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lunes, 13 de noviembre de 2006

QUE HIZO EL PROzac DE SU SEXENIO?

El foxismo, un sexenio al servicio de los empresarios de la radio y tv
por: Raúl Trejo Delarbre


Resumir la política comunicacional del gobierno de Vicente Fox a una frase es tentador. Él mismo se encargó de acuñar ese modo fácil de expresión, paradigma de ignorancia y de indolencia ante uno de los dilemas mediáticos más significativos del sexenio reciente. "¿Y yo por qué?", su respuesta a un reportero de Canal 40 cuando le pidió resolver la incautación ilegal de la antena transmisora de esa estación por parte de Televisión Azteca, exhibía la dejadez de Fox y su gobierno con relación a los medios.

Desidia, desdén e irresponsabilidad, son rasgos de esa política negativa en el terreno de la comunicación por parte de la administración foxista. Es paradójico porque quizá ningún presidente de México hipotecó tanto, deliberada e improvisadamente, su presencia pública y el consenso de su gobierno a la capacidad propagadora y persuasiva de los medios de comunicación.

Quizás él mismo creyó, como se dijo aventuradamente en el 2000, que las elecciones de ese año las había ganado gracias a la notoriedad que le dieron los medios de comunicación. La radio y especialmente la televisión dieron cabida a todas las opciones durante aquella campaña electoral, pero no hubo relación directa entre la exposición mediática de los candidatos presidenciales y el resultado de la votación. La gente que votó por Fox no lo hizo fundamentalmente por haberlo visto en la televisión, ni siquiera por sus propuestas –ciertamente escasas y pobres–. El voto favorable al entonces candidato de Acción Nacional incluyó a los ya simpatizantes y a muchos mexicanos que buscaban cambiar la estructura de una presidencia aherrojada durante siete décadas por la hegemonía de un solo partido.

Fox no ganó gracias a los medios, pero los asumió como instrumento necesario para gobernar. Su concepción limitada le llevó a creer que el país podía dividirse en una pequeñísima minoría de ciudadanos atentos a los asuntos públicos, y una mayoría indolente, manipulable y sobre todo, conformista. Siguiendo una hipótesis maniquea que el presidente escuchó del empresario Ricardo Salinas Pliego, al primer segmento lo denominó círculo rojo: gente que lee periódicos y quienes escriben en ellos, la clase política y algunos sectores de las clases medias ilustradas. Al otro lo llamó círculo verde: mexicanos que atienden principalmente a la televisión. Con esta apreciación esquemática del país, Fox resolvió hacer de los medios electrónicos tribuna para anunciar, explicar y proclamar las decisiones de su administración ante los ciudadanos.

Todo gobierno contemporáneo debe entender a los medios como instrumentos fundamentales en la construcción y sostén de sus relaciones con la sociedad. Para ello son las políticas de comunicación. Sin embargo, en lugar de conformar una política digna de ese nombre, el gobierno de Fox se echó en brazos de las empresas mediáticas más influyentes. Se trata del gobierno mexicano que más se ha interesado en los medios de comunicación y, al mismo tiempo, el que ha tenido la política comunicacional más hueca y débil.


Largo historial de conveniencias mutuas

Durante el régimen priísta, al menos hasta el inicio de la última década del siglo XX, los medios de comunicación estuvieron sujetos económica, jurídica y/o políticamente, a un Estado esencialmente autoritario. Esa situación comenzó a cambiar durante el gobierno de Ernesto Zedillo, el último del PRI. Los medios impresos experimentaron libertades que no habían tenido, por lo menos, desde los años 30 de ese siglo. En la televisión y la radio también había mayor diversidad de expresión que en otros tiempos, aunque allí la amplitud de esta libertad oscilaba según los intereses corporativos y las conveniencias políticas de sus propietarios. Esta condición se mantuvo y en algunos casos se ensanchó durante el gobierno de Vicente Fox, no como grácil concesión del presidente, sino porque los propietarios y operadores de los medios encontraron que la pluralidad, especialmente en asuntos políticos, era mejor negocio que la uniformidad de otras épocas.

Durante el régimen priísta, el arreglo tácito y eficaz entre gobierno y medios privados implicaba que el primero mantuviera el monopolio del quehacer político en los espacios comunicacionales –al menos en los de carácter audiovisual– y que los otros pudieran expandir sus negocios con restricciones escasas o nulas. Con la administración de Vicente Fox, en cambio, los propietarios y operadores de medios encontraron que no les hacía falta subordinarse a los intereses del gobierno, y no solamente por el talante de apertura –que desde luego hubo– durante ese gobierno. Además, la administración foxista se rehusó a establecer estrategias de comunicación que pautaran su relación con los medios privados.

En ausencia de esa política de comunicación, el gobierno de Fox simplemente actuó a partir de ocurrencias, ciñó sus decisiones mediáticas a veleidades personales; permitió una expansión desbordada y la actuación, en ocasiones ilegal, de las principales empresas de radiodifusión. Y cuando éstas se lo exigieron, incluso hizo propias las medidas reglamentarias y las reformas de ley que convenían a tales corporaciones privadas.

