LA IMPOSICION DE UN PRESIDENTE ESPURIO
Presidencia legítima
No hay mayor prueba de una aguda crisis política que la rebelión masiva, aunque esta sea pacífica, contra la determinación oficial de quién detenta el Poder Ejecutivo. Eso fue lo que sancionó, a la vista de México y el mundo, la Convención Nacional Democrática.
Pero la rebelión no se limitó a desconocer a quien pretende imponerse como presidente tras un proceso enrarecido y sin certeza en los resultados, lo que de por sí es grave; además, tomó la osada resolución de nombrar como “presidente legítimo” al que el fraude, así como la perversión y complicidad de diversas instituciones, afectaron en una infame operación de Estado y en la que participaron también, por supuesto, sectores derechistas y corporaciones privadas. Se trata de una arriesgada apuesta que pone al centro de la mesa su resto para impedir que esas poderosas fuerzas que se confabularon para detener a la izquierda y así mantener y acrecentar sus intereses con el Estado mexicano a su servicio logren que su títere se instale como presidente y opere con libertad la agenda que le tienen comprometida.
Con esa audaz decisión, la Convención asegura llevar la crisis y profundizarla hacia las dos tomas de posesión y durante los siguientes meses. Pero no más allá, pues es difícil pensar una presidencia paralela que conserve su poder de convocatoria y no sufra desgaste público en el mediano plazo -no digamos ya el largo- , además de que esto está en estrecha relación con el desconocimiento activo del gobernante espurio, lo que requiere de mantener la fuerza desplegada constante y sin merma, pues el correlato del éxito, del camino trazado es que exista y se haga patente la ingobernabilidad de la nueva administración. Se trata de una estrategia de máxima tensión que, por definición, no puede pasar de cierto tiempo, relativamente breve. Después, si no se consigue el objetivo, el riesgo es que la presidencia legítima paulatinamente se vaya tornando en presidencia moral y sus repercusiones políticas se vean disminuidas, quedando únicamente a expensas de que los avatares de la historia o un eventual fracaso del gobierno de facto vuelvan a colocar a su titular en la cresta de la ola. De ahí el riesgo que diversos analistas y personajes, de buena y mala fe, apuntaron acerca de esta decisión que desde que se adelantó que sería puesta a consideración en la CND siempre se perfiló como inevitable, en gran medida porque era la que de manera ostensible representaba mejor el sentir de la gente convocada.
Sin duda, la estrategia tomada se entiende mejor si se considera que el telón de fondo obligado es 1988. En aquella ocasión se apostó a eludir la confrontación inmediata y total con el gobierno ilegítimo y apostar a la organización para acumular fuerza y preparase para la siguiente en mejores condiciones, lo que obviamente no ocurrió. Salinas pudo fortalecerse, la autentica oposición fue acosada, reprimida, estigmatizada y reducida a su mínima expresión, y la dócil y funcional premiada y beneficiaria de la cruzada de Estado contra el líder indiscutible de aquel movimiento, Cuauhtémoc Cárdenas. Lo sobresaliente fue resistir. Quizá en aquella ocasión no había otra salida y era previsible que la rebelión pacífica frente al viejo régimen deviniera en tragedia, pero es evidente que hoy hay otras condiciones y sería una torpeza no tratar de cambiar la historia. Por lo pronto ya se pudo instalar y mantener un plantón de más de 45 días en el Zócalo y en el emblemático Paseo de la Reforma, impedir por primera vez en decenios el informe presidencial y mandar a Vicente Fox a dar el grito fuera del Distrito Federal. Pagando algunos costos inevitables, el movimiento ha sido capaz de imponer condiciones, hacer patente la crisis política y, algo fundamental, mantenerse.
