Mouriño, el “muy menor” secretario
Proceso
México, D.F., 13 de marzo (apro).- Un día de octubre de 1991, el joven y aguerrido diputado panista Felipe Calderón Hinojosa subió exaltado a la tribuna. Se calificaban las elecciones intermedias de ese año, a la mitad del gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Previamente, diputados priistas habían aceptado una serie de irregularidades en los comicios –más boletas en las urnas que votantes en el padrón, la más frecuente--, que minimizaban, pues decían que no alteraban el resultado final.
Prendido como siempre que hacía uso del micrófono, Calderón les reclamó: “Decir que sí hubo irregularidad, pero que no es determinante para cambiar la votación, es como decir: ‘sí hubo trampa, pero de todos modos te hubiera ganado’. Y les recriminó a gritos: ‘¡Señores priistas: la trampa, el fraude, que es el aprovechamiento del engaño o del error de otro para obtener un beneficio, eso es fraude!’ La confesión más clara del fraude es que hacen trampa, independientemente de que haya sido determinante o no y cuando ustedes reconocen la ilegalidad, pero señalan que no es relevante, señores, ¡están demostrando que la ética política la conocen de referencia, porque se es honesto o no se es!
“Aceptamos, entendemos que vengan a decirnos: aquí está la trampa, pero no encuadra en las causales del código (electoral). ‘¡Aquí está la trampa, pero no es suficiente para cambiar el resultado! ¡Aquí está la trampa!’ ¡Entendemos que lo digan en nombre del código!, pero, señores, no lo digan en nombre de la ética política, ¡no sean hipócritas!”
Por supuesto, no es lo mismo ser diputado y estar en la oposición, que tener la máxima responsabilidad del país. Pero si Felipe Calderón actuara con la misma lógica de entonces, Juan Camilo Mouriño no sería más secretario de Gobernación. Por tramposo, por deshonesto, por hipócrita, por cínico, y porque conoce la ética sólo de referencia.
Menuda sorpresa nos ha dado Calderón al tener un secretario de Gobernación tan atípico, tan endeble, tan falto de pensamiento complejo, tan carente de presencia. Nos lo quisieron vender, desde la campaña, en el periodo de transición y en el primer año de gobierno, como el equivalente del jefe de la Oficina de la Presidencia de Carlos Salinas de Gortari, el memorable doctor José Córdoba Montoya, por su omnipresencia, su innegable inteligencia, a veces siniestra, que estaba en todo y que, sin duda, era el poder tras el trono, la materia gris del entonces presidente.
Pero el joven Mouriño está a años luz de Córdoba Montoya. No puede ser secretario de Gobernación alguien que suplica espacio y tiempo en estaciones de radio y televisión para aparecer, en el terreno de éstas, y, sin argumentos, defenderse de sus “detractores”. No puede ser secretario de Gobernación alguien que le dice a los mexicanos: por ustedes me sacrifiqué, para servirles tuve que renunciar a las acciones de las 80 empresas de mi familia y dejar “muchas de las comodidades que tienen los que viven en el interior del país”. (Un buen redactor de discursos le hace falta: ¿el Distrito Federal está fuera, en el exterior, del país?)
Me uno a los millones de mexicanos que creen que Mouriño debe dejar la Secretaría. Pero no secundo el linchamiento lopezobradorista: a Mouriño no le alcanza el talento para ser delincuente y traficante de influencias. Y si lo pretendiese, verde se ve frente a Marta Sahagún y sus hijos, por ejemplo, o frente a extranjeros, naturalizados mexicanos, que saben de lo fácil que es burlar la legislación mexicana, aprovecharse aun de la idiosincrasia nacional, conocedores a fondo de la corrupción en la burocracia, para hacer millonarios negocios, como es el caso de tristemente célebre Carlos Ahumada, el empresario de origen argentino, el de los videos que hicieron trizas al Partido de la Revolución Democrática.
