Bloggeando desde Zacatecas

El Sr. López| El Fraude Electoral|La Verdad Sea Dicha|Las Protestas|Foxilandia|El Fraude Según Fox
BLOG En Constante Actualización, F5 Para Recargar

México Necesita Que Lo Gobierne Las PUTAS, Porque Sus Hijos Le Fallaron

M O R E N A (MOvimiento de REgeneración NAcional)

Blogeando Desde Zacatecas En Pie De Lucha Rumbo Al 2012, AMLO PRESIDENTE

lunes, 5 de noviembre de 2007

La censura en el cine mexicano

por: César Amador

En México, la censura al cine siempre se ha ligado con la clase media. En sus inicios, como espectáculo popular, no era motivo de preocupación para el Estado, ni la iglesia. Al contrario, era alentado como medio de contención para las capas populares, e incluso era la plataforma donde los estratos dominantes mostraban su extravagante opulencia.

Desde el efímero gobierno de Francisco I. Madero –quien regalaba entradas de cine a obreros, campesinos y sus familias–, se duplicaron las salas de cine en sólo un año y surgieron los inspectores, cuya función era fomentar la “higiene del espíritu” del “bajo pueblo”, alejarlo del vicio y las “bajas pasiones” . Entonces se exhibían vistas (cortos documentales o de ficción) como parte de programas más amplios que incluían coristas, magos y payasos. Los funcionarios maderistas iniciaron clausuras, como la del Cine Pathé, “en atención a la inmoralidad que existía en las variedades” .

Curiosamente, tras el asesinato de Madero y Pino Suárez, y el inicio de la decena trágica este tipo de prácticas se eliminó y el cine gozó de mayor libertad, tanto en producción como en exhibición, por la indiferencia de las autoridades.

El Carrancismo

Con la promulgación de la Constitución de 1917, el gobierno de Venustiano Carranza incluyó una suerte de régimen legal para la producción, distribución y exhibición, que sería el inicio formal de la industria cinematográfica en México. El 24 de abril de ese año se instituyó, en el Conservatorio Nacional de Música y Arte Dramático, la primera cátedra de Preparación y Práctica del Cinematógrafo y en octubre de 1919, se publicó el Reglamento de Censura Cinematográfica (RCC), a cargo de Adriana Elhers, una de las dos primeras becadas por el régimen de la Revolución para estudiar cine en el extranjero (EUA, en este caso).

El Departamento de Censura dependió desde entonces de la Secretaría de Gobernación.

El gobierno carrancista mostraba honda preocupación por lo que las clases populares pudiesen decir de los miembros de la clase media (y por ende, la gobernante). En el Diario Oficial del 1º de octubre de 1919, el RCC establece que “si el villano es un político, abogado, sacerdote, maestro de escuela o miembro de otra profesión respetable, debe aparecer bajo aspecto noble otro personaje de la misma profesión” .

La Post-Revolución

Llama la atención que ni durante el interinato de Adolfo de la Huerta, ni en los gobiernos de Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles, ni durante el Maximato, el Estado elaboró una política cinematográfica real. En los años posteriores a la guerra cristera, era común ver que organizaciones conservadoras, como el Consejo Eucarístico Nacional, el Comité de Lucha Antialcohólica o la Asociación Mexicana de Protección a la Infancia, financiaran películas con temas religiosos, de moraleja médica o prevención de enfermedades venéreas. Incluso Santa (Moreno, 1931), una cinta sobre una prostituta, evitó la censura mojigata.

La Revolución Reeditada

Con el cine revolucionario, las primeras cintas eran loas a los héroes y los beneficios que la gesta había traído al país... hasta la irrupción de Fernando de Fuentes. Entonces el poder en el gobierno ejerció su mano dura, con El prisionero 13 (1933), primera cinta que sufrió la censura militar en la época post-revolucionaria, aunque se exhibió en salas comerciales. El final de la narración, de cómo la deshonestidad de un soldado ocasiona el fusilamiento de su propio hijo, fue cambiado por presión del ejército.

Los años 40 y 50 registraron lo que hasta ahora ha sido la mejor época del cine nacional. Inicia con discursos patrioteros, ecos del cardenismo y sigue con la solidaridad mundial por la guerra mundial. Los apellidos Bracho, Gavaldón, Rodríguez, Fernández y Galindo llenan las pantallas.

A pesar de retratar, idílicamente, desde el arrabal hasta el campo mexicano, sin dejar de lado la monstruosa urbe, algunas cintas son censuradas por meterse con imágenes militares (Las abandonadas, Fernández, 1944), el sistema caciquil predominante (El brazo fuerte, Korporaal, 1958), la crítica política (El impostor, Fernández, 1956), la desnudez (Cada quien su vida, Bracho, 1959) o una malentendida diplomacia (Espaldas mojadas, Galindo, 1953). Sin embargo, será La sombra del caudillo (Bracho, 1960) el icono de la censura.

La primera modernidad y el 68

El sexenio de López Mateos trajo consigo la segunda industrialización del país y un renovado gusto por lo extranjero, ahora con la mira en los EUA. La clase media se aleja de las pantallas nacionales; el cine es para el populacho y la censura cierra los ojos a los desnudos, el lenguaje obsceno y a la desmitificación de los héroes nacionales.

La década del milagro económico cerró con una brutal represión por parte del Estado.

El cine mexicano se repliega. La censura alcanza al cine extranjero. Es la época de la “versión íntegra, sin cortes ni censura” como atractivo para cintas eróticas, engañabobos.

