A lucrar que hay inseguridad
Alvaro Delgado
MEXICO, D.F., (apro).- “Napoleón decía que las guerras se ganan con tres cosas: dinero, dinero y dinero, así que, bueno, déjenlo como un mensaje subliminal”, aleccionó Felipe Calderón a un auditorio de empresarios alemanes, en un encuentro secreto celebrado el 14 de diciembre de 2005, en el salón Molino del Rey del hotel Camino Real, propiedad de su amigo Olegario Vázquez Raña.
Faltaba poco más de un mes del inicio formal de la contienda por la Presidencia de la República, que arrancó el 19 de enero de 2006, y esa reunión era una sola muestra de la robusta estrategia de Calderón para el acopio y uso de recursos económicos --legales e ilegales-- para imponerse en el cargo, en una suerte de fondo de inversión que anticipaba fabulosas ganancias.
Así fue: siguiendo el utilitarista apotegma de Napoleón, Calderón obtuvo de los magnates del país el suministro financiero para articular, desde todos los frentes --incluida la muy vigente connivencia con Elba Esther Gordillo y numerosos capos priistas--, una estrategia para ofrecerse como la única opción ante la barbarie populista y evitar que ocurriera… exactamente lo que está ocurriendo.
Y esto tiene enojados a sus patrocinadores.
Porque, salvo que algún lector o miembros del gobierno aporten datos en contrario, la realidad es exactamente la opuesta a la que ofreció Calderón en toda su campaña: aplicación de la ley sin privilegios, crecimiento económico robusto, generación de empleos, bajas tasas de interés, precios bajos y estables, y hasta el sencillo pago de impuestos (cuando exponía la complejidad para calcular los gravámenes recurría a un chistorete del corte de Capulina y decía que hasta Francisco Gil Díaz tenía que contratar a un contador para hacer su declaración de impuestos: Del chiste no se reía ni su vocero Maximiliano Cortázar).
Y están enojados los financieros del odio no porque les importe la suerte de la mitad de los 105 millones de mexicanos condenados a la pobreza, sino porque, como la tragedia de Sísifo, su vaticinio fue en contrario por segunda vez: como en 1994, cuando Roberto Hernández, el emblema de tráfico de influencias, presagió la crisis si no ganaba Ernesto Zedillo, al cabo del fraude electoral de 2006 se repite la historia.
La que fue una de las principales ofertas de Calderón, la seguridad pública, tampoco se ha materializado, sino en contrario: casi 5 mil muertos computados en menos de dos años, muchos de ellos policías, soldados y sobre todo civiles inocentes, mientras los capos reinan en amplios territorios y gozan de sus fortunas que se lavan en el sistema financiero sin ser molestados por sus socios del oficialismo.
Esto, por supuesto, no es posible ocultarlo ni con más gruesas capas de maquillaje que representa la onerosa propaganda gubernamental --la oficial y la oficiosa--, y afecta por igual a los que, legítimamente o víctimas del miedo, votaron por Calderón, y los que lo despreciarán para siempre por ser espurio.
Y esto, vale la insistencia, tiene enojados a los que sostienen a Calderón.
Porque ni con todas sus fortunas los magnates de México se libran del asedio del crimen, ya no sólo el que los despoja de bienes materiales, sino uno de los más deleznables: el que mata a la víctima desde la captura y la ceguera que le sucede: el secuestro.
En este espacio se ha detallado quiénes, de manera ilegal e impune, orquestaron en radio y televisión una campaña ilegal para favorecer a Calderón, a un costo próximo a los 200 millones de pesos, poquito menos de los 256 millones de pesos que ha gastado Petróleos Mexicanos (Pemex) entre marzo y julio para persuadir a la sociedad de que privatizar es la mejor opción para México, y también se ha descrito quiénes, haciendo uso de un derecho legítimo, le otorgaron dinero que quedó registrado en los informes que el Partido Acción Nacional (PAN) entregó a la autoridad electoral.
Uno de los financieros de Calderón fue Alejandro Martí García, padre de Fernando, el niño de 14 años de edad que un grupo de cobardes secuestró y asesinó, un episodio de vergüenza que, lamentablemente, ha reeditado el clima atroz que vivimos en los meses previos y posteriores a junio de 2004, cuando se celebró la marcha contra la inseguridad.
Ha vuelto ese ambiente de impotencia y furia, más que miedo, porque este crimen repugnante se cometió, no contra un infeliz anónimo en cualquier estado del país –como cotidianamente ocurre--, sino contra el hijo de un prominente empresario radicado en el Distrito Federal y con evidentes conexiones políticas al más alto nivel, incluyendo por supuesto a Calderón, como lo acredita no sólo el financiamiento de su campaña, sino la asistencia a la ceremonia religiosa posterior al asesinato.
Como parte de su conducta demagógica y oportunista, Calderón recicla su proclama del 5 de febrero, en Querétaro: firman un Acuerdo por la legalidad y la seguridad para hacer frente al crimen organizado.
Ya se verá: se trata de otro fraude, ya no el electoral, ni el de la ineptitud traducida en crisis en todos los ámbitos, sino el de la seguridad pública, su principal bandera desde que asumió, rodeado de la tropa, el cargo y que, en realidad, sólo fue un recurso propagandístico que tronó desde su concepción.