No. Mouriño es muy menor. Y así se vio en la televisión y se escuchó en la radio. De pena ajena. Parecía un muchacho preparatoriano quejándose de que otros grupos --sus “detractores”, dijo--, lo quieren fastidiar, que no lo dejan trabajar, que quieren que el gobierno fracase y que a México le vaya mal. Más allá de la pose de “niño bien”, ajeno a la cultura del esfuerzo que decía Luis Donaldo Colosio, Mouriño no mostró nada: ni un argumento válido, ni una exposición lógica, ni una expresión contundente, ni una idea interesante. Nada que dejara ver a un político. Nada que hiciera creer que en la pantalla, o tras el micrófono, estaba el secretario de Gobernación.
Hasta a Joaquín López Dóriga, cuya presencia se imponía a la del muchacho, le costaba trabajo hablarle de usted. Y, de veras, espanta y sorprende que alguien tan verde sea el secretario de Gobernación. Y no es porque se añoren perfiles dinosáuricos –muchas veces no exentos de siniestralidad--, pero sólo de recordar quiénes han sido secretarios de Gobernación, no se entiende cómo alguien con la magra trayectoria de Mouriño –en la política, en el conocimiento del país, en la formación académica ad hoc-- pueda ser el encargado de la política interior del país.
Secretarios de Gobernación han sido, desde los años 40 a la fecha, hombres cuyo nombre dice algo, para bien y para mal: Miguel Alemán Valdés, Adolfo Ruiz Cortines, Ernesto P. Uruchurtu, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría Álvarez, Mario Moya Palencia, Jesús Reyes Heroles, Enrique Olivares Santana, Manuel Bartlett Díaz, Fernando Gutiérrez Barrios, Patrocinio González Garrido, Jorge Carpizo McGregor, Esteban Moctezuma, Emilio Chuayffet, Francisco Labastida, Diódoro Carrasco Altamirano, Santiago Creel Miranda, Carlos Abascal Carranza, Francisco Ramírez Acuña.
Quizás salvo este último y Esteban Moctezuma –dos de los más breves titulares de Gobernación--, el resto destaca por una trayectoria que –insisto: para bien o para mal-- de alguna manera justificaría su llegada a la Secretaría.
Pero ¿Mouriño? Sólo Calderón sabe por qué lo puso ahí. Obviamente no lo va a quitar ahorita. Impensable. Pero no puede tardarse mucho en quitarlo, a menos que quiera seguir debilitando su gobierno.
México, D.F., 13 de marzo (apro).- Un día de octubre de 1991, el joven y aguerrido diputado panista Felipe Calderón Hinojosa subió exaltado a la tribuna. Se calificaban las elecciones intermedias de ese año, a la mitad del gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Previamente, diputados priistas habían aceptado una serie de irregularidades en los comicios –más boletas en las urnas que votantes en el padrón, la más frecuente--, que minimizaban, pues decían que no alteraban el resultado final.
Prendido como siempre que hacía uso del micrófono, Calderón les reclamó: “Decir que sí hubo irregularidad, pero que no es determinante para cambiar la votación, es como decir: ‘sí hubo trampa, pero de todos modos te hubiera ganado’. Y les recriminó a gritos: ‘¡Señores priistas: la trampa, el fraude, que es el aprovechamiento del engaño o del error de otro para obtener un beneficio, eso es fraude!’ La confesión más clara del fraude es que hacen trampa, independientemente de que haya sido determinante o no y cuando ustedes reconocen la ilegalidad, pero señalan que no es relevante, señores, ¡están demostrando que la ética política la conocen de referencia, porque se es honesto o no se es!
“Aceptamos, entendemos que vengan a decirnos: aquí está la trampa, pero no encuadra en las causales del código (electoral). ‘¡Aquí está la trampa, pero no es suficiente para cambiar el resultado! ¡Aquí está la trampa!’ ¡Entendemos que lo digan en nombre del código!, pero, señores, no lo digan en nombre de la ética política, ¡no sean hipócritas!”
Por supuesto, no es lo mismo ser diputado y estar en la oposición, que tener la máxima responsabilidad del país. Pero si Felipe Calderón actuara con la misma lógica de entonces, Juan Camilo Mouriño no sería más secretario de Gobernación. Por tramposo, por deshonesto, por hipócrita, por cínico, y porque conoce la ética sólo de referencia.
