La incompatibilidad de los discursos
Ricardo Andrade Jardí
Tarea imposible o matemáticamente improbable, para decirlo en correcto castellano, resultará la promesa de Ivonne Ortega, gobernadora de Yucatán, de lograr que el Estado sea el número uno en educación.
Baste con echar una hojeada al Plan Estatal de Desarrollo para entender la incompatibilidad de los discursos. En el pilar dedicado a la educación, en realidad titulado “Inversión en capital humano”, que trata fundamentalmente de salud, educación y cultura, se desprende que la naturaleza del discurso, neoliberal del mismo, donde el condicionante “seres humanos”, es suplido totalmente por el, incondicional, de “capital humano”, deja muy poco margen para lograr una educación de calidad, frente a la necesidad de crear mano de obra calificada descrita en el documento como “competitividad” para el “mercado laboral”. Es decir, imposible resulta la intención de convertir la educación de calidad (ética, crítica y científica) en un manojo de alta “competitividad global”; o se apuesta por una educación de carácter critico y científico que desarrolle la creatividad como instrumento de transformación, amen de ser, por lo mismo, un resorte de subjetividades libertarias, donde se privilegie la solidaridad, la pluralidad, el debate profundo de ideas, la colectividad de los procesos, la socialización del conocimiento y la ética, o se apuesta por impulsar, eso, a lo que la moda llama hoy “la competitividad”. Competitividad que se opone al sentido de colectividad, competitividad para incrustar nuestra realidad, en la realidad global del libre mercado; crear técnicos competitivos es lo que nos propone el Plan Estatal de Desarrollo, pero bajo ningún margen de error nos plantea la necesidad de impulsar un sistema educativo que, lejos de la retórica, se preocupe por crear hombre y mujeres libres, críticos y transformadores de la realidad global, que es en la práctica: una realidad siniestra; el deliberado
abandono de una educación ética frente al cobijo de una “educación de competitividad” (la ética es algo que brilla por su ausencia en el capitulo respectivo del manojo de intenciones que es el Plan) responde a dos tipos de discursos opuestos que resultan prácticamente incompatibles.
Impulsar la competitividad, en el discurso neoliberal, es impulsar la mano de obra calificada, pero sobre todo barata, para desarrollar las tareas que las corporaciones trasnacionales y las instituciones financieras mundiales requieren para seguir impulsando una economía competitiva de mercado, que rápidamente abandona la academia y la disidencia de pensamiento que deberían impulsarse desde los centros educativos, como fundamentales resortes para la construcción de
imaginarios democráticos y tolerantes, para dar paso a un pensamiento único moldeado para la “productividad”, donde los menos adquirirán la ganancia (siempre privada) mientras los más juegan sobreviviendo, controladamente, bajo la falsa y virtual idea “del progreso” anhelado, sólo alcanzable si se siguen al pie de la letra los parámetros de la “competitividad”, si se olvida todo rastro de solidaridad y colectivización, frente al anhelo de alcanzar lo que el mercado ofrece como sentido del éxito.
“Me conforta antes que nada”, nos dice la competitividad global que hoy se impulsa como el eje rector del Plan Estatal en cuanto a desarrollo (que no capital) humano se refiere.
Convertir a millones de mexicanos en mano de obra barata “calificada” es el objetivo fundamental que se enmarca en los “contemporáneos planes de desarrollo” (sexenales), planes de “buenas intenciones” (buenas intenciones, así entre comillas).
Eliminar el humanismo lo más posible de la educación privada y oficial es la pretensión para lograr una educación: no de calidad, sino puramente técnica y que mpida, por cualquier medio, la generación de sujetos sensibles para lograr perfiles de egresos de competencia (caníbal) con un bajísimo y mediocre nivel intelectual; no generadora de libre pensadores, sino maquinitas enajenadas bajo los falaces argumentos del éxito, consumo y triunfo, en una sociedad que celebra la mediocridad a través de logros puramente económicos, de necesidades creadas como premios del éxito, que se acompañan siempre de la indiferencia, de la competencia desleal, de la nula solidaridad y del “quítate tú para ponerme yo” que para lograrlo busca la uniformidad de criterios, la nulificación de diferencias, el formateo generalizado de grandes sectores de la sociedad, detrás de los inalcanzables pero insistentemente promocionados conforts del capitalismo salvaje.
Las nuevas “reformas” educativas que nos proponen buscan eliminar la memoria histórica de las futuras generaciones, fomentando, no la educación tecnológica, sino la capacitación técnica al servicio de los grandes capitales, al tiempo que su falsa “pluralidad” destruye o somete al pensamiento científico individual en aras de fomentar subjetividades masivas y enajenantes de control y represión.
Es claro, para todos, que para poder desarrollarse se requiere de una educación que eleve los niveles académicos y la lógica de pensamiento científico de los egresados y que genere nuevas respuestas de acción frente a nuestras realidades concretas.