MEXICO, D.F., (apro).- “Napoleón decía que las guerras se ganan con tres cosas: dinero, dinero y dinero, así que, bueno, déjenlo como un mensaje subliminal”, aleccionó Felipe Calderón a un auditorio de empresarios alemanes, en un encuentro secreto celebrado el 14 de diciembre de 2005, en el salón Molino del Rey del hotel Camino Real, propiedad de su amigo Olegario Vázquez Raña.
Faltaba poco más de un mes del inicio formal de la contienda por la Presidencia de la República, que arrancó el 19 de enero de 2006, y esa reunión era una sola muestra de la robusta estrategia de Calderón para el acopio y uso de recursos económicos --legales e ilegales-- para imponerse en el cargo, en una suerte de fondo de inversión que anticipaba fabulosas ganancias.
Así fue: siguiendo el utilitarista apotegma de Napoleón, Calderón obtuvo de los magnates del país el suministro financiero para articular, desde todos los frentes --incluida la muy vigente connivencia con Elba Esther Gordillo y numerosos capos priistas--, una estrategia para ofrecerse como la única opción ante la barbarie populista y evitar que ocurriera… exactamente lo que está ocurriendo.
Y esto tiene enojados a sus patrocinadores.
Porque, salvo que algún lector o miembros del gobierno aporten datos en contrario, la realidad es exactamente la opuesta a la que ofreció Calderón en toda su campaña: aplicación de la ley sin privilegios, crecimiento económico robusto, generación de empleos, bajas tasas de interés, precios bajos y estables, y hasta el sencillo pago de impuestos (cuando exponía la complejidad para calcular los gravámenes recurría a un chistorete del corte de Capulina y decía que hasta Francisco Gil Díaz tenía que contratar a un contador para hacer su declaración de impuestos: Del chiste no se reía ni su vocero Maximiliano Cortázar).
Y están enojados los financieros del odio no porque les importe la suerte de la mitad de los 105 millones de mexicanos condenados a la pobreza, sino porque, como la tragedia de Sísifo, su vaticinio fue en contrario por segunda vez: como en 1994, cuando Roberto Hernández, el emblema de tráfico de influencias, presagió la crisis si no ganaba Ernesto Zedillo, al cabo del fraude electoral de 2006 se repite la historia.
La que fue una de las principales ofertas de Calderón, la seguridad pública, tampoco se ha materializado, sino en contrario: casi 5 mil muertos computados en menos de dos años, muchos de ellos policías, soldados y sobre todo civiles inocentes, mientras los capos reinan en amplios territorios y gozan de sus fortunas que se lavan en el sistema financiero sin ser molestados por sus socios del oficialismo.
Esto, por supuesto, no es posible ocultarlo ni con más gruesas capas de maquillaje que representa la onerosa propaganda gubernamental --la oficial y la oficiosa--, y afecta por igual a los que, legítimamente o víctimas del miedo, votaron por Calderón, y los que lo despreciarán para siempre por ser espurio.
Y esto, vale la insistencia, tiene enojados a los que sostienen a Calderón.
Porque ni con todas sus fortunas los magnates de México se libran del asedio del crimen, ya no sólo el que los despoja de bienes materiales, sino uno de los más deleznables: el que mata a la víctima desde la captura y la ceguera que le sucede: el secuestro.
En este espacio se ha detallado quiénes, de manera ilegal e impune, orquestaron en radio y televisión una campaña ilegal para favorecer a Calderón, a un costo próximo a los 200 millones de pesos, poquito menos de los 256 millones de pesos que ha gastado Petróleos Mexicanos (Pemex) entre marzo y julio para persuadir a la sociedad de que privatizar es la mejor opción para México, y también se ha descrito quiénes, haciendo uso de un derecho legítimo, le otorgaron dinero que quedó registrado en los informes que el Partido Acción Nacional (PAN) entregó a la autoridad electoral.
Uno de los financieros de Calderón fue Alejandro Martí García, padre de Fernando, el niño de 14 años de edad que un grupo de cobardes secuestró y asesinó, un episodio de vergüenza que, lamentablemente, ha reeditado el clima atroz que vivimos en los meses previos y posteriores a junio de 2004, cuando se celebró la marcha contra la inseguridad.
Ha vuelto ese ambiente de impotencia y furia, más que miedo, porque este crimen repugnante se cometió, no contra un infeliz anónimo en cualquier estado del país –como cotidianamente ocurre--, sino contra el hijo de un prominente empresario radicado en el Distrito Federal y con evidentes conexiones políticas al más alto nivel, incluyendo por supuesto a Calderón, como lo acredita no sólo el financiamiento de su campaña, sino la asistencia a la ceremonia religiosa posterior al asesinato.
Como parte de su conducta demagógica y oportunista, Calderón recicla su proclama del 5 de febrero, en Querétaro: firman un Acuerdo por la legalidad y la seguridad para hacer frente al crimen organizado.
Ya se verá: se trata de otro fraude, ya no el electoral, ni el de la ineptitud traducida en crisis en todos los ámbitos, sino el de la seguridad pública, su principal bandera desde que asumió, rodeado de la tropa, el cargo y que, en realidad, sólo fue un recurso propagandístico que tronó desde su concepción.