Menuda sorpresa nos ha dado Calderón al tener un secretario de Gobernación tan atípico, tan endeble, tan falto de pensamiento complejo, tan carente de presencia. Nos lo quisieron vender, desde la campaña, en el periodo de transición y en el primer año de gobierno, como el equivalente del jefe de la Oficina de la Presidencia de Carlos Salinas de Gortari, el memorable doctor José Córdoba Montoya, por su omnipresencia, su innegable inteligencia, a veces siniestra, que estaba en todo y que, sin duda, era el poder tras el trono, la materia gris del entonces presidente.
Pero el joven Mouriño está a años luz de Córdoba Montoya. No puede ser secretario de Gobernación alguien que suplica espacio y tiempo en estaciones de radio y televisión para aparecer, en el terreno de éstas, y, sin argumentos, defenderse de sus “detractores”. No puede ser secretario de Gobernación alguien que le dice a los mexicanos: por ustedes me sacrifiqué, para servirles tuve que renunciar a las acciones de las 80 empresas de mi familia y dejar “muchas de las comodidades que tienen los que viven en el interior del país”. (Un buen redactor de discursos le hace falta: ¿el Distrito Federal está fuera, en el exterior, del país?)
Me uno a los millones de mexicanos que creen que Mouriño debe dejar la Secretaría. Pero no secundo el linchamiento lopezobradorista: a Mouriño no le alcanza el talento para ser delincuente y traficante de influencias. Y si lo pretendiese, verde se ve frente a Marta Sahagún y sus hijos, por ejemplo, o frente a extranjeros, naturalizados mexicanos, que saben de lo fácil que es burlar la legislación mexicana, aprovecharse aun de la idiosincrasia nacional, conocedores a fondo de la corrupción en la burocracia, para hacer millonarios negocios, como es el caso de tristemente célebre Carlos Ahumada, el empresario de origen argentino, el de los videos que hicieron trizas al Partido de la Revolución Democrática.
No. Mouriño es muy menor. Y así se vio en la televisión y se escuchó en la radio. De pena ajena. Parecía un muchacho preparatoriano quejándose de que otros grupos --sus “detractores”, dijo--, lo quieren fastidiar, que no lo dejan trabajar, que quieren que el gobierno fracase y que a México le vaya mal. Más allá de la pose de “niño bien”, ajeno a la cultura del esfuerzo que decía Luis Donaldo Colosio, Mouriño no mostró nada: ni un argumento válido, ni una exposición lógica, ni una expresión contundente, ni una idea interesante. Nada que dejara ver a un político. Nada que hiciera creer que en la pantalla, o tras el micrófono, estaba el secretario de Gobernación.
Hasta a Joaquín López Dóriga, cuya presencia se imponía a la del muchacho, le costaba trabajo hablarle de usted. Y, de veras, espanta y sorprende que alguien tan verde sea el secretario de Gobernación. Y no es porque se añoren perfiles dinosáuricos –muchas veces no exentos de siniestralidad--, pero sólo de recordar quiénes han sido secretarios de Gobernación, no se entiende cómo alguien con la magra trayectoria de Mouriño –en la política, en el conocimiento del país, en la formación académica ad hoc-- pueda ser el encargado de la política interior del país.
Secretarios de Gobernación han sido, desde los años 40 a la fecha, hombres cuyo nombre dice algo, para bien y para mal: Miguel Alemán Valdés, Adolfo Ruiz Cortines, Ernesto P. Uruchurtu, Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría Álvarez, Mario Moya Palencia, Jesús Reyes Heroles, Enrique Olivares Santana, Manuel Bartlett Díaz, Fernando Gutiérrez Barrios, Patrocinio González Garrido, Jorge Carpizo McGregor, Esteban Moctezuma, Emilio Chuayffet, Francisco Labastida, Diódoro Carrasco Altamirano, Santiago Creel Miranda, Carlos Abascal Carranza, Francisco Ramírez Acuña.
Quizás salvo este último y Esteban Moctezuma –dos de los más breves titulares de Gobernación--, el resto destaca por una trayectoria que –insisto: para bien o para mal-- de alguna manera justificaría su llegada a la Secretaría.
Pero ¿Mouriño? Sólo Calderón sabe por qué lo puso ahí. Obviamente no lo va a quitar ahorita. Impensable. Pero no puede tardarse mucho en quitarlo, a menos que quiera seguir debilitando su gobierno.