DEL EDITORIAL DEL PERIODICO LA JORNADA
El titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, anunció ayer que el aumento de dos centavos mensuales al precio de la gasolina y el diesel, previsto en el marco de la llamada reforma fiscal, no entrará en vigor en lo que resta del presente año. La pertinencia de esta medida, afirmó el gobernante, radica en impedir que el aumento a los combustibles, en añadidura con el actual “entorno de ajuste de precios internacionales de diferentes productos”, tenga un “impacto aún mayor en los bolsillos de los mexicanos, especialmente de las familias con menores ingresos”.
La decisión de suspender momentáneamente la entrada en vigor del gasolinazo sería, en sí misma, correcta y hasta plausible, de no ser porque la carestía –una verdadera ofensiva contra la economía popular– ya se desató desde principios de la presente administración con el incremento al precio de la tortilla, e incluso desde antes, con la andanada de aumentos decretados en las postrimerías del foxismo. Es decir, el escenario que Felipe Calderón pretende postergar con el anuncio de ayer –una alza de los precios en cascada– ya ocurrió.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática, el repunte de la inflación general de diciembre de 2006 a la fecha es de 4.2 por ciento. Sin embargo, la percepción generalizada es que el incremento a los precios en lo que va de la presente administración es mucho mayor de lo que oficialmente se reconoce. Ciertamente, no puede saberse con precisión en qué medida el anuncio de la subida a los precios de los combustibles influyó en esta escalada de aumentos, pero es evidente que a raíz del anuncio de esa alza, la carestía se ha incrementado, lo cual no resulta sorprendente si se toma en cuenta que, por lo general, las medidas económicas tienen efecto cuando se dan a conocer y no cuando entran en vigor. A tono con esta lógica, diversos sectores de la iniciativa privada reconocieron que el anuncio del gasolinazo traería consigo un aumento anticipado de precios en alimentos y servicios, “porque ha habido incrementos en los costos de producción”. Por su parte, el gobernador del Banco de México, Guillermo Ortiz, había advertido, incluso antes de que el gravamen fuera aprobado, que la medida tendría un impacto inflacionario y que sus efectos directos e indirectos serían nocivos, “en la medida en que permeen y afecten negativamente expectativas”.
A la vista de tales advertencias, es dable suponer que con el anuncio de ayer el gobierno no estaría ahorrando un golpe a la economía popular, como afirmó Calderón, sino que le estaría propinando dos: uno con la actual espiral inflacionaria y otra para cuando sea que entre en vigor el aumento previsto. Sería particularmente desastroso que ese momento empatara con la llamada cuesta de enero, uno de los periodos de mayor vulnerabilidad para la economía de la población en general.
Por lo demás, es preocupante que la administración pública presente una medida orientada a controlar los precios, cuando es claro que carece de capacidad para lograr tal efecto, como ocurrió con el alza al precio de la tortilla. Tal incapacidad se explica por la visión fundamentalista del libre mercado, propia de los gobiernos neoliberales –que ha derivado en el desmantelamiento de los aparatos de regulación de los precios–, así como por la debilidad que caracteriza a la actual administración ante el conjunto de sus interlocutores y que encuentra su factor fundamental en el déficit de legitimidad que padece de origen.
En suma, y a la luz de todos estos elementos de juicio, el anuncio de ayer no parece una medida para “proteger la economía de las familias más pobres”, como afirmó Calderón, sino un mero ejercicio discursivo de contención del creciente descontento popular ante la falta de rumbo económico preciso y las nefastas consecuencias de esta deriva en los bolsillos de la mayoría de la población.