Un gobierno militarizado sin presidente
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Sin duda, después del 5 de julio de este año se ha comenzado a conformar un nuevo escenario político en el país. Por un lado, un escenario que no tiene cambios y sí continuidad: la inexistencia virtual o la existencia sólo mediática del presidente espurio de la República, cuyo gobierno ha centrado su preocupación indistintamente en favorecer abiertamente a los sectores más enriquecidos del país (revisar los resultados catastróficos de la Encuesta Ingreso-Gasto de los Hogares 2008) y, al mismo tiempo, hacer recaer la parte sustantiva del quehacer gubernamental en el accionar de las fuerzas armadas (sean éstas Ejército, policías o Marina). El país así desde el 2006 transita doblemente agobiado. Agobiado por una situación económica cada vez más crítica (crítica para todos, Concamin y Concanaco dixit) y agobiado también (aterrorizado más bien) por una acción militar que no tiene frenos y que ha venido pisoteando una vez sí y otra vez también los derechos humanos.
Pero ahora, tres años después de aquel fatídico y fraudulento 6 de julio del 2006, si bien el escenario no ha cambiado sustantivamente sí se registra un hecho notable: la figura presidencial no sólo ha disminuido sensiblemente, sino por más esfuerzos desesperados que hace (imponer a Nava como dirigente del PAN) se encuentra casi desaparecida; físicamente cada vez más chaparro y cegatón, él, FeCal, en términos de gobierno, se encuentra totalmente descentrado (el galimatías de la refinería), como esperando sólo que el PRI, a través del Congreso, se haga cargo de gobernar, lo cual, tampoco ni mucho menos, anuncia épocas mejores para el país.
De fondo, pues, el escenario político de México después del 5 de julio de este año es tan sombrío como antes del proceso electoral, sin que hasta la fecha se hayan planteado, creo, las preguntas generadas con los resultados electorales de esa fecha. Una, y quizá central, sería aquella que se plantea si se debe o no seguir impulsando la vía electoral para impulsar desde una izquierda realmente revolucionaria (ni madres de moderna o indefinidamente democrática, a la manera que reclaman los fifís intelectuales como Carlos Fuentes o Federico Reyes Heroles) los cambios sociales que el país requiere para modificar sustantivamente las brutales condiciones de vida que prevalecen en el país. Si se toman en consideración los resultados de esa fecha, destaca que hoy electoralmente sigue siendo el voto duro (el que es cooptado a través de diferentes mecanismos de corrupción) el determinante fundamental de los resultados electorales, sean del PRI, del PAN, del PRD o de los partidos ratoneros. Pero también hay que reconocer que hubo un porcentaje representativo de votación (casi 6% a nivel nacional y 10% en el DF) que anuló concientemente su voto, aunque casi el 45% del padrón no votó. Ello conduce, creo, a una primera conclusión obvia: no se puede negligir, de entrada, la lucha electoral, entre otras cosas por la carga y representación institucional que ella tiene. Otra cosa diferente será que sean los propios partidos políticos los que sí desechen esa vía electoral parcialmente o la modifiquen sustantivamente, sustituyéndola, como ya lo pregona el PRI, por un régimen parlamentario. Un presidencialismo de escaparate para el 2012 sería la base del escenario político de ese año. ¿Le interesará eso, acaso, a Enrique Peña Nieto o a López Obrador?
Eso obliga y conduce al planteo de una segunda pregunta central luego de este 5 de julio. ¿Qué hacer entonces en términos de lucha popular para lograr ese cambio radical de las condiciones de vida en México?
Espero, en una próxima colaboración, poder abundar sobre el tema, tomando en cuenta que por ahora el espacio se agotó.
Sin duda, después del 5 de julio de este año se ha comenzado a conformar un nuevo escenario político en el país. Por un lado, un escenario que no tiene cambios y sí continuidad: la inexistencia virtual o la existencia sólo mediática del presidente espurio de la República, cuyo gobierno ha centrado su preocupación indistintamente en favorecer abiertamente a los sectores más enriquecidos del país (revisar los resultados catastróficos de la Encuesta Ingreso-Gasto de los Hogares 2008) y, al mismo tiempo, hacer recaer la parte sustantiva del quehacer gubernamental en el accionar de las fuerzas armadas (sean éstas Ejército, policías o Marina). El país así desde el 2006 transita doblemente agobiado. Agobiado por una situación económica cada vez más crítica (crítica para todos, Concamin y Concanaco dixit) y agobiado también (aterrorizado más bien) por una acción militar que no tiene frenos y que ha venido pisoteando una vez sí y otra vez también los derechos humanos.
Pero ahora, tres años después de aquel fatídico y fraudulento 6 de julio del 2006, si bien el escenario no ha cambiado sustantivamente sí se registra un hecho notable: la figura presidencial no sólo ha disminuido sensiblemente, sino por más esfuerzos desesperados que hace (imponer a Nava como dirigente del PAN) se encuentra casi desaparecida; físicamente cada vez más chaparro y cegatón, él, FeCal, en términos de gobierno, se encuentra totalmente descentrado (el galimatías de la refinería), como esperando sólo que el PRI, a través del Congreso, se haga cargo de gobernar, lo cual, tampoco ni mucho menos, anuncia épocas mejores para el país.
De fondo, pues, el escenario político de México después del 5 de julio de este año es tan sombrío como antes del proceso electoral, sin que hasta la fecha se hayan planteado, creo, las preguntas generadas con los resultados electorales de esa fecha. Una, y quizá central, sería aquella que se plantea si se debe o no seguir impulsando la vía electoral para impulsar desde una izquierda realmente revolucionaria (ni madres de moderna o indefinidamente democrática, a la manera que reclaman los fifís intelectuales como Carlos Fuentes o Federico Reyes Heroles) los cambios sociales que el país requiere para modificar sustantivamente las brutales condiciones de vida que prevalecen en el país. Si se toman en consideración los resultados de esa fecha, destaca que hoy electoralmente sigue siendo el voto duro (el que es cooptado a través de diferentes mecanismos de corrupción) el determinante fundamental de los resultados electorales, sean del PRI, del PAN, del PRD o de los partidos ratoneros. Pero también hay que reconocer que hubo un porcentaje representativo de votación (casi 6% a nivel nacional y 10% en el DF) que anuló concientemente su voto, aunque casi el 45% del padrón no votó. Ello conduce, creo, a una primera conclusión obvia: no se puede negligir, de entrada, la lucha electoral, entre otras cosas por la carga y representación institucional que ella tiene. Otra cosa diferente será que sean los propios partidos políticos los que sí desechen esa vía electoral parcialmente o la modifiquen sustantivamente, sustituyéndola, como ya lo pregona el PRI, por un régimen parlamentario. Un presidencialismo de escaparate para el 2012 sería la base del escenario político de ese año. ¿Le interesará eso, acaso, a Enrique Peña Nieto o a López Obrador?
Eso obliga y conduce al planteo de una segunda pregunta central luego de este 5 de julio. ¿Qué hacer entonces en términos de lucha popular para lograr ese cambio radical de las condiciones de vida en México?
Espero, en una próxima colaboración, poder abundar sobre el tema, tomando en cuenta que por ahora el espacio se agotó.