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lunes, 14 de abril de 2008

En defensa del petróleo

Por Esto

En repetidas oportunidades, nos hemos visto obligados a definir posiciones acerca de las consecuencias que este modo de producir y consumir genera en diversos ámbitos, a través de su manejo utilitario de personas y ecosistemas. Incorrectamente llamado “desarrollo”, esta dinámica de manejo de los recursos naturales y de las personas ha probado ser útil sólo para crear ilusiones, intentando ocultar con ficticias imágenes los evidentes estragos en regiones enteras y en el planeta todo, que semejante concepción del mundo y de las cosas conlleva. La insustentabilidad es intrínseca a este modo de producir y consumir.

Incapaz de asumir críticamente el agotamiento de esta concepción, otrora superadora de otras concepciones agotadas, los agentes que se nutren del trabajo ajeno y de los recursos naturales se aferran a lo que cada vez más aparece como privilegios sin fundamento y de los cuales se apropian sólo por el “derecho” que la fuerza otorga. Aun cuando sostengan que los recursos de la nación son de todos, el Estado que los organiza y administra está en manos de dichos agentes y los reclamos de la sociedad han tenido poca suerte en revertir esta situación.

Las distintas formas sociales que, en distintos momentos históricos, legitimaron (siempre a medias) el manejo e incorporación de diversos recursos naturales a las estructuras económicas de los países protagónicos en la escena mundial, reconocen una amplia gama de argumentos, los cuales a la luz del tiempo transcurrido, revelan su carácter falaz. “Desarrollo”, “satisfacción de necesidades”, “progreso”, “crecimiento”, “bienestar” “libertad de comercio” son las muchas palabrejas que imponen necesidades a la fuerza a pueblos enteros, al mismo tiempo que se apropian de sus recursos. Las formas, los pretextos, los recursos y los pueblos han variado de época en época y los resultados jamás fueron los prometidos.

También imponen procesos: trátese de los estragos producidos por la introducción de cultivos como el azúcar y el esclavismo que la acompañó, como de la explotación de plantas locales como el algodón, el tabaco o el caucho (para mencionar sólo algunos) con sus secuelas de destrucción y muerte. Legitiman guerras entre naciones y en las naciones, impulsando el tráfico de esclavos, explotando a gente local, destruyendo delicados equilibrios ecológicos y generando procesos irreversibles tanto en el ámbito social como en el natural.

Desde el fracaso de las utopías de Henry Ford en el Amazonas hasta hoy, las utopías de este modo de producir y consumir se han sucedido unas a otras y siempre una nueva utopía pretende desmerecer al último de los fracasos. El más notable, el referido a un supuesto “bienestar” que siempre termina por revelarse como falso, sea porque no existe para los más, sea porque se corre siempre hacia un futuro ideal que nunca se alcanza, sea porque se revela como exactamente lo contrario: destructivo, enfermante, asesino.

Los defensores de este modo de vida se apresuran a señalar los beneficios relativos que, no obstante, esta manera de tratar a gente y recursos ha generado y, satisfechos, se afanan para colorear todo con una positividad que, tramposamente, exige aceptar los presupuestos que semejante concepción conlleva. Así, según ellos, vivimos, cada día mejor aunque cada día elevamos los riesgos planetarios para todos y deterioramos las condiciones de existencia para las generaciones venideras.

El petróleo de hoy es como el azúcar de ayer. O el cacao, o el café, o el plátano, o la soya transgénica. La sucesión histórica de ocurrencias de negocios es larguísima.

Para este modo de producir y consumir todo y cualquier cosa es objeto de intercambio, aunque haya que conjuntar barcos con tripulación europea, raptar africanos, trasladarlos a otro continente para, finalmente, llevar el producto terminado a otros continentes. Durante ese lapso las naciones y su gente sangran, sudan y lloran; a veces desatan guerras entre sí, se roban mutuamente, se invaden, pero finalmente todos garantizan, de una u otra manera, que el producto llegue al lugar de consumo. Los países protagónicos han variado. También los escenarios de disputa han variado. Así como los recursos ambicionados y las víctimas, también, se han sucedido en una perversa secuencia histórica que depende, justamente, de aquellas ocurrencias de negocios y la localización de los recursos.

