El marquesito y el tesoro del mar
Indice Político / Francisco Rodríguez
EL MONARCA PREGUNTÓ al que consideraba el más leal de sus súbditos, el favorito de la Corte, si querría acompañarlo en el duro trayecto de buscar un tesoro en las profundidades del mar.
-- Señor mío, me halagáis. Claro que acepto gustoso este gran honor que conferís al más humilde de todos vuestros siervos. Por vos dejaré la comodidad en la que se vive campechanamente en los marquesados de mi señor padre. Por vos sacrificaré a mi familia. Por vos dejaré estas 80 encomiendas que me pertenecen por derecho divino. ¿Qué no haré por vos, mi señor?
-- No os pido mucho. Sólo os demando lealtad. Y aunque se que en la difícil tarea de gobernar un reino como este hay que blandir muchas veces la espada con doble filo que es el disimulo, la falsedad y la apariencia yo os suplico que nunca os atreváis a mentirme. Que a mí siempre me habléis con verdad.
-- Jamás dudéis de mi señor. Sería incapaz de mentiros, pues se bien que así os sería desleal.
-- Y ya que os he pedido tal, mi noble y queridísimo amigo, y ya que os habéis comprometido a no engañarme, dime ahora si tenéis algún asunto pendiente con la justicia, o si hay por ahí alguna pintura de Goya o de Velásquez en el que aparezcáis recibiendo reales de oro de algún constructor de puentes levadizos, o acaso estampando vuestra rúbrica en algún contratillo con el que vuestras arcas patrimoniales hayan rebosado…
-- Perdonadme gran señor mío, pero jamás, jamás, he actuado al margen de la ley. Mi faz no ha sido captada en tan indeseables compañías y menos aún sonriendo nervioso para ocultar las talegas de metales preciosos entre los pliegues de mi capa. Y mi firma, señor, mi firma es ética y hasta estética, ¡vive Dios!
-- No os ofendáis. Si os lo pregunto es sólo para arreglar lo que haya que arreglar. Para borrar rastros. El cargo de Primer Ministro del reino ya es tuyo. Si os insisto no por dudar de ti. Tú que sois mi favorito en la Corte, vais a ser blanco de los bufones y de los juglares cuya maledicencia es proverbialmente conocida. No quiero que os lastimen con sus puyas e ironías. Por eso hay que desvanecer rastros, borrar huellas…
-- Os lo agradezco, mi señor. De verdad os lo aprecio. Pero confiad en mí. Nada hay en mi pasado que me avergüence.
-- ¿Seguro?
-- ¡Seguro, mi señor!
-- Y ahora que ambos estamos seguros de que no vais a ser blanco de las maledicencias públicas, de que los plebeyos enemigos de nuestra dinastía blanquiazul no podrán hincaros el diente ni desenrollar sus bífidas lenguas con comentarios sobre tu llegada a estos solares en las carabelas de los Reyes Católicos de España, ni mucho menos porque, como miembro de la Corte de Vicente I, mi antecesor, os hayas enriquecido ilegítimamente, ahora sí, ¡vamos juntos por ese tesoro escondido en las profundidades del mar!
-- Voy con vos, señor…
Colorín, colorado, este cuento ¿ha acabado?
EL MONARCA PREGUNTÓ al que consideraba el más leal de sus súbditos, el favorito de la Corte, si querría acompañarlo en el duro trayecto de buscar un tesoro en las profundidades del mar.
-- Señor mío, me halagáis. Claro que acepto gustoso este gran honor que conferís al más humilde de todos vuestros siervos. Por vos dejaré la comodidad en la que se vive campechanamente en los marquesados de mi señor padre. Por vos sacrificaré a mi familia. Por vos dejaré estas 80 encomiendas que me pertenecen por derecho divino. ¿Qué no haré por vos, mi señor?
-- No os pido mucho. Sólo os demando lealtad. Y aunque se que en la difícil tarea de gobernar un reino como este hay que blandir muchas veces la espada con doble filo que es el disimulo, la falsedad y la apariencia yo os suplico que nunca os atreváis a mentirme. Que a mí siempre me habléis con verdad.
-- Jamás dudéis de mi señor. Sería incapaz de mentiros, pues se bien que así os sería desleal.
-- Y ya que os he pedido tal, mi noble y queridísimo amigo, y ya que os habéis comprometido a no engañarme, dime ahora si tenéis algún asunto pendiente con la justicia, o si hay por ahí alguna pintura de Goya o de Velásquez en el que aparezcáis recibiendo reales de oro de algún constructor de puentes levadizos, o acaso estampando vuestra rúbrica en algún contratillo con el que vuestras arcas patrimoniales hayan rebosado…
-- Perdonadme gran señor mío, pero jamás, jamás, he actuado al margen de la ley. Mi faz no ha sido captada en tan indeseables compañías y menos aún sonriendo nervioso para ocultar las talegas de metales preciosos entre los pliegues de mi capa. Y mi firma, señor, mi firma es ética y hasta estética, ¡vive Dios!
-- No os ofendáis. Si os lo pregunto es sólo para arreglar lo que haya que arreglar. Para borrar rastros. El cargo de Primer Ministro del reino ya es tuyo. Si os insisto no por dudar de ti. Tú que sois mi favorito en la Corte, vais a ser blanco de los bufones y de los juglares cuya maledicencia es proverbialmente conocida. No quiero que os lastimen con sus puyas e ironías. Por eso hay que desvanecer rastros, borrar huellas…
-- Os lo agradezco, mi señor. De verdad os lo aprecio. Pero confiad en mí. Nada hay en mi pasado que me avergüence.
-- ¿Seguro?
-- ¡Seguro, mi señor!
-- Y ahora que ambos estamos seguros de que no vais a ser blanco de las maledicencias públicas, de que los plebeyos enemigos de nuestra dinastía blanquiazul no podrán hincaros el diente ni desenrollar sus bífidas lenguas con comentarios sobre tu llegada a estos solares en las carabelas de los Reyes Católicos de España, ni mucho menos porque, como miembro de la Corte de Vicente I, mi antecesor, os hayas enriquecido ilegítimamente, ahora sí, ¡vamos juntos por ese tesoro escondido en las profundidades del mar!
-- Voy con vos, señor…
Colorín, colorado, este cuento ¿ha acabado?