UN PANORAMA DESOLADOR EN MEXICO
Héctor Barragán Valencia
El panorama político y económico de México parece harto complejo. La campaña contra el narco arroja resultados ambiguos; el terrorismo abre un nuevo frente; Oaxaca está en punto de ebullición; los empresarios dan la espalda al Gobierno de Calderón; Pemex está en aprietos; el desempleo mantiene su tendencia ascendente; la crisis inmobiliaria en Estados Unidos amenaza al sistema financiero y, de modo colateral, frena el flujo de remesas y la demanda de inmigrantes; la especulación en la Bolsa Mexicana de Valores es alarmante...
Ante este inquietante escenario, ¿qué hace la clase política? A los dirigentes de los partidos políticos de oposición no los conmueve la magnitud de los problemas de la nación. Parecen frotarse las manos ante la crisis que amenaza al Gobierno federal, quizá más por efecto de su paralizante división interna que de una estrategia de lucha. Y el partido en el Gobierno está enfrascado en una feroz disputa intestina. Nadie vela por el interés general, aun a sabiendas de que en caso de un colapso del régimen político solamente habría perdedores.
En el sector empresarial la mezquindad es igualmente proverbial. Empecinado en conservar sus nimios privilegios –que más temprano que tarde se esfumarán–, pretende ignorar su papel contractual: Tributar a cambio de seguridad, como bien lo formuló Freud. Obstinado en eludir al fisco, cierra los ojos a la realidad: Desbordamiento del crimen, en buena parte por causa de la falta de oportunidades; efervescencia social; deficiente infraestructura física y educativa, y despiadada competencia económica global. ¿Cómo preservar el capital a largo plazo si socava las condiciones que hacen posible su acumulación?
¿Tendremos que padecer una crisis sistémica para que reaccionen las elites política y empresarial? Por desgracia así parece.
Son tan poderosos los intereses económicos y políticos a favor de preservar el status quo, que quizá sólo una crisis rompa este equilibrio perverso. Los chinos suelen ver las crisis como oportunidad, no como calamidad ni mucho menos catástrofe. Ojalá sea el caso de México, aunque la frágil democracia y débil estructura institucional hacen pensar en un escenario menos benévolo. Con tan encontrados intereses, tanta confusión y ningún proyecto político visionario que pueda aglutinar a los mexicanos, los augurios son poco alentadores.
¿Podemos cifrar las esperanzas de cambio en una ruptura del sistema? No debiera ser. Sin embargo, cuando la política degenera en politiquería y cierra el espacio al diálogo, al acuerdo y entendimiento, aunque no se desee ese desenlace, hacia allá apuntan las tendencias. Lo más perturbador es que si h! oy no logramos el acuerdo y el entendimiento, pese a que disfrutamos de paz y de instituciones, así sean frágiles y deficientes, en un contexto de crisis los peligros serían mayores y el vértigo de la ruptura podría arrojarnos al precipicio.
Sólo queda apelar al instinto de supervivencia de las clases dirigentes del país, pues ya vimos que es imposible invocar su generosidad y grandeza, porque simplemente no las hay. Y la única receta es negociar sin pretender todo o nada. Estamos a tiempo de evitar mayores e innecesarios sufrimientos, que sin duda golpearán más al que menos tiene, pero también socavarán a los privilegiados.