Los desniveles de las promesas
Carlos Monsivais
¿Quién les cree y a qué horas? El poder de convencimiento de la clase gobernante se agota, y ya no lo renueva como antes la falta de alternativas tan resumible en una frase: “En algo tiene uno que creer, aunque sea en la capacidad de autoengaño”. ¿Qué queda de las llamadas a la resignación (así, literalmente) del inefable Ernesto Zedillo, que les pedía sacrificio a las clases populares porque, y esto lo omitía, faltaba poco para que les demandara más sacrificio? ¿En dónde se alojan las promesas del multicomplotista Carlos Salinas de Gortari que, con la gallardía previsible, exigió que la población (de pie naturalmente salvo los inválidos) cantara el Himno Nacional ante el televisor porque, oh dioses de la Solidaridad, el peso de la deuda externa se había levantado en definitiva de los hombros de los mexicanos?
¿Y qué comentar sobre ese gigantesco trapiés, para darle algún nombre, Vicente Fox, el poseedor del inconsciente moral más rapiñoso que se recuerde, que se permitió todos los días promesas que no respondían a nada, no iban a lado alguno, no tenían asideros, pero le fomentaban la egolatría desde la cual aseguraba que había liberado al pueblo de sus cadenas, iniciado la independencia nacional, inaugurado la ruta de la prosperidad? Sólo en el caso de Fox, que trasciende toda lógica (¡ríndete Descartes!) es posible afirmar que las certezas eran más abominables que las promesas. Y la señora Marta, que se prometía a sí misma (cada miembro de la clase gobernante es, en primera instancia, su propio pueblo crédulo) que sería la presidenta de la República.
* * *
El estilo personal de prometer... Carlos Salinas extraía del refrigerador su voz más untuosa, solícita, almibarada, y la lanzaba con arrojo y a propósito del Programa Nacional de Solidaridad, decía (varias veces) frases como la siguiente: “Nadie podrá decir de ahora en adelante que hay un solo mexicano olvidado en México”, y al concluir la frase usaba su sonrisa notarial para certificar que de los presentes física o espiritualmente el 99% confiaba en él con desbordamiento (el 1% se extravió en la bruma de las encuestas).
La voz de Zedillo no variaba. ¿Para qué? ¿Para qué concederle a esa errata de las estadísticas, la sociedad, la cortesía de las atenciones? Si no le creían, ellos se lo perdían, y si le creían era cosa suya. A un tecnócrata o, como hubiese preferido que se le conociera, a un estadista informático siempre le llegan tarde las adhesiones o las críticas. Lo fundamental —la decisión y el aplauso impersonal— ya ocurrieron, y esa fe acentuaba en Zedillo la monotonía que era fracaso de la vocalización y triunfo de la indiferencia. ¿Para qué esforzarse si la voz es en toda circunstancia la traidora de los hechos? “No te calientes granizo”.
* * *
La voz de Fox es y sigue siendo, Señor Presidente de la Eternidad, inseparable del movimiento de los ojos, a punto del desorbitamiento, Fox, un desconocedor del valor de las palabras, del sentido rítmico de las palabras, y de las palabras en general, usa en su caso del desencuentro de la mirada y la expresión verbal, al subrayar algo que no está diciendo. Es patético su esfuerzo por exhibirse como un orador de masas, y es lamentable el rumbo de su dicción que se extravía, tropieza, vuelve a la acción con inflexiones como de puñalada trapera, se levanta de la lona y se sube al ring equivocado. Todo, supongo, para desconcertar al enemigo, a la cruel y voraz sintaxis. Y luego del trasiego verbal, las promesas se esfuman. Algo dijo pero la crítica se desató mucho antes, porque todos ya están al tanto: lo que haya dicho no tiene que ver con lo que cree estar diciendo.
* * *
Felipe Calderón no acaba de persuadirse de lo obvio: la voz monótona, la más usual en cualquier sociedad no compuesta por gente de teatro, puede ser y lo es con gran frecuencia, sincera y si no transmite emociones altisonantes sí logra llevar a los interlocutores la promesa del compromiso: esto que digo sin emoción audible, lo creo y no se fijen en mi voz sino en mis actos. Pero no, el presidente Calderón se cree al mando de su resonancia auditiva, y se siente capaz de sensibilizar al auditorio, el presente y el virtual, con sus arrebatos, sus gajos de temperamento iracundo, sus promesas de distinta índole, su “caiga quien caiga”, su “no nos dejaremos amedrentar”. Al hacerlo, no repara en lo obvio: alzar la voz sin entrenamiento previo conduce a la falsificación del discurso, porque el énfasis no se ajusta a las frases, las obliga a salirse de cauce, a la intrepidez montañista, a lo que se quiera menos a la relación directa y racional entre lo escrito y lo pronunciado.