El punto es no dar ni pedir tiempo. Concentrar la fuerza para hacer de un momento el decisivo. No permitir que los otros se acomoden, que dispongan del poder con libertad para derrotar en frío al movimiento que amenazó con gobernar al país y quitarles sus prebendas. Evitar caer en la trampa de las concesiones graciosas y sustancialmente inocuas que sólo busquen ganar tiempo y confundir, y no dejar más salida política que la transformación radical del país, pactada por el movimiento en condiciones de fuerza. En ese sentido, el nombramiento de presidente legítimo que le dio la CND a Andrés Manuel López Obrador sirve muy bien a ese propósito, pues aumenta la presión contra la presidencia de facto, recalca su ilegitimidad, muestra de manera inmejorable la división nacional y la profundidad de la crisis, es de por sí un factor activo de ingobernabilidad con alto impacto mediática y simbólico.
De entrada, nadie pudo hacer abstracción, en México y el extranjero, que un movimiento de masas desconoció al presidente decretado por las instituciones y nombró a otro, de tal suerte que a principios de diciembre puede haber dos presidentes. No es casual que Fox se haya visto obligado de usar su alocución en el Consejo General de la ONU para insistir en lo que los hechos desmienten: que no hay problema en el país, que las instituciones son sólidas y que la democracia está consolidada.
El carácter itinerante de la presidencia legítima juega con el simbolismo de la carreta de Don Benito Juárez -la utilización de símbolos es un recurso consciente y eficazmente utilizado-, pero tiene otras funciones políticas fundamentales: organizar y extender la resistencia, mantenerse en campaña, cerca de la gente, haciendo notar las carencias y las fallas del gobierno y, muy importante, promoviendo la solución de los problemas mediante la autogestión. El impacto de los primeros viajes como presidente legítimo está asegurada. Recordemos que se trata de golpear fuerte y rápido, de privilegiar la contundencia sobre una hipotética acumulación de fuerzas.
Esta apuesta del todo por el todo es, sin duda, polémica, sobretodo cuando se aduce el riesgo de perder lo ganado y la necesidad de conservar la base social que le dio el mayor caudal de votos a la izquierda en su historia.
Pero lo cierto es que, tras la decisión prudente de 1988, de cualquier manera el movimiento y el partido que nació de él, el PRD, sufrió tal embestida mediática que acabó pagando el costo del desgaste y desprestigio público sin llegar a amenazar realmente al poder constituido. Por eso la decisión de poner en la balanza toda la fuerza, ahora que se tiene, es correcta, pues no hay ninguna garantía de que en un futuro, si volvemos a la normalidad, se mantenga. Ya es un logro que los dispuestos a dar la batalla no se desmovilicen y caigan en la desilusión y la impotencia.
Ahora, hay que poner en su justa dimensión los costos de la resistencia. Según una encuesta de Consulta Mitofsky1, Andrés Manuel López Obrador obtendría hoy el 33.8 por ciento de los votos, muy cercano al porcentaje que obtuvo en la elección. Es verdad que el rechazo crece, sobre todo en el norte del país, pero es indiscutible que mantiene una fuerza ya probada y decantada por el salvaje linchamiento mediático que ha sido objeto su dirigente. De hecho, la renovada saña e histeria con que lo atacan a todas horas es muestra de la desesperación que tienen por mermar considerablemente su fuerza y caer en la cuenta de que el artículo primero de su religión: “La televisión lo puede todo”, es falso.
Para quien quiera una prueba irrefutable del atraso político que padecemos los mexicanos que prenda la televisión. Televisa y TV Azteca son parte del fraude electoral y la lucha por el poder los obligó a quitarse la máscara de aperturistas y plurales. No hay cambio democrático posible sin una reforma en materia de medios de comunicación, lo que implica revertir la ley Televisa. Por eso es que conforme la resistencia civil ha dado pasos hacia delante, los ataques han arreciado y se han cerrado, casi absolutamente, a cualquier voz discordante. Regresamos a los tiempos de la unanimidad y la verdad oficial, del escarnio contra los opositores y de la confabulación de los medios masivos con el poder público para enfrentar al enemigo común, al que pone su enorme poder fáctico en cuestión y promueve una república de verdad.
