TODA MUJER ES LIBRE DE DECIDIR SOBRE SU CUERPO, NADIE PUEDE DECIDIR POR ELLA
PE Por Esto
Por Rodolfo Echeverría Ruiz
Ninguna mujer aborta por gusto. No lo hace si disfruta un embarazo sano y feliz, esperanzador y acompañado. En todos los casos el aborto es salida mala y triste: adquiere dimensiones peores cuando, en las condiciones jurídicas actuales, se le considera conducta punible.
Despenalizado o no, la inmensa mayoría de las mujeres orilladas a semejante trance dará el trágico paso cuando con mayor virulencia arremetan contra ellas la soledad y la crisis emocional o económica o laboral o familiar o de pareja o todas ellas juntas y potenciadas. Quien se somete a cirugía tan extrema transgrede hoy disposiciones expresas del Código Penal y se ubica en el supuesto condicionante de una grave sanción. Léase así: será una delincuente.
Si no deseamos los abortos tampoco queremos a mujeres infectadas, afectadas o muertas a consecuencia de la práctica insalubre de cientos de miles de manipulaciones clandestinas. No sólo son ilegales: también resultan onerosas y causan corrupciones inverosímiles.
Un Estado democrático opta por prevenir los embarazos no deseados y establece, en consecuencia, políticas públicas encaminadas a educar e informar a niñas y niños, a jóvenes y a todas las personas instaladas en las edades aptas para la reproducción, acerca de prácticas higiénicas creadas por la ciencia y las técnicas puestas al servicio del desarrollo humano. Necesitamos mujeres informadas y libres, responsables de su sexualidad y comprometidas con su maternidad deseada.
Ni el Estado ni sus leyes podrían forzar a mujer alguna a someterse o no a un aborto. Polémica como es, la iniciativa presentada reafirma derechos de las mujeres y crea otros nuevos. Son ellas, no los profesionales de la medicina o los del derecho --o los curas-- quienes, dentro de la legalidad, deben tomar tan compleja decisión.
En países donde se ha legislado en torno del asunto, el aborto está normado, rigurosamente reglamentado. Sus causales son claras y nadie puede evadirlas en el tobogán de la indiscriminada práctica de abortos carentes de control legal. Al normarlos y vigilarlos, las sociedades avanzadas los legalizan o los despenalizan bajo seguras circunstancias de estricta atención médica institucional.
Veámoslo de otro modo: si se multiplicaran los impedimentos y se aumentaran las penalidades, de todas maneras no descendería el número de los ejercidos al año en nuestro país (800 mil). Continuarían perpetrándose de manera insalubre, clandestina
y, por consiguiente, mortal. Se trata de abrir opciones y propiciar respuestas legales como resultado de la concreción de una filosofía estatal comprometida con las libertades y los derechos consustanciales a todo proceso democrático en expansión.
No se sostiene el argumento de quienes consideran la despenalización del aborto como inaceptable medida encaminada a incrementar las diversas prácticas del llamado control natal. La tasa demográfica tiende a disminuir cuando se integran las mujeres a la educación y al trabajo, a la política y a la cultura, a la gestión de sus propias vidas.
La Ley Fundamental otorga a los mexicanos, entre otros muchos, los derechos a la salud, a la información y a determinar el número y el espaciamiento de sus hijos. Concretemos. Huyamos de las abstracciones: la despenalización del aborto es consecuencia inevitable del ejercicio pleno de esos derechos constitucionales. Trasladado a la vida cotidiana, el derecho a la información supone dar a las mujeres la posibilidad de decidir de manera documentada y con plena asistencia médica legal.
El Estado no puede ni debe injerirse en el mundo, íntimo e intocable como es, de las convicciones religiosas, las creencias o las decisiones personales. Se trata --y éste sí es asunto del Estado-- de un problema de salud pública y de justicia social.
Evoco un caso memorable: en Francia, nación integrada por abrumadora mayoría de católicos, el presidente Giscard d'Estaing, católico ferviente él mismo, se negó a opinar siquiera --no obstante las abiertas e insistentes presiones vaticanas-- acerca del proyecto de la ministra de Salud, Simone Veil, dirigido a despenalizar el aborto en aquel país de larga tradición democrática. La Asamblea de la República aprobó la reforma propuesta en 1974. El Ejecutivo la aceptó. Era una decisión legítima tomada en el seno de la instancia representativa del pueblo francés.
Del genocidio teratológico ocurrido en Ruanda durante sólo unos cuantos meses de 1994, traigo a nuestra memoria estremecida los siguientes datos. La entonces dominante etnia de los hutus exterminó a casi 15% de la población del país perteneciente a la de los tutsis, minoría atrozmente destruida: 800 mil personas fueron asesinadas a machetazos y a palos. A la hecatombe sobrevivieron 20 mil mujeres. Fueron salvaje, sistemática, colectivamente violadas. La inmensa mayoría de ellas quedó embarazada y enferma de Sida. Investigadores y especialistas nacionales e internacionales han descrito "el infinito y confuso dolor que (a esas mujeres) les causa la mera existencia de sus hijos". Los escasos y profundamente resentidos tutsis vivos hoy, odian --tal es la palabra-- de manera encarnizada a esos seres producto de tan sanguinarias violaciones perpetradas por el envenenado grupo enemigo. Las niñas y los niños deambulan desnutridos y analfabetos. Rechazados de modo violento por el exiguo resto de su propio grupo racial, viven --¿viven?-- condenados, de manera inexorable, a una existencia infrahumana. Extraiga, lector, sus conclusiones.
La inmensa felicidad de un embarazo bienvenido es directamente proporcional a la inmensa infelicidad y desdicha que irrumpen cuando no se le desea. Nada es tan desolador como el nacimiento de un niño no querido. Las fecundaciones carentes del alegre consentimiento materno predestinan a hijos rechazados, niños maltratados, sicópatas en potencia...
Una de las responsabilidades primordiales de los legisladores consiste en garantizar y expandir los derechos de las mujeres otorgándoles libertad --este caso es buen ejemplo de ello-- para decidir con apego a la ley. El Estado no puede ni debe pronunciarse en favor del aborto, pero tampoco debe ni puede castigar a la mujer, dueña de su cuerpo, cuando toma una decisión vinculada a su intransferible destino personal.
Si yo formara parte de la Asamblea Legislativa de nuestra ciudad votaría en favor del dictamen aprobatorio de las reformas destinadas a despenalizar el aborto y a consolidar la nómina de las libertades femeninas, aunque falte, como falta en verdad, un largo trecho en el inacabable camino de la completa manumisión de las mujeres mexicanas.