Esto sí constituyó una modificación en la relación entre el Estado y los medios. Si bajo la fase autoritaria del partido único la relación Estado y medios la definía los beneficios mutuos, en el sexenio de Fox el gobierno se subordinó a los imperios televisivos. El presidente y su administración se comportaron como palafreneros del interés de las corporaciones mediáticas.


Complacencias con intereses mediáticos

El afán obsesivo del presidente Fox y su gobierno por estar presentes en los escenarios mediáticos, a los que atiende el círculo verde, los llevó a dispensar excesos e incluso a omitir la ley con tal de beneficiar a las corporaciones de comunicación, en varios momentos durante el sexenio 2000-2006.

Los episodios más escandalosos fueron ampliamente documentados. El decretazo del 10 de octubre de 2002, cuando el presidente Fox hizo suyos, promulgándolos, dos documentos elaborados por Televisa: el nuevo reglamento para la Ley Federal de Radio y Televisión, que establecía más facilidades para la expansión comercial de las empresas de ese ramo. Así también, el decreto que redujo al 10 por ciento el tiempo fiscal que disponía el Estado en todas las estaciones de radio y televisión. La desidia gubernamental después de que el 27 de diciembre de 2002 un comando armado, enviado por Televisión Azteca, asaltó la antena de Canal 40 en el Cerro del Chiquihuite, desatando una crisis que desembocaría, más de tres años después, en la aniquilación de esa alternativa en la televisión mexicana. El desentendimiento del gobierno cuando en diciembre de 2005, la Cámara de Diputados aprobó las reformas a las leyes de Telecomunicaciones y de Radio y Televisión que, por beneficiar notoriamente a las empresas de radiodifusión ya existentes, fueron denominadas Ley Televisa. Esos y otros acontecimientos anunciaron, reiteraron y confirmaron la ausencia de una política propia en el campo de la comunicación, y la complacencia incondicional que el gobierno del presidente Fox mantenía respecto a los intereses de los consorcios mediáticos.


Dispendios, condescendencias y omisiones

Otros episodios de menor resonancia refrendaron esa decisión:

La costosa compra de publicidad del Gobierno Federal en estaciones de televisión y radio a pesar de los espacios que disponía, tanto en virtud del tiempo fiscal como de la disposición legal que otorga al Estado media hora diaria en cada estación. Esto constituye un dispendio injustificado cuyo monto preciso es incierto.

La constante displicencia de la Secretaría de Gobernación respecto a transgresiones cotidianas que cometen centenares de empresas de radiodifusión, pero especialmente televisoras nacionales cuando, por ejemplo, la publicidad que transmiten rebasa los límites que establece la ley, o cuando se difunde propaganda como parte del contenido de la programación.

En junio de 2004, el gobierno regaló a los concesionarios de televisión una frecuencia más por cada una de las que ya tenían, para que emprendieran pruebas de televisión de alta definición. Dos años más tarde la Ley Televisa revalidó ese inusitado obsequio al dejar en la imprecisión los procedimientos y plazos para que los concesionarios regresen al Estado, algún día, esa frecuencia adicional.

En junio de 2005 la Secretaría de Gobernación –pocos días antes de que Santiago Creel dejara de encabezarla– obsequió a Televisa la concesión para instalar 65 casinos.

También en 2005, la intervención de Comunicaciones y Transportes para impedir que el dueño de Canal 40 recibiera de la empresa General Electric un préstamo para resolver la huelga que mantenía cerrada la emisora, representó un respaldo efectivo a Televisión Azteca, que terminó apropiándose de dicha estación.

Las oficiosas gestiones gubernamentales para que el empresario Olegario Vázquez Raña se quedara con la concesión de Canal 28 en la Ciudad de México, a partir de la cual quiere establecer una cadena nacional, pudieran entenderse como resultado de un convenenciero tráfico de influencias, distantes de los compromisos de transparencia que tanto abundan en los discursos oficiales.

La enumeración de canonjías que el gobierno ha procurado a los consorcios mediáticos, así como los excesos que ha permitido, al punto de abstenerse cuando tenía que haber aplicado la ley, hacen imposible considerar que el gobierno de Fox haya tenido una política para los medios de comunicación. La única estrategia fue la ausencia de políticas y, ante esa omisión, las decisiones importantes en materia de comunicación no estuvieron determinadas por los principios jurídicos que soportan al Estado mexicano, mucho menos por el interés de la sociedad.


