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jueves, 10 de abril de 2008

Diagnóstico

Revista Siempre

El gobierno ya perdió ante la sociedad el debate en materia de reforma energética. Las razones de su derrota son cinco:

Primero —al igual que anteriores administraciones priístas—, equivocó el planteamiento y la estrategia política del tema. Para variar, el Presidente de la República en turno —en este caso, Felipe Calderón— comenzó a hablar sobre la necesidad de modernizar el sector energético, sin sentarse previamente con los actores directamente involucrados y con las distintas fuerzas políticas, sociales y económicas de la nación.

Otra vez, como antaño, las presiones internacionales —en este caso, la recesión norteamericana, la escasez de petróleo y los elevados precios del crudo por la guerra en Irak— obligaron al jefe del Ejecutivo mexicano a crear la atmósfera propicia para tratar de imponer un modelo de privatización petrolera que polarizó automáticamente el ambiente político, pervirtió el lenguaje y condenó el debate al fracaso por su pobreza, simplismo y satanización.

El segundo Waterloo del gobierno, por no decir que su suicidio, radica en el nombramiento de Juan Camilo Mouriño como secretario de Gobernación —hoy emblema de un funcionario con conflicto de intereses— para que se encargara de convencer a legisladores, gobernadores y sindicatos de la necesidad de privatizar Pemex.

El tercer error del gobierno estuvo en la campaña mediática que pretendió sustituir —como en los mejores tiempos del foxismo— el acuerdo político. El creador del famoso spot sobre el tesoro, que supuestamente se encuentra en las profundidades del Golfo de México, debe trabajar para la productora Walt Disney porque ignoró que su contenido iba a ser destrozado por la malicia natural del mexicano.

El cuarto yerro tiene que ver con la expectativa creada desde Los Pinos en relación a la supuesta iniciativa de reforma energética que iba a mandar el Ejecutivo al Congreso y que se redujo a un diagnóstico tramposo, con medias verdades que arrojó al campo de los diputados y senadores, para que los legisladores de oposición, y no el gobierno, paguen los costos políticos de la privatización.

El “diagnóstico” sintetiza, en su trasfondo, la intención privatizadora gubernamental, y evidencia las partes que contiene una mina que fue construida para que la pise cualquier ingenuo priísta.

El Diagnóstico: situación de Pemex está lejos de ser lo que su nombre indica. El documento se concentra en demostrar que la empresa petrolera está en bancarrota, que los campos están agotados y que la única salida para salvar al país de la escasez de crudo es extraer las reservas que se encuentran en el fondo del mar, a través de alianzas con trasnacionales.

Es fundamental dejar en claro que el análisis oficial nada tiene que ver con la reforma energética que necesita el país, tampoco con la urgente modernización de Pemex y menos aún con una política energética integral capaz de impulsar el desarrollo, sino exclusivamente con un proyecto de carácter comercial, concentrado en el Golfo de México. De ahí que esta simplificación y claro objetivo lleve a concluir que el gobierno pretende engañar a los mexicanos. Ni el Golfo de México es Pemex ni succionando petróleo de las aguas profundas se resolverá el problema de fondo de una empresa ordeñada fiscalmente por Hacienda.

Sobre las aguas profundas hay muchas dudas. Los expertos aseguran que hablar de prospectivas es hablar de posibilidades. Si hay tanto petróleo, como aseguran, ¿por qué los estadounidenses, después de haber iniciado trabajos de exploración en la parte que les corresponde del Golfo de México —a través de las 30 mejores compañías petroleras internacionales—, no han podido descubrir campos gigantes en el área?

Más aún, se habla de que la salvación está en aguas profundas cuando sólo ha sido estudiado el 30 por ciento del territorio nacional, cuando se tiene información de que hay reservas en tierra y aguas someras y cuando ir hasta el fondo del océano implica incertidumbre, tiempo y elevados costos.

¿Cuál es, entonces, la intención? El Golfo de México no huele a petróleo; huele a negocio. Pretenden hacerlo las trasnacionales, los gobiernos que representan y, como siempre, algunos distinguidos connacionales.