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miércoles, 21 de febrero de 2007

DESAFIO

Diario Libertad: Rafael Loret de Mola

*Gobernadores Acotados
*Autonomía sin Dineros
*Servidores por Oficio

Van y vienen reformas, nuevas iniciativas y discursos clamorosos sobre la “soberanía” de las entidades federativas sin que, de verdad, éstas sean capaces de normar su propio destino, tantas veces ligado al capricho e incluso la militancia partidista de sus gobernados. Para colmo, la absorción de recursos, por parte del gobierno federal, eleva las dependencias y obliga a los mandatarios estatales a desempeñar el permanente papel de cortesanos dentro de la nueva aristocracia mexicana en la que cada uno de los personajes más connotados se considera un verdadero santón intocable.

Desde una observación ligera y frívola, muchas veces se concluye que el norte subvenciona al sur porque es allí, gracias a la industrialización más desarrollada, en donde se captan los mayores recursos. El alegato, sobre todo desde la pujante Nuevo León en donde las singularidades extreman la autonomía, desemboca en un reclamo para elevar las participaciones del centro de acuerdo a la capacidad de cada estado por generar riqueza. Sin embargo, con frecuencia se soslaya que son algunas regiones del sur, como la entrañable Campeche, las proveedoras del oro negro con el cual han podido sostenerse todos los espejismos financieros: de dejarse la parte sustantiva de lo recadado allí, no habría necesidad de esperar las “generosas” derramas del gobierno federal.

El hecho es que la decantada “autonomía”, ya no soberanía –el poder que no reconoce a ningún otro, concepto ajeno al de los estados federales sometidos a la Constitución General de la República y por ende supeditados a ella como fuente originaria del mando territorial-, no tiene más sustento que el teórico. Y lo grave es que, a través de los sexenios, cada presidente de la República atiza la hoguera del federalismo sin modificar sustantivamente las formas y prácticas que atan a los estados a la dependencia de un gobierno central que lo dispone todo.

Al triunfo de la primera alternancia, no pocos se plantearon que tal marcaría el fin de esta viciada correlación porque, por ejemplo, los gobernadores de extracción priísta ya no guardarían la acostumbrada reverencia institucional hacia la figura de un presidente proveniente de un partido distinto, el de la derecha con esquemáticos y sectarios acentos. De hecho, en un principio, los deslindes fueron frecuentes si bien, al demostrarse la continuidad de los proyectos, el modelo permaneció inalterable.

Recuerdo, como muestra, un curioso episodio. Andrés Manuel López Obrador, en funciones de jefe de gobierno del Distrito Federal, mantuvo sobre su mesa de trabajo, durante meses, un folleto sobre las “realizaciones” del chiapaneco Pablo Salazar Mendiguchía, escindido del PRI para encabezar una coalición multipartidista que incluyó los apoyos del PRD y el PAN. Y solía señalar hacia la contraportada del mismo, en donde se apreciaba una imagen de Salazar al lado de un Fox complaciente y con rostro de conmiseración, para subrayar:

--Este canijo (Pablo) sólo piensa en quedar bien con el “grandote”.

Puntualizaba así que la fidelidad era hacia el detentador del poder central del que tanto dependía y no respecto a posibles afinidades ideológicas. Y tal sucedía, repito, a la vera de loa que era vista entonces como la tercera opción política para México. Es obvio que los priístas eran más propensos a la asfixia central por deformación atávica.

Debate

Cuando, en serio, se intente implementar una reforma integral del Estado mexicano, será necesario revisar la antigua controversia entre centralismo y federalismo sólo ganada por éste en cuanto a los pronunciamientos retóricos, no así en los hechos. Podría comenzarse, por ejemplo, con la exaltación del Distrito Federal como el estado número treinta y dos del país con el argumento de que así los defeños cesarían como ciudadanos de segunda y podrían optar por tener un Congreso, no una mera Asamblea Legislativa, recuperando el extraviado carácter de “soberano”, más bien de autónomo, en paridad con los otros treinta y uno.