Propiciar que el momento decisivo sea lo antes posible, alrededor de la toma de posesión, a finales del año y principios del siguiente, es finalmente elegir el escenario de la batalla, aunque es obvio que ésta no será fácil de ganar. Felipe Calderón está comprometido y responde a la coalición de grupos de interés que por mantener privilegios decidieron impedir a como diera lugar el triunfo de López Obrador. Darle salida al movimiento y transformar a México en una democracia sustancial es para ellos tirar a la basura lo que tanto trabajo les costó lograr. No es fácil imaginar a Televisa regresar al país que el Congreso comedidamente les entregó con las reformas a modo de la Ley Federal de Radio y Televisión. Tampoco es fácil imaginar a los que se frotan las manos, para hacer negocios en el sector energético y beneficiarse de una franca o encubierta privatización, renunciar a ello. Y así sucesivamente. Sin embargo, su pragmatismo les puede indicar, llegado el momento, que nada es más costoso para sus bolsillos que la incertidumbre política y la ingobernabilidad que pueden devenir en rebelión exitosa o, al menos, en caos amenazante.
A ese punto se ha llegado y todo por eludir el recuento de los votos. Esa era la salida más democrática, sencilla, razonable y barata a la crisis. Además, esa era una solución institucional y sin riesgos. En la cerrazón y autismo legaloide con la que mal escondieron la consigna a la que se sometieron los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación se condenó al país a una confrontación fatal entre la continuidad cínica de una democracia simulada o la ruptura refundadora. Nadie va dar marcha atrás y la solución posible solo podrá emerger, en el mejor de los casos, tras los saldos de las primeras jornadas decembrinas. Es posible que entonces Calderón se dé cuenta que o gobierna como dictador o simplemente no gobierna. Y en ese punto se podría vislumbrar una puerta de salida democrática y pacífica, deseable y posible, a la crisis política.
Es verdad que adivinos y oráculos están en desuso y que la historia toma caminos insospechados, pero también lo es que para incidir en ella hay que estar ahí y mover las fichas. Ignoró el desenlace de la audaz jugada de la Convención Nacional Democrática de 2006 y si, hipotéticamente, dieciocho años después, se volverá a reflexionar sobre cómo evitar cometer los mismos errores y no permitir que la derecha se robe la elección; pero me felicito de estar y asumir los riesgos que se están tomando para que eso no ocurra. La suerte está echada.
Revista Memoria
No hay mayor prueba de una aguda crisis política que la rebelión masiva, aunque esta sea pacífica, contra la determinación oficial de quién detenta el Poder Ejecutivo. Eso fue lo que sancionó, a la vista de México y el mundo, la Convención Nacional Democrática.
Pero la rebelión no se limitó a desconocer a quien pretende imponerse como presidente tras un proceso enrarecido y sin certeza en los resultados, lo que de por sí es grave; además, tomó la osada resolución de nombrar como “presidente legítimo” al que el fraude, así como la perversión y complicidad de diversas instituciones, afectaron en una infame operación de Estado y en la que participaron también, por supuesto, sectores derechistas y corporaciones privadas. Se trata de una arriesgada apuesta que pone al centro de la mesa su resto para impedir que esas poderosas fuerzas que se confabularon para detener a la izquierda y así mantener y acrecentar sus intereses con el Estado mexicano a su servicio logren que su títere se instale como presidente y opere con libertad la agenda que le tienen comprometida.
Con esa audaz decisión, la Convención asegura llevar la crisis y profundizarla hacia las dos tomas de posesión y durante los siguientes meses. Pero no más allá, pues es difícil pensar una presidencia paralela que conserve su poder de convocatoria y no sufra desgaste público en el mediano plazo -no digamos ya el largo- , además de que esto está en estrecha relación con el desconocimiento activo del gobernante espurio, lo que requiere de mantener la fuerza desplegada constante y sin merma, pues el correlato del éxito, del camino trazado es que exista y se haga patente la ingobernabilidad de la nueva administración. Se trata de una estrategia de máxima tensión que, por definición, no puede pasar de cierto tiempo, relativamente breve. Después, si no se consigue el objetivo, el riesgo es que la presidencia legítima paulatinamente se vaya tornando en presidencia moral y sus repercusiones políticas se vean disminuidas, quedando únicamente a expensas de que los avatares de la historia o un eventual fracaso del gobierno de facto vuelvan a colocar a su titular en la cresta de la ola. De ahí el riesgo que diversos analistas y personajes, de buena y mala fe, apuntaron acerca de esta decisión que desde que se adelantó que sería puesta a consideración en la CND siempre se perfiló como inevitable, en gran medida porque era la que de manera ostensible representaba mejor el sentir de la gente convocada.
