Españoles, acuérdense de 1939
La ayuda fue excepcional
Es un lugar común hablar de la ayuda mexicana a los vencidos de la Guerra Civil Española a partir de 1939. Parte esencial de lo que podríamos llamar la “visión de esos vencidos” lo es su gratitud hacia el gobierno de México y también hacia ese gran sector de la sociedad mexicana que los recibió con los brazos bien abiertos.
No está de más recordar que el caso de México fue excepcional: desde la ayuda al Ejército republicano —defensor del gobierno legal y democráticamente constituido—, luego la declaratoria —reconocida por el gobierno de Vichy, a pesar de su abyecta colaboración con los nazis— que puso a los exiliados bajo la protección de la bandera mexicana, después la apertura de puertas —cuando todas las demás se cerraban ante el temor de que los alemanes ganaran la Segunda Guerra Mundial— y, finalmente, las facilidades para que los refugiados se desenvolvieran en México como mejor les pluguiera. ¿Cuántas decenas de miles de españoles salvaron sus vidas o, al menos, se liberaron de penalidades inauditas gracias a esta actitud de los mexicanos?
Pues bien, ¿no podríamos esperar un trato oficial un poco más afectuoso por parte de los españoles a estas alturas de la vida? Siendo los latinoamericanos que menos acudimos a España en pos de trabajo y quienes más vamos como turistas a dejar buenos pesos, ¿por qué se nos aplican tantas restricciones? Son ya varios los casos de jóvenes rechazados en su intento de vacacionar ahí, por no llevar, a criterio del “guardia civil” que funge como aduanero, el dinero suficiente.
Lograr una prórroga de la estancia, aun cuando se demuestre de manera palmaria que se poseen suficientes recursos para ello, se convierte en un calvario. Más aún, el permiso para contraer matrimonio puede requerir un año o más de trámites, siempre y cuando se cuente con la ayuda de un “gestor” (que es el nombre que reciben en ese país los coyotes con patente), sin el cual resulta imposible que tales diligencias avancen en los vericuetos de aquella burocracia concebida en sus orígenes por Felipe II y que le da “diez y las malas” a la de cualquier otro país latino.
Lógico es suponer que tantas complicaciones alimentan la tendencia a “irse por la libre” y, de plano, vivir en la clandestinidad.
Curioso resulta, decía un buen amigo y conocedor del tema, que quienes llegan procedentes de Africa navegando en condiciones más que lamentables y, siendo vistos o no, logran tocar tierra española, gocen de mejor recibimiento que los mexicanos.
Es un lugar común hablar de la ayuda mexicana a los vencidos de la Guerra Civil Española a partir de 1939. Parte esencial de lo que podríamos llamar la “visión de esos vencidos” lo es su gratitud hacia el gobierno de México y también hacia ese gran sector de la sociedad mexicana que los recibió con los brazos bien abiertos.
No está de más recordar que el caso de México fue excepcional: desde la ayuda al Ejército republicano —defensor del gobierno legal y democráticamente constituido—, luego la declaratoria —reconocida por el gobierno de Vichy, a pesar de su abyecta colaboración con los nazis— que puso a los exiliados bajo la protección de la bandera mexicana, después la apertura de puertas —cuando todas las demás se cerraban ante el temor de que los alemanes ganaran la Segunda Guerra Mundial— y, finalmente, las facilidades para que los refugiados se desenvolvieran en México como mejor les pluguiera. ¿Cuántas decenas de miles de españoles salvaron sus vidas o, al menos, se liberaron de penalidades inauditas gracias a esta actitud de los mexicanos?
Pues bien, ¿no podríamos esperar un trato oficial un poco más afectuoso por parte de los españoles a estas alturas de la vida? Siendo los latinoamericanos que menos acudimos a España en pos de trabajo y quienes más vamos como turistas a dejar buenos pesos, ¿por qué se nos aplican tantas restricciones? Son ya varios los casos de jóvenes rechazados en su intento de vacacionar ahí, por no llevar, a criterio del “guardia civil” que funge como aduanero, el dinero suficiente.
Lograr una prórroga de la estancia, aun cuando se demuestre de manera palmaria que se poseen suficientes recursos para ello, se convierte en un calvario. Más aún, el permiso para contraer matrimonio puede requerir un año o más de trámites, siempre y cuando se cuente con la ayuda de un “gestor” (que es el nombre que reciben en ese país los coyotes con patente), sin el cual resulta imposible que tales diligencias avancen en los vericuetos de aquella burocracia concebida en sus orígenes por Felipe II y que le da “diez y las malas” a la de cualquier otro país latino.
Lógico es suponer que tantas complicaciones alimentan la tendencia a “irse por la libre” y, de plano, vivir en la clandestinidad.
Curioso resulta, decía un buen amigo y conocedor del tema, que quienes llegan procedentes de Africa navegando en condiciones más que lamentables y, siendo vistos o no, logran tocar tierra española, gocen de mejor recibimiento que los mexicanos.