Hacienda induce una depresión
Revista Forum: Héctor Barragán Valencia
El gobierno mexicano finca toda esperanza de recuperación en un milagro: ningún país redujo su gasto público en lo más profundo de la recesión, excepto el de Felipe Calderón: restó cerca de un punto del PIB a la demanda agregada (85 mil millones de pesos); sólo su régimen recorta el gasto de inversión (orillando a la quiebra a los estados) cuando padecemos una de las tasas de desempleo abierto más altas de la historia reciente; sólo a su genial secretario de Hacienda se le ocurre proponer un incremento de impuestos en el presupuesto de 2010, y preferentemente al consumo (IVA a medicinas y alimentos, rubro, este último, al que la población destina 50% del ingreso, pues los salarios apenas dejan para comer) para impulsar el mercado interno.
Hasta la locura tiene su lógica: la austeridad en esta depresión (los mexicanos estamos abatidos porque no vemos salida) obedece a que las empresas calificadoras de deuda amenazan con quitar el grado de inversión a México, que mide la capacidad de pago del país y, por tanto, el riesgo en que incurren los acreedores al prestar dinero a México, de manera que a mayor riesgo, las tasas de interés son más altas.
Sin duda, no debe tomarse a la ligera la calidad crediticia, pero es válido preguntar, ¿quién califica? Nada menos que las empresas responsables de la megacrisis financiera mundial. ¿Cómo aceptar pasivamente estar en sus manos, luego del desastre que causaron?
Sin duda los mexicanos tenemos un gran problema: añejos lastres (descomunal deuda con los banqueros y descontrolado gasto corriente) y la incompetencia gubernamental nos obligan a enfrentar un faltante de 300 mil millones de pesos (alrededor de 3% del PIB) en el presupuesto para 2010. Para llenar este hueco, Hacienda propone más impuestos, austeridad y reordenar el gasto público. En épocas no críticas dichas medidas, si se hicieran bien, serían pertinentes, pero no en esta fase del ciclo económico. Hoy, la austeridad es la peor salida.
Reducir la demanda agregada sólo profundizará la crisis, la recuperación se alejará y será más lenta. No obstante, sí son factibles ahorros en el gasto corriente, como podría ser una reducción de al menos 50% de los salarios de funcionarios federales de primero y segundo nivel, así como de jueces, magistrados y legisladores. Estos recursos no se ahorrarían sino se utilizarán para inversión y desarrollo, es decir, el déficit de 300 mil millones de pesos seguiría ahí, pero se canalizaría a inversiones que se pagan solas, pues ayudarían a mejorar la competitividad del país y a preservar la estabilidad política: presas, carreteras, telecomunicaciones, educación, salud y desarrollo social. Si el faltante permanece, ¿cómo combatir la vulnerabilidad del país?
En este caso padeceremos la descalificación de las calificadoras. A ellas hay que enfrentarlas mediante reformas al sistema financiero: hacer un frente con otras naciones para quitarles su poder discrecional y arbitrario. Pero un logro de tal naturaleza no curaría mágicamente a una Hacienda Pública endeble y desorganizada: recauda 11% del PIB y sus gastos fijos -deuda y gasto programable- son de 15% del PIB, y nada queda para inversión y desarrollo. Habrá que fortalecer al fisco: eliminar paraísos fiscales (exenciones y consolidación fiscal: sólo por este concepto la recaudación aumentaría en 4 o 5 puntos del PIB, mucho más que por IVA a medicinas y alimentos), gravar a quien más gana, y fortalecer las atribuciones de estados y municipios.
También debe simplificarse el cobro de impuestos, hacer muy transparente y eficiente el gasto público, además de renegociar la fraudulenta deuda incurrida en el Fobaproa-IPAB. Con esta reforma, poco importaría la opinión de las calificadoras: la viabilidad del país mejoraría y, por tanto, la capacidad para pagar sus deudas. Los acreedores aceptarían de buena gana que México se endeudase si viesen que es viable el pago de sus pasivos. Y si las calificadoras endurecen condiciones (aún son un factor de poder ineludible), se puede recurrir a Washington y al FMI -con ese programa fiscal viable- y solicitarles garantías crediticias para evitar oleadas especulativas.
La disyuntiva del Congreso es convertir la crisis en depresión, como propone Hacienda, o reforma fiscal cuando finalice la recesión.