Todo plan de desarrollo, mane de donde mane, no puede seguir pretendiendo ignorar el llamado urgente de nuestra ancestral cultura y de todo lo que se ha intentado borrar de nuestro pasado histórico.
Asimismo, toda reforma del Estado que pretenda impulsar el desarrollo socio-económico de una región determinada, debe partir de que la educación no debe ser ya un instrumento de control sino un proceso vivencial e integral que valore toda disciplina de la misma forma y entienda que todo, a su vez, tiene que ver con todo.
Pero la incompatibilidad de los discursos radica en querer responder a la realidad global del libre mercado, mientras, demagógicamente, se mantiene un discurso social, que es radicalmente opuesto al discurso oficial plasmado en el documento Estatal de Desarrollo. La competitividad (neoliberal) nada tiene que ver, en realidad, con la idea de desarrollo social, o se compite para el mercado o se impulsa el desarrollo social, o se invierte en capital humano o se invierte para el bienestar de la sociedad compuesta no por capitales sino por personas, por seres humanos que dejan de tener, en el imaginario colectivo, la condición indiscutible de personas, de seres humanos, cuando el discurso oficial los transforma tan sólo en “capitales” de explotación para impulsar la “competitividad” y la inversión privada como motor “de desarrollo y progreso”.
El desarrollo de una sociedad determinada, como lo demuestra la historia, no puede ser impulsado frente a la injusticia y la injusticia difícilmente podrá ser erradicada frente al discurso que transforma a los seres humanos (cualitativos) en “capitales humanos” (cuantificables).
Alcanzar niveles extraordinarios de calidad educativa es una tarea a la que toda sociedad debe aspirar, y a lo que regularmente nunca responden los gobiernos en turno, entendiendo por calidad aquellos elementos que impulsan el desarrollo de individuos críticos, de pensamiento científico y creativo, individuos capaces de imaginar realidades diversas frente a eventos concretos, personas que impulsen el desarrollo social, por ser y entenderse como actores fundamentales del desarrollo colectivo, donde se estimule una ecología ética de pensamiento, que sea capaz de generar una cultura total de respeto y equilibrio, entre el uso de la tecnología (al servicio de la comunidad toda), la justicia social y el respeto al medioambiente, hombres y mujeres que sean capaces de ver más allá del mercado libre y que sean responsables de cuidar e impulsar una cultura capaz de ver a futuro y no a las fauces de “la competitividad” en aras de un desarrollo que nada tiene de progreso y sí mucho de retroceso.
Tarea imposible o matemáticamente improbable, para decirlo en correcto castellano, resultará la promesa de Ivonne Ortega, gobernadora de Yucatán, de lograr que el Estado sea el número uno en educación.
Baste con echar una hojeada al Plan Estatal de Desarrollo para entender la incompatibilidad de los discursos. En el pilar dedicado a la educación, en realidad titulado “Inversión en capital humano”, que trata fundamentalmente de salud, educación y cultura, se desprende que la naturaleza del discurso, neoliberal del mismo, donde el condicionante “seres humanos”, es suplido totalmente por el, incondicional, de “capital humano”, deja muy poco margen para lograr una educación de calidad, frente a la necesidad de crear mano de obra calificada descrita en el documento como “competitividad” para el “mercado laboral”. Es decir, imposible resulta la intención de convertir la educación de calidad (ética, crítica y científica) en un manojo de alta “competitividad global”; o se apuesta por una educación de carácter critico y científico que desarrolle la creatividad como instrumento de transformación, amen de ser, por lo mismo, un resorte de subjetividades libertarias, donde se privilegie la solidaridad, la pluralidad, el debate profundo de ideas, la colectividad de los procesos, la socialización del conocimiento y la ética, o se apuesta por impulsar, eso, a lo que la moda llama hoy “la competitividad”. Competitividad que se opone al sentido de colectividad, competitividad para incrustar nuestra realidad, en la realidad global del libre mercado; crear técnicos competitivos es lo que nos propone el Plan Estatal de Desarrollo, pero bajo ningún margen de error nos plantea la necesidad de impulsar un sistema educativo que, lejos de la retórica, se preocupe por crear hombre y mujeres libres, críticos y transformadores de la realidad global, que es en la práctica: una realidad siniestra; el deliberado
abandono de una educación ética frente al cobijo de una “educación de competitividad” (la ética es algo que brilla por su ausencia en el capitulo respectivo del manojo de intenciones que es el Plan) responde a dos tipos de discursos opuestos que resultan prácticamente incompatibles.
