PLAZA PUBLICA

El modo de festejar desde el poder el primero de mayo marca con claridad el tránsito de la relación del Presidente y los sindicatos, desde la época en que esta fecha servía para la apoteosis presidencial hasta el día de hoy, en que el Ejecutivo ha preferido ausentarse de la celebración obrera.
Aunque no faltaron nunca tentativas de independencia sindical y, en consecuencia, respuesta represiva gubernamental, el primero de mayo servía para el endiosamiento del “primer obrero de la patria”, como se llamaba al Presidente, ante el cual desfilaban las agrupaciones sindicales sujetas al control gubernamental. Quizá el último Día del Trabajo con esas características lo vivió José López Portillo, que ya en la crisis del final de su sexenio tuvo un alivio en esa fecha, pues el desfile obrero fue “concurrido, alegre, discreto, considerado, elegantemente considerado conmigo. De agradecer al movimiento obrero organizado su comprensión y solidaridad”.
A partir del año siguiente, sin embargo, la política oficial contraria a las necesidades de los asalariados y la paulatina pérdida del control sindical por las centrales mayoritarias, se combinaron para hacer que el desfile se convirtiera en motivo de preocupación y no de júbilo para el Presidente, en torno del cual giraba la celebración. En 1983 hubo violencia entre la disidencia magisterial y los porros de Carlos Jongitud, que trivialmente fue caracterizada así por Miguel de la Madrid: “Los dos grupos venían preparados para los golpes: armados con reatas y palos. Inevitablemente se dieron sus buenos golpes”. Y de allí arrancó para exponer la teoría de la conspiración que suele afectar la mente presidencial: “Para mí lo importante es que las fuerzas del orden público no hayan participado en este zafarrancho, porque sé que me andan buscando, que quieren encontrarme con uno o varios muertitos. Con el desfile les demostré que no voy a caer en su provocación”.
En 1984 la violencia no se dio entre desfilantes, sino que se expresó con “las dos bombas molotov y la bomba de humo lanzadas contra el Palacio Nacional que causaron quemaduras a varias personas”. El episodio hizo pensar a De la Madrid para el próximo desfile: “Tendremos que reconsiderar las medidas de seguridad. Habrá que ver si se le impide el paso a esta gente o si conviene infiltrar dichas fuerzas con grupos policiacos. El peligro está en que esos grupos extremistas podrían provocar violencia entre los trabajadores, agresiones a quienes se encuentran en Palacio Nacional o bien la reacción excesiva de las fuerzas de orden público”.
Se eligió la primera vía: cancelar el acceso a “esa gente” libre del control oficial a la que, cuando más, se permitía entrar en el Zócalo una vez concluida la epifanía presidencial, y al cabo de las propias manifestaciones del sindicalismo independiente. Así, con ese criterio excluyente y timorato se conservó la apariencia de la unidad sindical (que no era cierta ya ni siquiera en el Congreso del Trabajo) y de la adhesión del “movimiento obrero organizado” al Presidente. Salinas fue el último jefe de Estado que disfrutó a plenitud esa ficción en el balcón central del Palacio.
Zedillo prefirió llevar la celebración bajo techo, al Teatro Ferrocarrilero, en 1995. Al año siguiente la simbiosis entre líderes y Presidente se mostró de nuevo al aire libre pero en el coto de la explanada del Congreso del Trabajo. Y en el Auditorio Nacional, otra vez encerrados los participantes, en 1997, ocasión que me permití entonces llamar “lúgubre festejo”. En la segunda mitad de su sexenio Zedillo volvió al Zócalo, pero en actos breves, concluidos cuanto antes mejor. Y es que la Plaza de la Constitución era cada vez más requerida, y lograda, para su propia expresión por fuerzas crecientes y gradualmente ajenas o distantes del sindicalismo oficial, que perdió para siempre la exclusividad de ese espacio físico e histórico.
Aunque en buena lógica Vicente Fox hubiera debido si no romper sí alejarse del corporativismo sindical, y en vez de ello se arrojó en sus brazos, no acudió nunca al Zócalo. Lo impidió la experiencia inicial, escenificada en el Museo Nacional al de Antropología. Allí, incapaces de mantener control ni siquiera en segmentos escogidos, o dolosamente ansiosos de hacer conocer sus alcances al nuevo mandatario, los líderes no evitaron que el flamante Presidente, su amigo, fuera abucheado. De allí que en los cinco años siguientes se prefiriera la plena seguridad de que nada anómalo ocurriera y se festejara el Día del Trabajo en Los Pinos, bajo rigurosas medidas de seguridad y sin que se deslizara nadie que no debiera estar allí, como en una fiesta privada se evita a los colados. En esas reuniones palaciegas nadie desentonaba, no había discrepancia alguna, porque se reunían en familia los promotores de la nueva cultura obrera: los líderes cetemistas y el antiguo dirigente patronal, convertido en secretario del Trabajo
Calderón ha ido más allá. Decidió no figurar para nada en el desfile obrero. Ni ir al Zócalo ni invitar a los líderes a su nueva casa. Justifica su actitud en una noción cierta: el festejo del primero de mayo corresponde a los trabajadores, no al Gobierno. Pero esa noción se aplica sólo al fasto de esta fecha. Calderón hereda, y se beneficia de ellos, los lazos de Fox con el antiguo y torvo sindicalismo (liderado por Víctor Flores, Joaquín Gamboa y Carlos Romero Deschamps) y el nuevo corporativismo gremial teñido de azul y blanco.