Con la ansiedad que le autoriza al gasto inaudito en su autopromoción, con la seguridad de que su voz está a punto de ser un utensilio hogareño de tanto que se oye en radio y televisión, Calderón promete, amenaza, halaga, ignora la crítica, subraya su propia, inmanente, notable perfección. ¿Por qué no? En su campaña para evitar que López Obrador llegara a la Presidencia, lo que por supuesto lo beneficiaría de paso, Calderón se comparó con el Señor Increíble del filme de animación, que —así lo expresó— de día es un empleado más, pero de noche sale a la calle a combatir el mal acompañado de su familia. ¿Qué agregar a lo anterior? Que el levantamiento airado de la voz equivale a la levitación anímica, todo grito inesperado surca el cielo con capa y máscara y traje rojo.
* * *
En mayo de 2007 Calderón, con energía que sacudió los sismógrafos, se opuso a la falacia: “ese determinismo del calentamiento global”. Bien por Bush. Ahora, en ocasión de esta temporada cinegética de la fotogenia (la caza de fotos, don Vicente, a eso me refiero), Calderón culpa directamente de la catástrofe al calentamiento global, de seguro un peligro para México. ¿Qué lo hizo cambiar? Como no lo oí sino lo leí, y me falta en el testimonio del alza o la disminución guturales, no sé si se rindió ante el determinismo o si incluyó la autocrítica en un giro contrito de la voz, pero, supongo, más bien se blindó (uno habla con el vocabulario de la época para que no lo acusen de apátrida) con el mensaje de Al Gore para prevenir lo que no consiguió evitar: la crítica a la corrupción inmensa de priístas y panistas (los buenos discípulos), a la impreparación y a la ineficiencia que alcanzan a su gobierno.
¡Ah, el calentamiento global! No nos amedrentará, no permitiremos que circule libremente por nuestro territorio, ya libramos la orden de arresto, las fuerzas del orden lo presentarán en tribunales. La voz del mandatario se calma por el momento, él llena el saco de arena, le toman las fotos y videos, los damnificados se saben ante un líder y el coro de aprobación que lo sigue de lejecitos lo aprueba. A las grandes catástrofes la voz enardecida. Y que le tomen otras fotos.
¿Quién les cree y a qué horas? El poder de convencimiento de la clase gobernante se agota, y ya no lo renueva como antes la falta de alternativas tan resumible en una frase: “En algo tiene uno que creer, aunque sea en la capacidad de autoengaño”. ¿Qué queda de las llamadas a la resignación (así, literalmente) del inefable Ernesto Zedillo, que les pedía sacrificio a las clases populares porque, y esto lo omitía, faltaba poco para que les demandara más sacrificio? ¿En dónde se alojan las promesas del multicomplotista Carlos Salinas de Gortari que, con la gallardía previsible, exigió que la población (de pie naturalmente salvo los inválidos) cantara el Himno Nacional ante el televisor porque, oh dioses de la Solidaridad, el peso de la deuda externa se había levantado en definitiva de los hombros de los mexicanos?
¿Y qué comentar sobre ese gigantesco trapiés, para darle algún nombre, Vicente Fox, el poseedor del inconsciente moral más rapiñoso que se recuerde, que se permitió todos los días promesas que no respondían a nada, no iban a lado alguno, no tenían asideros, pero le fomentaban la egolatría desde la cual aseguraba que había liberado al pueblo de sus cadenas, iniciado la independencia nacional, inaugurado la ruta de la prosperidad? Sólo en el caso de Fox, que trasciende toda lógica (¡ríndete Descartes!) es posible afirmar que las certezas eran más abominables que las promesas. Y la señora Marta, que se prometía a sí misma (cada miembro de la clase gobernante es, en primera instancia, su propio pueblo crédulo) que sería la presidenta de la República.
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El estilo personal de prometer... Carlos Salinas extraía del refrigerador su voz más untuosa, solícita, almibarada, y la lanzaba con arrojo y a propósito del Programa Nacional de Solidaridad, decía (varias veces) frases como la siguiente: “Nadie podrá decir de ahora en adelante que hay un solo mexicano olvidado en México”, y al concluir la frase usaba su sonrisa notarial para certificar que de los presentes física o espiritualmente el 99% confiaba en él con desbordamiento (el 1% se extravió en la bruma de las encuestas).