Hay, naturalmente, un “pero”. La propuesta anterior fue reanimada por el perredista Marcelo Ebrard Casaubón quien no reconoce la legitimidad del “primer mandatario” guardando su fidelidad hacia el abanderado de una izquierda que no resuelve la conflictiva de mantenerse en resistencia y, al mismo tiempo, proceder con todos los formalismos institucionales dentro de las Cámaras. Los absurdos van ganando la partida. El “pero” tiene que ver con finanzas y deudas: como los rezagos del gobierno defeño son enormes, nada sería más “oportuno” que endosárselos al gobierno federal puesto que se contrajeron cuando éste mantenía controles sobre la capital del país, la sede precisamente de los poderes federales. Es, en el fondo, una cuestión de carácter económico y no sólo político; una trampa, si se quiere, para exhibir la ingenuidad de la nueva clase política... si cae, desde luego, en el garlito.

Por otra parte, la “soberanía” de los estados no ha sido suficiente, hasta hoy, para asegurar la autarquía –esto es la autonomía en materia de recursos, productos y bienes de consumo básico-, de los mismos y la consiguiente correlación sana con otros niveles de gobierno. Por eso la senda debe comenzar por asegurar la “autonomía” real sin que ello implique, como en España, afanes segrecionistas o exaltaciones trasnochadas de localismos.

El desafío, por supuesto, es formidable. Pero si se trata de ir hacia una transformación drástica del modelo político como garantía de gobernabilidad hacia las próximas décadas, debe empezarse por lo más urgente y significativo. Y nada exhibe más la perspectiva de simulación y demagogia, sostenida durante muchas décadas, que la vergonzosa, indigna dependencia de los gobiernos estatales con respecto al central. Incluso, hay que decirlo, con relación a los usos y parafernalia comicial que posibilitó el manejo de las cifras al arbitrio de los caciques locales llamados, en no pocos casos, gobernadores.

El Reto

Dos son, pues, las definiciones que urgen. La primera entre federalismo y centralismo con derivaciones hacia la controversia entre soberanía y autonomía para sustentar, de manera sólida e incontrovertible, el fin de la asfixiante dependencia respecto a la voluntad presidencial, por demás copada por la demagogia rampante y la ilegitimidad que derivó de ésta.

La segunda de las grandes definiciones obligará a los legisladores a optar entre fidelidades partidistas y los intereses nacionales. Se trata, claro, del imperativo de poner fin al presidencialismo, con todas sus variantes e interpretaciones, para asegurar el tránsito hacia un parlamentarismo dinámico que obligue a los distintos actores públicos a asegurar la toma y desarrollo de consensos sobre los intereses colectivos. A gobernar, dicho sin mayores ambages, y no a perder el tiempo en discusiones insulsas, bizantinas, inútiles.

Por desgracia, el tiempo pasa. Recuerdo, otra vez, que está pendiente el cambio de formato para los informes presidenciales y las ceremonias de asunción al poder Ejecutivo. Si ni siquiera hay consenso en este punto, ¿alcanzarán doce meses para asegurar la reforma integral que tanto se requiere?

La Anécdota

Corría la década de los sesenta en Yucatán. Al mando de los poderes estatales se encontraba el profesor Luis Torres Mesías, quien había sido un buen alcalde de Mérida aun cuando careciera de capacidad gestora en el Distrito Federal; y por ende acabó por aislarse de manera lastimosa.
En tal circunstancia, un diputado al Congreso local, Petronilo Tzab Cucul, de origen campesino y escasa, muy escasa cultura política, fue interrogado acerca de sus funciones.

--¿Cómo deben actuar los diputados, Petronilo?

--Como lo que somos: los mejores servidores... del señor gobernador.

La meridiana claridad del legislador contrasta, todavía hoy, con la hipocresía de
quienes sonríen ante el aserto pero actúan exactamente igual, pese a fueros y autonomías, en el México de las simulaciones.