Impulsar la competitividad, en el discurso neoliberal, es impulsar la mano de obra calificada, pero sobre todo barata, para desarrollar las tareas que las corporaciones trasnacionales y las instituciones financieras mundiales requieren para seguir impulsando una economía competitiva de mercado, que rápidamente abandona la academia y la disidencia de pensamiento que deberían impulsarse desde los centros educativos, como fundamentales resortes para la construcción de
imaginarios democráticos y tolerantes, para dar paso a un pensamiento único moldeado para la “productividad”, donde los menos adquirirán la ganancia (siempre privada) mientras los más juegan sobreviviendo, controladamente, bajo la falsa y virtual idea “del progreso” anhelado, sólo alcanzable si se siguen al pie de la letra los parámetros de la “competitividad”, si se olvida todo rastro de solidaridad y colectivización, frente al anhelo de alcanzar lo que el mercado ofrece como sentido del éxito.
“Me conforta antes que nada”, nos dice la competitividad global que hoy se impulsa como el eje rector del Plan Estatal en cuanto a desarrollo (que no capital) humano se refiere.
Convertir a millones de mexicanos en mano de obra barata “calificada” es el objetivo fundamental que se enmarca en los “contemporáneos planes de desarrollo” (sexenales), planes de “buenas intenciones” (buenas intenciones, así entre comillas).
Eliminar el humanismo lo más posible de la educación privada y oficial es la pretensión para lograr una educación: no de calidad, sino puramente técnica y que mpida, por cualquier medio, la generación de sujetos sensibles para lograr perfiles de egresos de competencia (caníbal) con un bajísimo y mediocre nivel intelectual; no generadora de libre pensadores, sino maquinitas enajenadas bajo los falaces argumentos del éxito, consumo y triunfo, en una sociedad que celebra la mediocridad a través de logros puramente económicos, de necesidades creadas como premios del éxito, que se acompañan siempre de la indiferencia, de la competencia desleal, de la nula solidaridad y del “quítate tú para ponerme yo” que para lograrlo busca la uniformidad de criterios, la nulificación de diferencias, el formateo generalizado de grandes sectores de la sociedad, detrás de los inalcanzables pero insistentemente promocionados conforts del capitalismo salvaje.
Las nuevas “reformas” educativas que nos proponen buscan eliminar la memoria histórica de las futuras generaciones, fomentando, no la educación tecnológica, sino la capacitación técnica al servicio de los grandes capitales, al tiempo que su falsa “pluralidad” destruye o somete al pensamiento científico individual en aras de fomentar subjetividades masivas y enajenantes de control y represión.
Es claro, para todos, que para poder desarrollarse se requiere de una educación que eleve los niveles académicos y la lógica de pensamiento científico de los egresados y que genere nuevas respuestas de acción frente a nuestras realidades concretas.
Todo plan de desarrollo, mane de donde mane, no puede seguir pretendiendo ignorar el llamado urgente de nuestra ancestral cultura y de todo lo que se ha intentado borrar de nuestro pasado histórico.
Asimismo, toda reforma del Estado que pretenda impulsar el desarrollo socio-económico de una región determinada, debe partir de que la educación no debe ser ya un instrumento de control sino un proceso vivencial e integral que valore toda disciplina de la misma forma y entienda que todo, a su vez, tiene que ver con todo.
Pero la incompatibilidad de los discursos radica en querer responder a la realidad global del libre mercado, mientras, demagógicamente, se mantiene un discurso social, que es radicalmente opuesto al discurso oficial plasmado en el documento Estatal de Desarrollo. La competitividad (neoliberal) nada tiene que ver, en realidad, con la idea de desarrollo social, o se compite para el mercado o se impulsa el desarrollo social, o se invierte en capital humano o se invierte para el bienestar de la sociedad compuesta no por capitales sino por personas, por seres humanos que dejan de tener, en el imaginario colectivo, la condición indiscutible de personas, de seres humanos, cuando el discurso oficial los transforma tan sólo en “capitales” de explotación para impulsar la “competitividad” y la inversión privada como motor “de desarrollo y progreso”.
El desarrollo de una sociedad determinada, como lo demuestra la historia, no puede ser impulsado frente a la injusticia y la injusticia difícilmente podrá ser erradicada frente al discurso que transforma a los seres humanos (cualitativos) en “capitales humanos” (cuantificables).
Alcanzar niveles extraordinarios de calidad educativa es una tarea a la que toda sociedad debe aspirar, y a lo que regularmente nunca responden los gobiernos en turno, entendiendo por calidad aquellos elementos que impulsan el desarrollo de individuos críticos, de pensamiento científico y creativo, individuos capaces de imaginar realidades diversas frente a eventos concretos, personas que impulsen el desarrollo social, por ser y entenderse como actores fundamentales del desarrollo colectivo, donde se estimule una ecología ética de pensamiento, que sea capaz de generar una cultura total de respeto y equilibrio, entre el uso de la tecnología (al servicio de la comunidad toda), la justicia social y el respeto al medioambiente, hombres y mujeres que sean capaces de ver más allá del mercado libre y que sean responsables de cuidar e impulsar una cultura capaz de ver a futuro y no a las fauces de “la competitividad” en aras de un desarrollo que nada tiene de progreso y sí mucho de retroceso.