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martes, 10 de junio de 2008

¿Remover al Presidente?

Fausto Fernández Ponte

I

El Presidente de Facto de México, Felipe Calderón, se nos muestra día con día ante los mexicanos como un mandatario sin aptitudes ni habilidades para ejercer su investidura.

Trátase, obvio antojaríase, de las aptitudes, habilidades y virtudes de un vero jefe de Estado, condición que trasciende el formalismo convencional de la investidura; ésta no hace al estadista.

Y es que, en los hechos, México ha carecido de estadistas verdaderos en dos generaciones --medio siglo--, sino es que más, siendo Lázaro Cárdenas (1936-40) el último de ellos.

Don Lázaro, no huelga subrayarlo, mostró con fehacencia y largueza una conducta propia de un estadista. La Expropiación Petrolera (1938) y otros logros de reivindicación social así lo confirman.

A don Lázaro le precedieron, vistos desde las perspectivas del historicismo, algunos individuos con aptitudes, habidades y virtudes de políticos con indudable vocación de estadistas. Fueron pocos, sí.

Pocos, pero la comparación con lo contemporáneo arroja un saldo patético. En un período que abarca la segunda década del siglo XX hasta 1940, el total de estadistas verdaderos fue parco: tres a lo más.

II

Pero el lapso comprendido desde 1940 a la fecha hemos tenido hombres investidos como jefes del Estado pero ningún estadista de verdad. Han sido jefes investidos pese a sus muy dudosos méritos.

Así, han jefaturado al Estado mexicano burócratas, trepadores, oportunistas, facciosos y corruptos, algunos de ellos habilidosos en la politiquería aviesa y el chanchullo como moral.

También hemos tenido como cabezas de Estado a payasos, bandidos, mafiosos, así como a pelmazos, ignaros y dogmáticos, individuos débiles de carácter dominados por consortes que gobernaban al país.

Desde 1940 no han habido liderazgos de Estado --de poder político-- reales. Hubo líderes formales, constitucionales, pero de pacotilla. No hubo lideratos moralmente indiscutidos inspiradores.

Las causales de esa realidad son muchas y complejas. Dígase que sólo los movimientos sociales telúricos, como una revolución, producen liderazgos reales y, por tanto, estadistas.

La Revolución Mexicana tomó el poder pero éste fue desvirtuado por sus propias contradicciones y por sus mismas criaturas humanas, sociales e institucionales, y sus enemigos.

Y fincó la simulación sistémica como filosofía de Estado para fines del poder y su uso y abuso, entre ellos con particular hipocresía el de la corrupción impune. Simuló incluso un contrato social.

III

Ello creo cultura propia, atávica. Y creó así consensos falsos, con componentes que no cohesionan una forma de organización política y económica que hoy muéstrase dramáticamente inviable y en crisis.

Cierto. Y como la simulación y corrupción tenían --tienen aun-- dialéctica propia, la cultura de instituciones y prácticas creada por ambas posee, lógicamente, dialecticidad. Hoy está en crisis.

Así se explica la crisis institucional en México, como da sentido, asimismo, muchos otros aspectos críticos --y, ergo, cruciales-- del poder formal, el del Estado, y de la sociedad misma.

Ello se tradujo en percepciones públicas no sólo en México, sino a exteramuros. El sistema político mexicano movió a admiración emulativa. Hasta los sandinistas contemplaron alguna vez imitarlo.

Allí yace el origen de la crisis actual. Un jefe del Estado que no es tal y que sí es, en cambio, espurio. Un jefe del Estado a modo de los intereses que son y que están, pero que no son los de México.

Tontamente, ese jefe del Estado abre frentes doquiera. Desconfía del pueblo, al que identifica como enemigo y no como su mandante. Ese pueblo, en consulta popular, podría removerlo. Sumariamente.


Glosario:

Contrato social: figura inferida de la ciencia política que se refiere a la suma de consensos generales acerca de la morfología del poder.
Doquiera: por doquier, en dondequiera.