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jueves, 27 de diciembre de 2007

Los grandes embustes

Desafío

Distrito Federal— Nadie duda que la historia universal está plagada de mentiras e interpretaciones convenientes para quienes ejercen el mando. Detrás de las cortinas de humo, tan altas como los engaños colectivos, los hechos se asoman tímidos al balcón desde el cual la opinión pública mide sus propias expectativas. Y es tal nivel la manipulación que, no pocas veces, acaba por tomarse a mal la verdad y se opta por exaltar lo falso.

En el México profundo, el del andar convulso en busca de un destino visto desde perspectivas encontradas —sin duda, encontrar las líneas de identidad suele ser muy complicado—, aparece cuatro hechos relevantes que exhiben la constancia de los falsarios a pesar de que no existen dudas razonables sobre las consecuencias.

Lo anterior se demuestra al recordarse la ilusión por los imperios de quienes se ofrecieron como postulantes presidenciales con la bandera de Acción Nacional. ¿Ya olvidamos las luengas barbas de Diego Fernández de Cevallos y Vicente Fox Quesada, con las que se presentaban como adalides del cambio exhibiéndose con el perfil del enajenado de Miramar quien se creyó el cuento de que una nación le esperaba ansiosa de ser gobernada por él?

Vayamos a los cuatro sucesos claves que los embusteros han pretendido convertir en verdades inescrutables sin conseguirlo:

1.- La exaltación de Agustín de Iturbide como emperador de México tras el triunfo del Ejército trigarante en 1827. Ante una nación arrasada, hambrienta, sin la tutela española que le proveía de bienes perecederos a cambio de la libertad colectiva, el propósito fundacional del militar ensoberbecido resultaba una completa pantomima destinada a quebrar al país y no a unirlo.

2.- El grotesco engaño de los conservadores antijuaristas quienes con tal de humillar “al indio de Guelatao” no dudaron en ofrecer un trono inexistente a un Habsburgo ambicioso, rubio y barbado, con gesto soñador que despertaría ante la pesadilla de su propia realidad, incapaz de entender la idiosincrasia de una nación a la que se quería imponer la monarquía sin el menor análisis sobre la tremenda y sostenida disputa entre liberales y conservadores que ha marcado la historia patria.

3.- La proclamación del triunfo de una Revolución, iniciada en noviembre de 1910, tras la renuncia del dictador en mayo de 1911 y la consiguiente entrada triunfal del caudillo Francisco I. Madero a la ciudad de México. No hubo entonces ruptura institucional alguna que permitiera registrar la llegada del audaz coahuilense al poder como un hecho revolucionario.

No pocos observadores acuciosos de nuestra historia insisten en que, en tales términos, la Revolución se consumó cuando otro coahuilense ilustre, Venustiano Carranza, tomó las riendas del poder, como jefe del Ejército Constitucionalista, y convocó a la Asamblea Constituyente de Querétaro para comenzar a construir con ella la nueva vida institucional de la nación y, de paso, sepultar la contrarrevolución de Victoriano Huerta al amparo del poder estadounidense y con el sello de la mayor traición de nuestra historia.

DEBATE
La cuarta gran mentira tiene que ver con la democracia y cuenta con varios protagonistas, entre los cuales los más sobresalientes son los tres ex presidentes de actuaciones más recientes. El primero, Carlos Salinas de Gortari, cuya usurpación al poder le obligó a modificar las reglas electorales confluyendo hacia la ciudadanización del órgano comicial y la consiguiente fundación del Instituto Federal Electoral, separándola de la Secretaría de Gobernación que regenteaba las elecciones hasta entonces, no puede decirse demócrata por ello considerando los tremendos antecedentes que le llevaron a la Presidencia en 1988 bajo el escándalo. La civilidad de los opositores, concretamente del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas, evitó que la confrontación confluyera hacia la tragedia. No debemos olvidarlo.

El segundo, Ernesto Zedillo, es recipiendario de elogios por haberlo traicionado todo. Llegó al poder presidencial sobre la sangre derramada en Lomas Taurinas, convirtiéndose así en el mayor beneficiario del crimen contra Colosio. Y lo dejó tras haber generado las condiciones para que la ciudadanía reclamara un cambio institucional a fondo ante las evidencias de la elevada corrupción del priísmo gobernante.

Y el tercero, desde luego, es quien conlleva los pecados mayores. Vicente Fox no hizo sino sumarse a la continuidad cuando tanto habló de cambio. No variaron un ápice las políticas financieras ni las relacionadas con la institución presidencial.

Sumó a la plataforma gobernante a todos y cuantos fueron cómplices del régimen anterior, el priísta, hasta convertirlos en sus mejores aliados y acabó utilizando la parafernalia oficial, a la vieja usanza, para delinear, señalar y determinar la sucesión presidencial al amparo de las alianzas soterradas con un sector de la dirigencia patronal y el visto bueno de un ejército profundamente infiltrado. Por ello, claro, la tersura de la transición estuvo garantizada —no por los buenos oficios de los foxistas que más bien no tenían ninguno—, y el desaseo electoral de 2006 no llevó a una confrontación severa, esto es con violencia incontrolable.

Insistir en que Fox proveyó el cambio es tan necio como llamarle demócrata.
Falso que los contrapesos legislativos sean demostración de que se atemperó el peso del titular del Ejecutivo federal; ocurrió solamente que el señor Fox no supo manejar los controles puestos en sus manos por impericia y torpeza manifiestas. Y, por tanto, acudieron en su rescate los prohombres del sector empresarial con más clara idea de lo que requerían para el futuro inmediato. Fox se plegó a ellos y fue entonces cuando captó como se usaba el poder que poseía casi por inercia. Los resultados los conocemos todos.