Sin duda, la estrategia tomada se entiende mejor si se considera que el telón de fondo obligado es 1988. En aquella ocasión se apostó a eludir la confrontación inmediata y total con el gobierno ilegítimo y apostar a la organización para acumular fuerza y preparase para la siguiente en mejores condiciones, lo que obviamente no ocurrió. Salinas pudo fortalecerse, la autentica oposición fue acosada, reprimida, estigmatizada y reducida a su mínima expresión, y la dócil y funcional premiada y beneficiaria de la cruzada de Estado contra el líder indiscutible de aquel movimiento, Cuauhtémoc Cárdenas. Lo sobresaliente fue resistir. Quizá en aquella ocasión no había otra salida y era previsible que la rebelión pacífica frente al viejo régimen deviniera en tragedia, pero es evidente que hoy hay otras condiciones y sería una torpeza no tratar de cambiar la historia. Por lo pronto ya se pudo instalar y mantener un plantón de más de 45 días en el Zócalo y en el emblemático Paseo de la Reforma, impedir por primera vez en decenios el informe presidencial y mandar a Vicente Fox a dar el grito fuera del Distrito Federal. Pagando algunos costos inevitables, el movimiento ha sido capaz de imponer condiciones, hacer patente la crisis política y, algo fundamental, mantenerse.
El punto es no dar ni pedir tiempo. Concentrar la fuerza para hacer de un momento el decisivo. No permitir que los otros se acomoden, que dispongan del poder con libertad para derrotar en frío al movimiento que amenazó con gobernar al país y quitarles sus prebendas. Evitar caer en la trampa de las concesiones graciosas y sustancialmente inocuas que sólo busquen ganar tiempo y confundir, y no dejar más salida política que la transformación radical del país, pactada por el movimiento en condiciones de fuerza. En ese sentido, el nombramiento de presidente legítimo que le dio la CND a Andrés Manuel López Obrador sirve muy bien a ese propósito, pues aumenta la presión contra la presidencia de facto, recalca su ilegitimidad, muestra de manera inmejorable la división nacional y la profundidad de la crisis, es de por sí un factor activo de ingobernabilidad con alto impacto mediática y simbólico.
De entrada, nadie pudo hacer abstracción, en México y el extranjero, que un movimiento de masas desconoció al presidente decretado por las instituciones y nombró a otro, de tal suerte que a principios de diciembre puede haber dos presidentes. No es casual que Fox se haya visto obligado de usar su alocución en el Consejo General de la ONU para insistir en lo que los hechos desmienten: que no hay problema en el país, que las instituciones son sólidas y que la democracia está consolidada.
El carácter itinerante de la presidencia legítima juega con el simbolismo de la carreta de Don Benito Juárez -la utilización de símbolos es un recurso consciente y eficazmente utilizado-, pero tiene otras funciones políticas fundamentales: organizar y extender la resistencia, mantenerse en campaña, cerca de la gente, haciendo notar las carencias y las fallas del gobierno y, muy importante, promoviendo la solución de los problemas mediante la autogestión. El impacto de los primeros viajes como presidente legítimo está asegurada. Recordemos que se trata de golpear fuerte y rápido, de privilegiar la contundencia sobre una hipotética acumulación de fuerzas.
Esta apuesta del todo por el todo es, sin duda, polémica, sobretodo cuando se aduce el riesgo de perder lo ganado y la necesidad de conservar la base social que le dio el mayor caudal de votos a la izquierda en su historia.
Pero lo cierto es que, tras la decisión prudente de 1988, de cualquier manera el movimiento y el partido que nació de él, el PRD, sufrió tal embestida mediática que acabó pagando el costo del desgaste y desprestigio público sin llegar a amenazar realmente al poder constituido. Por eso la decisión de poner en la balanza toda la fuerza, ahora que se tiene, es correcta, pues no hay ninguna garantía de que en un futuro, si volvemos a la normalidad, se mantenga. Ya es un logro que los dispuestos a dar la batalla no se desmovilicen y caigan en la desilusión y la impotencia.
