PASION Y MANO DURA CONTRA MEXICO
El segundo gobierno “del cambio”, armado de “pasión y mano dura”, se lanzó a las calles a meter orden y sólo logró demostrar que la cucaracha sí puede caminar
Arturo Cano
Desmecatados e impunes, los sicarios del narcotráfico hacen de las suyas en el país de quien como candidato ofreció “pasión y mano dura”. Pero no hay que ser pichicatos. Felipe Calderón ha sido cumplidor. El problema es que cuando el índice de la mano dura oprime un sitio las purulencias brotan en otra parte de la ya muy lastimada geografía nacional (¿no se suponía, por ejemplo, que Aguascalientes era un paraíso de seguridad pública?).
Es más, a veces las purulencias se resisten al dedo duro y brotan en su mismísima presencia, como ocurrió hace pocas semanas en Tijuana, Baja California, donde luego de tres meses de operativo, un grupo de sicarios se dio el lujo de intentar el rescate de uno de sus integrantes, herido y apenas internado en el hospital general. Y eso que desde enero Tijuana está llena de retenes y de tres mil elementos del Ejército nacional, la Agencia Federal de Investigaciones y la Policía Federal Preventiva.
En la ciudad fronteriza, sin embargo, hay muchos muy contentos con la mano dura ordenada desde la Presidencia de la República. “Hay decisión, a diferencia del sexenio anterior”, dice Alberto Capella, cabeza del Consejo Ciudadano de Seguridad Pública, un organismo ciudadano que lo mismo ha criticado las (in) acciones del ex alcalde priísta Jorge Hank Rohn que las del gobernador panista Eugenio Elorduy.
Ciertamente, como dijera el incansable jinete de Guanajuato, durante el sexenio anterior la fuerza pública fue escasamente utilizada por temor al qué dirán (así les fue en Atenco, sobre todo a las víctimas, cuando la usaron). Para diferenciarse del conferencista del Rancho San Cristóbal, Felipe Calderón anunció sus operativos antidelincuencia a los 11 días de ocupar la silla del vaquero Vicente. Y comenzó por el estado que lo vio nacer, Michoacán. Se ganó, de entrada, los aplausos de las fuerzas vivas y la sonrisa del gobernador Lázaro Cárdenas Batel. Con el paso de los días, la “mano dura” se fue extendiendo a otros puntos de la geografía nacional.
Los resultados iniciales, sin embargo, muy pronto se desvanecieron en un regreso de la violencia delincuencial, a todo galope y con más energía que antes. Esos jinetes no son como el Alto Vacío.
A los estados de narcoviolencia “tradicional” se sumaron otros y la guerra entre los cárteles del Golfo y de Sinaloa arreció en entidades como Veracruz, Guerrero, Nuevo León, Tabasco. El efecto cucaracha, le llaman.
Y la cucaracha, o los cientos de cucarachas que sí pueden caminar, son cada vez más crueles. Cada día conocemos de nuevos crímenes practicados con mayor saña y ahora incluso difundidos en video o en internet.
Las autoridades y los expertos coinciden en que las bandas criminales buscan ahora no sólo enviarse mensajes, sino crear un clima de zozobra social y una percepción de debilidad gubernamental.
Los operativos buscaban enviar un mensaje de fuerza y han resultado simplemente en un reacomodo geográfico de la violencia, en el crecimiento del malestar en el Ejército por su utilización en tareas policiacas y en muy pocos logros reales (algunas detenciones, el millonario decomiso de más de 200 millones de dólares en Las Lomas).
Los aparatosos despliegues no han evitado que en los primeros tres meses del año se hayan sumado 700 personas a la lista de narcoejecutados (contra 480 del mismo periodo de 2006). Sin novedad en el frente, en realidad. La “era del cambio” ha sido pródiga en violencia criminal. De 2001 a los primeros meses de 2007 se calcula que en México se han registrado más de nueve mil 500 ejecuciones del narcotráfico. Dicho de otro modo, siete muertos por día.
