AL PROzac ES NECESARIO INTERNARLO EN LA CASA DE LA RISA
emeequis
Por Ignacio Solares
Hay un cuento de Jack London –“El hablador”– sobre un padre loco, cuya familia no puede –¿o no quiere? – percatarse de ello. Mientras tanto, está a punto de desquiciar a todos, especialmente a los hijos más pequeños. Organiza viajes, negocios y hasta juegos infantiles absurdos, dilapida la herencia familiar de la mujer y su megalomanía (casi) los hace creerse una familia elegida por Dios. Logra escribir en un periódico artículos disparatados. Hasta que, al final, al hombre le da por hablar sin parar, discursos y sermones incoherentes, pero también insultos contra su propia familia. ¿Por qué contra su propia familia? El hijo mayor llama a un médico, llega a la casa una ambulancia e internan al “hablador” en un manicomio.
¿A qué nos refiere esta parábola sobre nuestra inquietante actualidad?
Releído el cuento, se tiene la cosquilleante sensación de que algo misterioso ha quedado en el texto fuera del alcance incluso de la lectura más atenta. Un fondo oscuro y violento, seguramente ignominioso, maligno, que tiene que ver tanto con el alma del protagonista como con una experiencia común de la especie humana: una vocación irracional que reaparece de pronto, en los medios más inesperados, angustiándonos hasta el escalofrío, pues nadie es ajeno a ella y la suponemos confinada a las casas de salud por obra de la civilización, la cultura, la moral pública o el acto de la mera supervivencia social.
¿Cómo definir esa subterránea presencia (Presencia) que, en general, la literatura revela de manera involuntaria, casi siempre al sesgo, fuego fatuo que la cruza de pronto, en ocasiones sin permiso de su autor?
Jung decía que en el inconsciente familiar la locura puede ser incluso un elemento “aglutinador” y que para sus miembros es preferible saberse “locos todos”, que sanos pero “aislados y solitarios”. ¿Será esto lo que nos pasó durante seis años y todos estuvimos locos de alguna manera? En esta condición, la epidemia grafica el precio de degeneración, ruina y descomposición mental que paga quien cede a las solicitaciones gregarias y somete su inteligencia a los dictados irracionales de la comunidad.
En efecto, más vale darnos cuenta hoy –hasta hoy– de que todos estuvimos medio locos durante seis años, que habernos dado cuenta, en aquel entonces, de nuestra cruda realidad.
Porque mediante la prolongación de unas simples coordenadas, podemos ampliar el ámbito familiar al social y calcular lo que sucedería en una comunidad más amplia con un personaje como el mencionado. Y con un poco de imaginación, ¿por qué no suponer que ese “hablador” sea un jefe de Estado que, además, se desata al final de su periodo presidencial?
“Ahora que ya me voy, puedo decir todas las tonterías que quiera”. O sea: “Ahora que ya me voy, por fin puedo manifestar abiertamente mi locura”. Claro, hasta que su hijo mayor decida mandarlo al manicomio.
Ya nos había dado pistas al respecto, como cuando en abril de 2001, el Día del Niño, declaró con insólita desfachatez:
“Sí, se los confieso, la verdad es que hice muchas travesuras de chiquito y también las ando haciendo ahora como presidente de la República”.
Hay que traducir, en su caso, “travesuras”, por “locuras”. Pero lo importante: delata una prolongación de su irracionalidad infantil a su condición –aparente, por lo menos– de adulto.
Un antiguo colaborador de Fox me comentaba que, según él creía, lo de “José Luis Borgues” y lo de Vargas Llosa, “premio Nobel colombiano”, lo había dicho, no tanto como un lapsus brutus, ni siquiera como un acto fallido, sino a propósito, por el simple hecho de hacerlo, de manifestarse tal cual es; esto es, por jugar. ¿Jugar a qué? Por supuesto, en su caso es muy claro: al niño loco, que supuestamente engaña a todos.
Recuerdo que en una entrevista televisiva –inolvidable– que le hizo Adal Ramones, dijo Fox que le gustaba usar botas vaqueras porque era lo que, desde niño, más envidiaba en los adultos.
Todo parece coincidir: frustración infantil, niño idiota, revancha con el compañerito competidor en la escuela.
Al responder algunas preguntas que le hizo una periodista durante su performance en el Centro Kennedy de Washington, Fox reconoció que en 2005 no pudo avanzar en su ofensiva para desaforar a López Obrador por el caso de El Encino, por la popularidad del tabasqueño “y que por eso tuve que retirarme y perdí. Pagué el costo, que fue fuerte”.
Envidia, competencia, rivalidad con el “otro”, el distinto, el que quiere quitarle la máscara de aparente cordura. ¿Qué hubiera sido de la pareja presidencial –y en especial de los hijos de Marta– si gana las elecciones López Obrador?
Y tras una pausa en la entrevista se manifestó abiertamente el niño travieso, malvado, abyecto, que le clava en la espalda el lápiz afilado al compañerito rival:
“Pero dieciocho meses después yo tuve la victoria, porque el día de las elecciones ganó el candidato de mi partido”.
¿No que su candidato era Santiago Creel? Qué importa. Lo fundamental es la revancha infantil, maligna, intrigosa. ¿Calcula Fox el daño que le está haciendo con esta declaración a Calderón, a quien descalifica como “compañero de la travesura”, puesto que sólo le sirvió en un papel segundón, de comparsa?
Pensamos que el abismo que se ha abierto a sus pies con esta declaración no es poca cosa. La locura es un mal creciente, contagioso y mortal. Es, a fin de cuentas, el niño al que se había reprimido y reglamentado, el que ahora habla y reclama sus fueros para emanciparse y doblegar al sistema político que lo tenía esclavizado. Llámese su nuevo compañerito rival: Felipe Calderón. Ya, todo es posible para él.
¿En qué momento decidirá su hijo mayor –pero ya– mandarlo al manicomio?