Ahora, hay que poner en su justa dimensión los costos de la resistencia. Según una encuesta de Consulta Mitofsky1, Andrés Manuel López Obrador obtendría hoy el 33.8 por ciento de los votos, muy cercano al porcentaje que obtuvo en la elección. Es verdad que el rechazo crece, sobre todo en el norte del país, pero es indiscutible que mantiene una fuerza ya probada y decantada por el salvaje linchamiento mediático que ha sido objeto su dirigente. De hecho, la renovada saña e histeria con que lo atacan a todas horas es muestra de la desesperación que tienen por mermar considerablemente su fuerza y caer en la cuenta de que el artículo primero de su religión: “La televisión lo puede todo”, es falso.
Para quien quiera una prueba irrefutable del atraso político que padecemos los mexicanos que prenda la televisión. Televisa y TV Azteca son parte del fraude electoral y la lucha por el poder los obligó a quitarse la máscara de aperturistas y plurales. No hay cambio democrático posible sin una reforma en materia de medios de comunicación, lo que implica revertir la ley Televisa. Por eso es que conforme la resistencia civil ha dado pasos hacia delante, los ataques han arreciado y se han cerrado, casi absolutamente, a cualquier voz discordante. Regresamos a los tiempos de la unanimidad y la verdad oficial, del escarnio contra los opositores y de la confabulación de los medios masivos con el poder público para enfrentar al enemigo común, al que pone su enorme poder fáctico en cuestión y promueve una república de verdad.
Propiciar que el momento decisivo sea lo antes posible, alrededor de la toma de posesión, a finales del año y principios del siguiente, es finalmente elegir el escenario de la batalla, aunque es obvio que ésta no será fácil de ganar. Felipe Calderón está comprometido y responde a la coalición de grupos de interés que por mantener privilegios decidieron impedir a como diera lugar el triunfo de López Obrador. Darle salida al movimiento y transformar a México en una democracia sustancial es para ellos tirar a la basura lo que tanto trabajo les costó lograr. No es fácil imaginar a Televisa regresar al país que el Congreso comedidamente les entregó con las reformas a modo de la Ley Federal de Radio y Televisión. Tampoco es fácil imaginar a los que se frotan las manos, para hacer negocios en el sector energético y beneficiarse de una franca o encubierta privatización, renunciar a ello. Y así sucesivamente. Sin embargo, su pragmatismo les puede indicar, llegado el momento, que nada es más costoso para sus bolsillos que la incertidumbre política y la ingobernabilidad que pueden devenir en rebelión exitosa o, al menos, en caos amenazante.
A ese punto se ha llegado y todo por eludir el recuento de los votos. Esa era la salida más democrática, sencilla, razonable y barata a la crisis. Además, esa era una solución institucional y sin riesgos. En la cerrazón y autismo legaloide con la que mal escondieron la consigna a la que se sometieron los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación se condenó al país a una confrontación fatal entre la continuidad cínica de una democracia simulada o la ruptura refundadora. Nadie va dar marcha atrás y la solución posible solo podrá emerger, en el mejor de los casos, tras los saldos de las primeras jornadas decembrinas. Es posible que entonces Calderón se dé cuenta que o gobierna como dictador o simplemente no gobierna. Y en ese punto se podría vislumbrar una puerta de salida democrática y pacífica, deseable y posible, a la crisis política.
Es verdad que adivinos y oráculos están en desuso y que la historia toma caminos insospechados, pero también lo es que para incidir en ella hay que estar ahí y mover las fichas. Ignoró el desenlace de la audaz jugada de la Convención Nacional Democrática de 2006 y si, hipotéticamente, dieciocho años después, se volverá a reflexionar sobre cómo evitar cometer los mismos errores y no permitir que la derecha se robe la elección; pero me felicito de estar y asumir los riesgos que se están tomando para que eso no ocurra. La suerte está echada.
Revista Memoria