Las listas han sido recopiladas por medios de comunicación y diputados opositores, no otra cosa sino una bola de exagerados, y además desatentos. Les bastaría haber escuchado a Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública Federal, quien hace unas semanas compareció ante legisladores y se negó a dar una cifra actualizada de las narcoejecuciones. Aunque de que la tiene no hay duda, pues aseguró que el asunto no es tan grave, puesto que los crímenes relacionados con el narcotráfico representan solamente “0.2 por ciento de los homicidios dolosos en el país”.
Mucho ruido para tan pocos muertos, pues.
Estamos hartos de la realidad, queremos más promesas
Aunque ha querido seguir los pasos de su admirado José María Aznar, el inquilino de Los Pinos sigue demostrando que los panistas no han hallado su propia ruta de gobierno. O quizá sí. Alguna vez, Felipe Calderón, al hablar del atraso político mexicano, reconoció que todos aquí llevamos dentro un “pequeño priísta”. El suyo debe ser Carlos Salinas, si nos atenemos al empeño calderonista de lograr la “legitimidad en el ejercicio” –concedida por el PAN a Salinas luego de unos meses de consideralo “ilegítimo-, o ya de perdis de presentar sus primeros días de gobierno como el arranque esplendoroso de la refundación del país.
Pero de Salinas, Calderón sólo ha tenido, en sus primeros meses, la campaña de autopromoción, la costosa publicidad a la manera de su antecesor. Se trata, como define Carlos Monsiváis, de un proyecto demagógico “demasiado sustentado no en acciones sino en gestos autoritarios”. ¿No son eso sus continuas apariciones en medio de uniformes y el uso mismo de uno?
Una lucha de largo plazo, como lo es la que debe emprenderse contra las mafias del narcotráfico, no puede sustentarse en golpes de efecto, como se ha hecho hasta ahora. Recuérdese que el antecesor de Calderón, Vicente Fox, prometió “limpiar” Tijuana en seis meses.
La única batalla que Calderón ha ganado hasta ahora es la de la popularidad, al menos si nos atenemos al juicio de algunas encuestadoras y de diarios como The New York Times. El rotativo sostuvo recientemente que la campaña calderonista contra la delincuencia ha demostrado ser es “ineficaz en su mayor parte” y que sus promesas de reformas no han cobrado forma.
Sin embargo, el mandatario mexicano ha registrado un aumento en su popularidad y se ha “ganado” a ciudadanos que no votaron por él, aunque no ha podido ganar terreno entre quienes sufragaron por Andrés Manuel López Obrador.
Según una evaluación de Consulta Mitofsky, el desempeño de Calderón era desaprobado por 38.6 por ciento de los ciudadanos en enero pasado (y aprobado por 56 por ciento). Dos meses más tarde, en marzo, la aprobación era de 65 contra 31 por ciento.
¿Son números buenos o malos? Pues depende. Calderón está lejos no sólo de los niveles de aprobación que tenía Vicente Fox al principio de su mandato, sino también de los gobernadores y el jefe de Gobierno del Distrito Federal. Los mandatarios locales, ciertamente, registran una aprobación de casi 72 por ciento y una desaprobación de sólo 16 puntos.
Los mismos encuestadores reconocen, no obstante, que la aprobación actual tiene mucho que ver con las expectativas que genera Calderón, porque se le ve como alguien decidido a “tomar decisiones” y no con promesas cumplidas. En otras palabras, hartos de la realidad, de la inseguridad, de los bolsillos vacíos, los mexicanos queremos más promesas.
Con todo, y a pesar de los efectistas operativos, la inseguridad y la delincuencia pasaron a ocupar el primer lugar, según el estudio referido, entre las preocupaciones de los mexicanos, apenas una pizca arriba de la economía. El tercer lugar, entre las preocupaciones nacionales, lo ocupa el desempleo.
Sí, en los primeros meses del “presidente del empleo” y la “mano firme”.