La voz de Zedillo no variaba. ¿Para qué? ¿Para qué concederle a esa errata de las estadísticas, la sociedad, la cortesía de las atenciones? Si no le creían, ellos se lo perdían, y si le creían era cosa suya. A un tecnócrata o, como hubiese preferido que se le conociera, a un estadista informático siempre le llegan tarde las adhesiones o las críticas. Lo fundamental —la decisión y el aplauso impersonal— ya ocurrieron, y esa fe acentuaba en Zedillo la monotonía que era fracaso de la vocalización y triunfo de la indiferencia. ¿Para qué esforzarse si la voz es en toda circunstancia la traidora de los hechos? “No te calientes granizo”.
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La voz de Fox es y sigue siendo, Señor Presidente de la Eternidad, inseparable del movimiento de los ojos, a punto del desorbitamiento, Fox, un desconocedor del valor de las palabras, del sentido rítmico de las palabras, y de las palabras en general, usa en su caso del desencuentro de la mirada y la expresión verbal, al subrayar algo que no está diciendo. Es patético su esfuerzo por exhibirse como un orador de masas, y es lamentable el rumbo de su dicción que se extravía, tropieza, vuelve a la acción con inflexiones como de puñalada trapera, se levanta de la lona y se sube al ring equivocado. Todo, supongo, para desconcertar al enemigo, a la cruel y voraz sintaxis. Y luego del trasiego verbal, las promesas se esfuman. Algo dijo pero la crítica se desató mucho antes, porque todos ya están al tanto: lo que haya dicho no tiene que ver con lo que cree estar diciendo.
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Felipe Calderón no acaba de persuadirse de lo obvio: la voz monótona, la más usual en cualquier sociedad no compuesta por gente de teatro, puede ser y lo es con gran frecuencia, sincera y si no transmite emociones altisonantes sí logra llevar a los interlocutores la promesa del compromiso: esto que digo sin emoción audible, lo creo y no se fijen en mi voz sino en mis actos. Pero no, el presidente Calderón se cree al mando de su resonancia auditiva, y se siente capaz de sensibilizar al auditorio, el presente y el virtual, con sus arrebatos, sus gajos de temperamento iracundo, sus promesas de distinta índole, su “caiga quien caiga”, su “no nos dejaremos amedrentar”. Al hacerlo, no repara en lo obvio: alzar la voz sin entrenamiento previo conduce a la falsificación del discurso, porque el énfasis no se ajusta a las frases, las obliga a salirse de cauce, a la intrepidez montañista, a lo que se quiera menos a la relación directa y racional entre lo escrito y lo pronunciado.
Con la ansiedad que le autoriza al gasto inaudito en su autopromoción, con la seguridad de que su voz está a punto de ser un utensilio hogareño de tanto que se oye en radio y televisión, Calderón promete, amenaza, halaga, ignora la crítica, subraya su propia, inmanente, notable perfección. ¿Por qué no? En su campaña para evitar que López Obrador llegara a la Presidencia, lo que por supuesto lo beneficiaría de paso, Calderón se comparó con el Señor Increíble del filme de animación, que —así lo expresó— de día es un empleado más, pero de noche sale a la calle a combatir el mal acompañado de su familia. ¿Qué agregar a lo anterior? Que el levantamiento airado de la voz equivale a la levitación anímica, todo grito inesperado surca el cielo con capa y máscara y traje rojo.
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En mayo de 2007 Calderón, con energía que sacudió los sismógrafos, se opuso a la falacia: “ese determinismo del calentamiento global”. Bien por Bush. Ahora, en ocasión de esta temporada cinegética de la fotogenia (la caza de fotos, don Vicente, a eso me refiero), Calderón culpa directamente de la catástrofe al calentamiento global, de seguro un peligro para México. ¿Qué lo hizo cambiar? Como no lo oí sino lo leí, y me falta en el testimonio del alza o la disminución guturales, no sé si se rindió ante el determinismo o si incluyó la autocrítica en un giro contrito de la voz, pero, supongo, más bien se blindó (uno habla con el vocabulario de la época para que no lo acusen de apátrida) con el mensaje de Al Gore para prevenir lo que no consiguió evitar: la crítica a la corrupción inmensa de priístas y panistas (los buenos discípulos), a la impreparación y a la ineficiencia que alcanzan a su gobierno.
¡Ah, el calentamiento global! No nos amedrentará, no permitiremos que circule libremente por nuestro territorio, ya libramos la orden de arresto, las fuerzas del orden lo presentarán en tribunales. La voz del mandatario se calma por el momento, él llena el saco de arena, le toman las fotos y videos, los damnificados se saben ante un líder y el coro de aprobación que lo sigue de lejecitos lo aprueba. A las grandes catástrofes la voz enardecida. Y que le tomen otras fotos.