En ese contexto, “El grito se exhibió de manera privada una sola vez, en el condominio de productores y luego la Universidad temió que fuese una herramienta de agitación. El clima de represión estaba muy fuerte y se decidió reservarla y no mostrarla hasta dos años y medio después” .

Los productores nacionales deben librar la censura del Banco Cinematográfico, que revisaba los guiones a apoyar, y de la Dirección de Cinematografía que cortaba las escenas que no se plegaban al reglamento vigente. El topo (1969) de Alejandro Jodorowsky, sufrió el recorte de casi 30 minutos.

El cine estatizado

La llegada de Luis Echeverría al gobierno significó un giro radical en la participación estatal. Urgido de reconocimiento de la intelectualidad mexicana (“es Echeverría o el fascismo”, Carlos Fuentes dixit), el Estado financia gran cantidad de películas, muchas con supuestos aires de libertad. Las leperadas en el cine se hacen carta común desde el “¡Que se chingue la abuela!” de Mecánica nacional (Alcoriza, 1971), aunque dos años antes, El cambio (Joskowicz, 1969) cerraba con un “eres un hijo de tu rechingadísima madre”.

Pero la libertad de expresión se circunscribió al léxico; con el hermano mayor en la presidencia, el menor a cargo del cine nacional y exorbitantes presupuestos para filmar, tonto era el cineasta que se arriesgaba a presentar un proyecto ajeno a la línea presidencial.

Así siguió el sexenio lopezportillista, aunque éste iniciara con la censura de La viuda negra (Ripstein, 1977), más para calmar la moral pública que por convicción, ya que la cinta narra los amoríos de un cura con su ama de llaves, y es la excepción, no la regla. Los ochenta están plagados de ficheras y culminan con narcodramas y albures de consumo populachero, que la censura ignora sin problema alguno. Sólo dos cintas serán sometidas: Toña… nacida virgen (González, 1983), por su abierta sexualidad, y Masacre en el Río Tula (Rodríguez Jr, 1985), por una escena en la que un grupo de pistoleros ligados a la policía asesina a un periodista.

La nueva modernidad

Tras el fraude electoral de 1988, el salinismo instaurado encontró, en Rojo amanecer (Fons, 1988) cómo congratularse con la izquierda burocratizada en el Pronasol.

Aunque vio la luz comercial (tras falsa lucha contra la censura, resultado de un mal llevado trámite), la cinta fue producto de un arreglo de los productores con el gobierno y el ejército; se culpa a judiciales drogados de la matanza del 2 de octubre de 1968. En renovado echeverrismo, la industria fílmica de la nueva modernidad censura títulos risibles: ¿Nos traicionará el presidente? (Pérez Gavilán, 1987-88), Traficantes del sexo (Rodríguez Vázquez, 1994) y Comando marino (Cardona III, 1990).

El mercado y su ley

En el nuevo milenio, con gobierno de izquierda en la ciudad de México y un ranchero dicharachero mentando madres contra el régimen, el cine mexicano sale avante ante un nuevo intento de censura, de la mano de un personaje nuevo: el mercado.

La ley de Herodes (Estrada, 1999) es retirada del programa de la Muestra de Cine de Acapulco ese año, ante la protesta de su realizador, el elenco y la prensa ahí reunida. Ante la avalancha de críticas, se exhibe la cinta. La distribuidora GUSSI-Artecinema se frota las manos con anticipación; su éxito comercial está asegurado.
Con la distribución y, en mayor medida la exhibición, como dueñas de la industria, ya no es necesario censurar descaradamente una cinta. Para que quede en el olvido.

Basta con exhibirla sólo una semana en un cine de difícil acceso para la clase media alta, que ahora es prácticamente la única consumidora de cine. Filmes interesantes, como Japón (2002), Batalla en el cielo (2005, Reygadas), En el paraíso no existe el dolor (Saca, 1994), Mil nubes de paz cercan el cielo… (Hernández, 2003) y, más recientemente, El violín (Vargas, 2005), han contado con más premios y reseñas que espectadores.

2006: la arrogancia de los poderes fácticos

Federico Arreola se aventura a producirle un largometraje de Luis Mandoki sobre las irregularidades electorales del 2 de julio de 2006, de abierto apoyo a Andrés Manuel López Obrador y franca condena al gobierno de Felipe Calderón. Se encuentra con el rechazo de una trasnacional, la Warner Bro’s, administrada en México por Televisa y versiones de que la mayor cadena exhibidora a nivel nacional, Cinépolis, no distribuirán y exhibirán, respectivamente, el filme por razones políticas.

Estalla el escándalo, la exhibidora da la cara y afirma que “no censura: Cinépolis apoya al cine mexicano y al documental”, en un comunicado de su departamento de Atención a Clientes. No así el director de Warner Brothers México, Juan Manuel Borbolla, quien se escuda en el argumento de que “no es negocio y no por razones políticas”.

Es extraño que, a diferencia de La ley de Herodes, el documental de Mandoki no interesó a ninguna gran distribuidora, a pesar de que, según los cálculos más modestos de los productores, podría llevar a más de un millón de espectadores a las salas.

Así como en 1983 Isela Vega gritó que “la televisión se vaya a Toluca, la radio a Pachuca y la censura a chingar a su madre”, hoy esperamos (y no sentados) que la censura, ya sea oficial o del mercado, tenga el seguro destino que la Vega le deseó.