Entre vida pública y privada

Un balance más amplio de la relación entre el gobierno de Fox y los medios tendría que incorporar las extravagancias que perfilaron el comportamiento público del presidente y familia –al que incorporaron asuntos propios de su vida privada–. La irrefrenable atracción que Fox tuvo hacia los micrófonos y las cámaras, la desfachatez con que Martha Sahagún –primero vocera y a la postre esposa presidencial– utilizaba escenas de esa relación personal con fines de propaganda, la contratación de asesores que impusieron a la discusión y al tratamiento de la imagen presidencial, recursos de la más estrambótica índole: desde charlas motivacionales hasta invocaciones esotéricas, pasando por un asesor presidencial convencido que la llegada de Fox al poder político era resultado de influencias extraterrestres. Todo ello fue parte de un pintoresco retablo de torpezas, inexperiencias políticas e incluso abusos patrimoniales, que contribuyeron a definir la impolítica comunicacional de esa administración.

En su afán por congraciarse con los medios, pero sobre todo, en la confusión que mantuvieron entre presencia política y mediática, así como entre sus ámbitos privado y público, el presidente Fox apareció ante las cámaras imitando a cómicos de la televisión, hasta rivalizando con ellos, y su señora esposa cocinó para los televidentes, aconsejó a las mujeres, y aspiró a desempeñar el trabajo de su marido, entre muchas otras comparecencias electrónicas.

Al final del sexenio la relación de los Fox con los medios de comunicación difuminó las fronteras entre los ámbitos del gobierno y del interés mediático. Pero más allá de episodios anecdóticos, el involucramiento personal de la señora Sahagún de Fox para gestionar asuntos según la conveniencia de las corporaciones mediáticas, evidenció el compromiso, o al menos la anuencia del presidente para que el interés de las televisoras dominara sobre el interés público.


Medios estatales, libertad sin respaldo

El haz cuestionable de la impolítica comunicacional del gobierno de Vicente Fox está repleto de episodios como los anteriores. Sin embargo, en el envés de ese panorama hay momentos de avance –muy pocos– hacia una comunicación de y para la sociedad. Quizá la más importante decisión en ese terreno fue el reconocimiento legal de una docena de radiodifusoras comunitarias. Éstas debieron enfrentar la ignorancia oficial y el encono de los directivos de la radiodifusión comercial, incluso una vulgar campaña mediática en la que, con distorsiones y engaños se les presentaba como nidos de subversión. Esas radiodifusoras y sus representantes supieron documentar sus argumentos, presentaron nutridos expedientes para satisfacer complejas exigencias técnicas y jurídicas, y mantuvieron una inteligente presencia pública hasta conseguir el reconocimiento oficial. La decisión del presidente Fox para autorizar esos permisos fue una ligera pero quizás intencional zancadilla a los dirigentes de la radiodifusión privada, que habían hecho de la persecución a las comunitarias una desmedida causa política.

Pero cada una de esas actitudes tiene sus bemoles. Las radiodifusoras comunitarias no hubieran estado desesperadas por conseguir su registro legal de no haber sido por el acoso que, a comienzos del sexenio, el propio Gobierno Federal emprendió contra ellas, y que incluyó amagos directos por parte de efectivos del Ejército Mexicano. La autonomía de Notimex fue larga y tortuosamente discutida dentro del gobierno, en un proceso que desgastó a la agencia y sus defensores, aunque desembocó en la aprobación de un nuevo estatuto legal.

El gobierno mismo respetó a los medios que se encuentran ubicados dentro de la administración pública y que, cabe subrayar, estuvieron encabezados por funcionarios que entendieron la importancia de construir una comunicación auténticamente pública. Directivos como Lidia Camacho en Radio Educación, Enrique Strauss en Canal 22, Julio di Bella en Canal 11, y muy especialmente Dolores Béistegui al frente del Instituto Mexicano de la Radio, supieron comprometerse, cada uno con matices y contraluces, con proyectos comunicacionales distintos de la voracidad mercantil, pero también alejados de la propaganda oficial. El gobierno del presidente Fox reconoció la libertad que se habían ganado esos medios y sus trabajadores, pero no hizo esfuerzo alguno para proporcionarles mejores y mayores recursos.


Postrados

Transcurrido el sexenio de impolítica comunicacional por parte del Estado, la frase "¿y yo por qué?" resulta característica de tales insuficiencias. Para Fox los medios no eran un problema sino un instrumento. Y ese instrumento no quiso entenderlo como recurso de la sociedad, sino como amplificador de sus propias acciones y declaraciones.

Si bien con significativas excepciones, el Poder Legislativo, y sin excepción, todos los partidos políticos, coincidieron en resguardar el interés de Televisa, Televisión Azteca y otras empresas comunicacionales, como si de ello dependieran el escaño, la curul, el registro o las prerrogativas. Como resultado de decisiones y omisiones, el Gobierno Federal quedó postrado ante la preeminencia mediática. Pero junto a éste, legisladores, dirigentes, secretarios de Estado y muy especialmente gobernadores y jefes de gobierno de todas las adscripciones políticas, refrendaron y amplificaron el poder de las televisoras. Prácticamente toda la clase política mexicana ha compartido, aunque no fuese de manera tan palmaria, aquel "¿y yo por qué?" con el cual se puede definir la relación entre el Estado y los medios en el sexenio de Vicente Fox.

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