Hoy toca a Irak o, mejor dicho, le vuelve a tocar. Al Oriente Medio no le ha ido mejor. Todos los escenarios del mundo han sido manoseados de ida y de vuelta, varias veces, dependiendo una vez más de la última idea de negocio, de la última necesidad creada por los hombres de negocio. Esta es la mentalidad que llevará irremediablemente al planeta a un callejón sin salida, de no reaccionar sectores importantes de la humanidad y negarse a reproducir, de cualquier manera, semejante “racionalidad”. Racionalidad que ha probado, y con creces, ser dañina no sólo para o entre los humanos sino para todas las formas de vida de este planeta.

Revelante en su extensión de una insatisfacción existencial, culturalmente determinada, que se propone rehacer millones de años de evolución para satisfacer ocurrencias de negocios.

Reconocer esto no es más que reconocer que debemos pasar este capítulo de la historia humana y que ello no es más difícil que negarse a participar de los caprichos que sustentan esta manera de vivir. En la medida que seamos miles de millones la tarea será más rápida y los resultados logren, quizás, preservar la existencia humana en el planeta y recuperar formas de existencia amenazadas con la desaparición. Quizás.

Vistas así las cosas, estando en Yucatán, México y obligados a debatir sobre este particular recurso, el petróleo, trataremos de no perder esta perspectiva amplia e histórica en nuestra toma de posición. Ya hemos participado en debates sobre la explotación de petróleo frente a las costas de Yucatán. Intentamos ser propositivos aún diciendo que NO a la explotación hoy y en estas condiciones. O sea, en manos de una empresa que no ha mostrado sensibilidad acerca de las consecuencias negativas sobre personas y ambientes a raíz de sus actividades. Nos solidarizamos también, en su momento, con los indígenas de la selva ecuatoriana por sus denuncias de los estragos que otra empresa petrolera, la Texaco, causaba allí debido a sus actividades de extracción y exploración.

Siempre referido al debate local, sentamos también posición acerca del carácter estatal o privado de las empresas petroleras y expusimos que, independientemente del origen del capital, había buenos ejemplos de empresas estatales sujetas a procesos democráticos como la noruega Statoil, así como malos ejemplos de compañías privadas como la Texaco, dispuestas a la conspiración política nacional e internacionalmente y a la destrucción de ecosistemas y su gente. Pemex podría cumplir otro papel, de haber las condiciones democráticas que hoy no existen en nuestro país, así como la Texaco podría cumplir otro rol si las condiciones democráticas de EEUU fueran parecidas a las de Noruega. Pero no lo son allá, como tampoco lo son aquí, en México.

Justamente porque esas condiciones democráticas no existen, el petróleo en México se ha convertido en un elemento corruptor. Justamente porque la democracia se ha perdido en una maraña de negocios, mueren iraquíes diariamente. No es el petróleo el culpable, claro está, sino las formas sociales que no han sido capaces de utilizarlo para beneficio de toda la sociedad. Así, de ser un preciado recurso, pudo convertirse en una maldición, en una enfermedad. Ya las experiencias holandesas, un país con ejercicio democrático más abarcante y profundo que el de México, nominaron a este fenómeno de dependencia deformante como “la enfermedad holandesa”.

No describiremos aquí, la particular “enfermedad mexicana” del mismo fenómeno porque todos la conocen en este país, aunque difieran en síntomas y medicamentos. Lo que sí sería sensato, es determinar las causas por las cuales una lucha histórica que reivindicó ciertos criterios nacionales para la utilización de este recurso, devino en privilegio de aquellos pocos que aseguraron posiciones de poder para determinar acorde a sus intereses y parecer, lo que debiera ser el interés general.

La mejor defensa del petróleo, que hoy podemos hacer desde nuestra perspectiva, es no tocarlo hasta que las más amplias condiciones democráticas estén dadas. Por supuesto que esto es algo que supera y trasciende la alternancia partidista en la administración del Estado. Detener la explotación de nuevos campos hasta que un debate generalizado garantice cuáles serán los nuevos criterios de utilización de este preciado recurso no renovable. Estos nuevos criterios, a diferencia de los que centraban la polémica en el origen del capital de la empresa petrolera, debieran incorporar temáticas como la actual situación del planeta, el calentamiento global y la implementación de todas las medidas que generen otro tipo de desarrollo. Un desarrollo, ya no más basado en la pura utilidad económica, sino en la preservación de condiciones de vida que si bien deben ser convenidas social y culturalmente, darán a los ecosistemas la centralidad que exigen. Un desarrollo que, en los hechos productivos y de consumo, sea sustentable.