El gobierno mexicano finca toda esperanza de recuperación en un milagro: ningún país redujo su gasto público en lo más profundo de la recesión, excepto el de Felipe Calderón: restó cerca de un punto del PIB a la demanda agregada (85 mil millones de pesos); sólo su régimen recorta el gasto de inversión (orillando a la quiebra a los estados) cuando padecemos una de las tasas de desempleo abierto más altas de la historia reciente; sólo a su genial secretario de Hacienda se le ocurre proponer un incremento de impuestos en el presupuesto de 2010, y preferentemente al consumo (IVA a medicinas y alimentos, rubro, este último, al que la población destina 50% del ingreso, pues los salarios apenas dejan para comer) para impulsar el mercado interno.
Hasta la locura tiene su lógica: la austeridad en esta depresión (los mexicanos estamos abatidos porque no vemos salida) obedece a que las empresas calificadoras de deuda amenazan con quitar el grado de inversión a México, que mide la capacidad de pago del país y, por tanto, el riesgo en que incurren los acreedores al prestar dinero a México, de manera que a mayor riesgo, las tasas de interés son más altas.
Sin duda, no debe tomarse a la ligera la calidad crediticia, pero es válido preguntar, ¿quién califica? Nada menos que las empresas responsables de la megacrisis financiera mundial. ¿Cómo aceptar pasivamente estar en sus manos, luego del desastre que causaron?
Sin duda los mexicanos tenemos un gran problema: añejos lastres (descomunal deuda con los banqueros y descontrolado gasto corriente) y la incompetencia gubernamental nos obligan a enfrentar un faltante de 300 mil millones de pesos (alrededor de 3% del PIB) en el presupuesto para 2010. Para llenar este hueco, Hacienda propone más impuestos, austeridad y reordenar el gasto público. En épocas no críticas dichas medidas, si se hicieran bien, serían pertinentes, pero no en esta fase del ciclo económico. Hoy, la austeridad es la peor salida.
Reducir la demanda agregada sólo profundizará la crisis, la recuperación se alejará y será más lenta. No obstante, sí son factibles ahorros en el gasto corriente, como podría ser una reducción de al menos 50% de los salarios de funcionarios federales de primero y segundo nivel, así como de jueces, magistrados y legisladores. Estos recursos no se ahorrarían sino se utilizarán para inversión y desarrollo, es decir, el déficit de 300 mil millones de pesos seguiría ahí, pero se canalizaría a inversiones que se pagan solas, pues ayudarían a mejorar la competitividad del país y a preservar la estabilidad política: presas, carreteras, telecomunicaciones, educación, salud y desarrollo social. Si el faltante permanece, ¿cómo combatir la vulnerabilidad del país?
En este caso padeceremos la descalificación de las calificadoras. A ellas hay que enfrentarlas mediante reformas al sistema financiero: hacer un frente con otras naciones para quitarles su poder discrecional y arbitrario. Pero un logro de tal naturaleza no curaría mágicamente a una Hacienda Pública endeble y desorganizada: recauda 11% del PIB y sus gastos fijos -deuda y gasto programable- son de 15% del PIB, y nada queda para inversión y desarrollo. Habrá que fortalecer al fisco: eliminar paraísos fiscales (exenciones y consolidación fiscal: sólo por este concepto la recaudación aumentaría en 4 o 5 puntos del PIB, mucho más que por IVA a medicinas y alimentos), gravar a quien más gana, y fortalecer las atribuciones de estados y municipios.
También debe simplificarse el cobro de impuestos, hacer muy transparente y eficiente el gasto público, además de renegociar la fraudulenta deuda incurrida en el Fobaproa-IPAB. Con esta reforma, poco importaría la opinión de las calificadoras: la viabilidad del país mejoraría y, por tanto, la capacidad para pagar sus deudas. Los acreedores aceptarían de buena gana que México se endeudase si viesen que es viable el pago de sus pasivos. Y si las calificadoras endurecen condiciones (aún son un factor de poder ineludible), se puede recurrir a Washington y al FMI -con ese programa fiscal viable- y solicitarles garantías crediticias para evitar oleadas especulativas.
La disyuntiva del Congreso es convertir la crisis en depresión, como propone Hacienda, o reforma fiscal cuando finalice la recesión.