes de venderlos. Y si no pueden pagar estos impuestos, entonces los embargan. ¿Qué pueden embargarle a un editor? ¿Sus libros? ¡No, señor! Los libros no valen nada para Hacienda (no valen ni siquiera su costo de producción), por más que sean esos mismos libros la causa del gravamen que se pretende cobrar. ¿Con qué paga entonces el editor? Con dinero de su bolsillo, con dinero prestado, o... con la cárcel. Por no poder responder al embargo con el producto de su trabajo (es decir, sus libros) estuvo preso un año Fernando Valdés, de la editorial Plaza y Valdés. Esto no es ya sólo un asunto de mercado: es franca injusticia.

Pero, al margen de este caso, ¿cuántas editoriales pueden soportar el peso fiscal que se les impone por anticipado? Pocas, muy pocas, cada vez menos. Entre esas pocas hay acaso una o dos mexicanas: Siglo XXI, tal vez ERA... Las demás ya han pasado a formar parte de los grandes consorcios internacionales. ¿Resultado? Se acaban las editoriales mexicanas y los lectores nos quedamos en las ávidas manos de Planeta y Santillana. ¿Es eso lo que Fox llama dejar que el mercado regule la producción? ¿A eso llama el Presidente, pomposamente, "México, país de lectores"? La verdad es que las pocas editoriales que sobreviven a esta imposición (las grandes), parecen vengarse en sus lectores, imponiéndonos una suerte de star system literario: autores inflados, autores que reciben muchísima publicidad durante una temporada y luego desaparecen del mapa; o al revés: autores que, asegurando la ganancia, están ahí para quedarse... En cualquier caso, pocos, muy pocos autores, cada vez menos. Y la mayoría, sin duda, autores de best-sellers.

No estoy alegando en contra de quienes escriben, publican y venden best-sellers. Estoy alegando en favor de quienes escriben, publican y venden libros que no son best-sellers. Y estas dos cosas no son lo mismo, como nos quieren hacer creer los que se han opuesto a la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro, empezando por el Presidente Fox, que cerró la cortina de su changarro vetando de facto la ley. El argumento que dio para ello no hace sino repetir el que a él le dio la Comisión Federal de Competencia (Cofeco): la ley incluye un inciso sobre el precio fijo, el cual atenta contra el libre comercio y fomenta el monopolio. No le importó que la industria editorial y los libreros le dijeran lo contrario.

Para rechazar la ley, Fox no ha escuchado a los que saben de su negocio sino a la Cofeco. Ha vetado la ley por encima de los acuerdos a que llegaron los productores, distribuidores y vendedores de libros; la ha vetado por encima de la opinión de la mayoría de los escritores, del voto unánime de los senadores y el mayoritario de los diputados; la ha vetado contradiciendo las recomendaciones de la Secretaría de Educación Pública y las del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (desoyendo pues los consejos de los secretarios de su gabinetazo). Pero, sobre todo, la ha vetado por encima de los lectores mexicanos.

Si el Presidente alguna vez hubiese sido un lector, si hubiese curioseado por los estantes, nos habría ahorrado uno o dos bochornos nacionales e internacionales (como cuando preguntó: “¿Dante? ¿Quién es Dante?”, o cuando nos espetó el famoso “José Luis Borgues”, al que se sumó “la famosa escritora Rabina Grand Tagor”, en voz de la Primera Dama). Pero sobre todo habría aprobado la ley, como se lo pedía la mayoría de los interesados, y como se lo pedíamos también muchos lectores. Porque los libros no son sólo productos para el comercio: son parte de la conversación social —como dice Zaid— y por eso son también un valor para la sociedad. Los libros no son sólo objetos que se compran y se venden: también a veces se leen. Si eso nos hace más felices o más infelices es asunto nuestro. ¿O será que el Presidente vetó la ley con la idea de construir un “México, país de contentos?”