Tal como ha acontecido hasta hoy, la extracción y utilización de este recurso no renovable no ha aportado mucho ni en la fundación de una vida realmente democrática, ni en la erradicación de las desigualdades sociales, ni en una vida más sana, ni en la conformación de una dirigencia proba y éticamente sólida. Por el contrario, procesos de signo contrario se han abierto paso de la mano, de los vaivenes del precio del petróleo, consolidando deformaciones y aberraciones sociales inadmisibles en una sociedad democrática y que, por una falsa comodidad, hemos aceptado a cambio del futuro de nuestros nietos.

Ante esta grave situación vinculamos férreamente, como condición nacional, la profundización de la vida democrática a la continuidad de la explotación del petróleo aún en propiedad estatal. Más que fortalecer a la empresa existente, pretendemos asegurar la más amplia democracia que controle y dé seguimiento a toda actividad productiva y de consumo, con el fin de garantizar una sociedad de vida saludable. Creando nuevos instrumentos de manejo, una nueva mentalidad de responsabilidad planetaria, nuevas instituciones y nuevos mecanismos de control.

Lo que quede de petróleo, un recurso no renovable, en agotamiento por una utilización socialmente dispendiosa, debe ser preservado para las generaciones futuras. Ni una sola gota más de nuevo y más caro petróleo para sostener este modo de producir y consumir que destruye, empobrece, contamina y corrompe. El proceso debe orientarse hacia consumir racionadamente el petróleo disponible ya en explotación, cambiando las mismísimas pautas de consumo en pos de minimizar las consecuencias ambientales y de fomentar la puesta en marcha de fuentes energéticas renovables. La exploración deberá continuar sólo con la finalidad de aportar a las futuras generaciones localizaciones de un recurso valioso y propuestas de métodos ambientalmente benévolos de extracción, tratamiento y consumo.

El debate del siglo pasado debe dar paso al debate de este siglo. Un siglo que deberá enfrentar las consecuencias de elecciones pasadas, muchas de las cuales ya han mostrado sus tremendas limitaciones. Empresas estatales y privadas, en competitivo juego, nos han traído a esta delicada situación. Superar dicho juego malévolo es la tarea y ésta exige nuevas definiciones, nuevos conceptos, una nueva mentalidad y, sobre todo, democracia. Con la escasa democracia existente es inmoral definir el futuro de todos, debemos refundar la sociedad sobre la base de la más amplia de las democracias para definir el futuro que estamos dispuestos a asumir hoy. Sin petróleo, las sociedades han vivido durante mucho tiempo; sin democracia, sin decisiones colectivas que mejoren nuestra sociedad, no debemos de acostumbrarnos a vivir.

Como esta misión intergeneracional no está en condiciones de ser asumida ni por las empresas estatales, ni por las privadas, dada la mentalidad común que poseen, proponemos: una moratoria petrolera en vista de las graves condiciones ambientales y sociales planetarias. Ello, con el propósito de alejar a los pueblos del mundo de la estrategia del sálvese quien pueda y para crear el marco de debate y propuestas que nos acerquen en este estado de emergencia mundial, en pos de la búsqueda común de soluciones que fomenten la paz, la solidaridad y el bienestar, a pesar de los estragos de los últimos cinco siglos. Un debate nacional y mundial sobre esta crisis humanamente creada podrá, o refundar los lazos de hermandad sobre nuevos principios o demostrar que la razón se queda corta con relación a las circunstancias por ella misma creadas.

Ya en ocasiones anteriores, sosteníamos que a esta altura del desarrollo de las sociedades fósiles está totalmente claro que en la ruta del petróleo estamos por imposiciones de mercado y por la inconsciencia de amplios sectores sociales que, aún rechazando las consecuencias negativas de los combustibles fósiles, no encuentran las alternativas sociales para abandonar esa ruta. Aprovechemos el momento de crisis que vivimos, que aún no es de carencia, para tomar todas las duras decisiones que nos permitan abandonar la ruta del petróleo. Mucho peor será dejar pasar el tiempo, simular que el problema del petróleo es sólo un problema solucionable a través de algunas medidas administrativas empresariales y enfrentar en el futuro próximo sin preparación, ni debate, a la carencia de un recurso que impregna a la sociedad entera.

Prepararse para un mundo no centrado en el petróleo, como fuente de energía, es la tarea que nos corresponde impulsar. Y lo hemos venido haciendo, en la medida de nuestras posibilidades como Foro en el que caben distintas posiciones. Si el debate de argumentos no logra reorganizar las fuerzas sociales capaces de replantear el modo de producir y consumir, la vida misma dictadoramente se encargará de poner las cosas en su lugar. Los costos no se contarán en dinero, sino en sangre.