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jueves, 10 de abril de 2008

Traje a la medida

La Jornada

Por fin, la iniciativa de reforma petrolera llegó al Senado. Es el traje a la medida cortado por Calderón para ganar la batalla de la reforma energética ajustando el significado fuerte de las palabras. No tocaron el 27 constitucional, pero el largo rodeo a través de las leyes secundarias, la invención de nuevos contenidos para viejos términos, así como el posibilismo convertido en estrategia, abren numerosos interrogantes y plantean dudas en cuanto al sentido general de los cambios propuestos.

Si en principio la renuncia a la privatización como enunciado rector podría considerarse una victoria para quienes se opusieron a los dogmas de la modernización neoliberal, no es menos cierto que aún estamos lejos de saber si bajo la improvisación semántica, más que la tolerancia o la aceptación de la tesis del otro, se esconde la trampa de la formulación deliberadamente ambigua.

Puede ser que los que soñaron con derribar de un golpe el artículo 27, entre ellos los abogados ortodoxos del libre comercio, ahora uniformados con vestiduras académicas, estén decepcionados por la que consideran una transformación cosmética del tema energético, pero el gobierno, atento a las señales de sus posibles aliados, sabe que no podía ir más lejos en esta coyuntura. Se conforma (por ahora) con hacer cambios a las leyes secundarias para avanzar (léase privatizar) sin tocar el marco constitucional. Otra cosa es que, en efecto, dichos ajustes no contravengan el espíritu y la letra de la Constitución. Pero eso no les preocupa en este momento.

Y esto viene al caso porque al oportunismo, convertido en religión de la clase política en decadencia, al gobierno y sus aliados de la empresa y la intelectualidad corporativa de la derecha funcional, aún les preocupa el qué dirán, aunque jamás admitan la verdad de Perogrullo de que privatizar es mucho más que vender: es un gesto permisivo que abre un boquete hacia los terrenos prohibidos por la Constitución. La astucia de los cínicos consiste en adoptar las posiciones del contrario si eso conviene a sus intereses, aun si para ello deben mentir en cuanto a sus fines. Esa moral, en rigor una especie de gandallismo con pretensiones ilustradas, en éste y otros temas actuales, ha sido adoptada con festivo realismo político por la intelligentzia de la universidad empresarial que aspira al dominio “cultural” del espacio publico.

Contra la retórica del salvamento y la mieles de la utopía petrolera calderonista, la lógica de la reforma contenida en las argumentaciones públicas de sus promotores estriba en responder a la pregunta subyacente de cómo integrar en cada paso la mayor presencia de la iniciativa privada, sea nacional o extranjera. Por eso, aunque de labios afuera se renuncia a la privatización como noción positiva, ésta subyace como criterio ordenador de la acción gubernamental. No piensan en el Estado como representante del interés nacional, sino como promotor de los negocios privados. Ésa es, en definitiva, la diferencia “filosófica” entre los neoliberales y sus críticos de izquierda.

La coherencia declarativa del calderonismo deja mucho que desear, pues en el afán de forjar la ilusión del “consenso” que no distingue diferencias (como sucedáneo del acuerdo) afirma lo que apenas ayer negaba. Según el director de Pemex Exploración y Producción (PEP), Carlos Morales Gil, ahora la palabra clave es diversificación, como si, en efecto, el tema de las aguas profundas (columna vertebral de la reforma) fuera una propuesta subalterna en la perspectiva de Pemex. Por eso, y mucho más, la más mínima racionalidad analítica impone la desconfianza.

La industria petrolera y, en general, el sector energético requieren una profunda transformación, pero ¿cuál es el significado de rótulos como el de “autonomía de gestión”, la constitución de organismos reguladores, la privatización de la construcción de refinerías o la emisión de bonos si antes y en verdad no hemos discutido cuál es y deberá ser en el futuro el papel de Pemex en la estrategia nacional? Más aún: México tiene que decidir si se moderniza cumpliendo las exigencias trasnacionales o si, por el contrario, aprovecha la ventaja de sus recursos para prefigurar un acercamiento propio a la globalización, sin sacrificar al altar de las ideas dominantes el camino propio que, sin estrecheces, le dicta su historia. Por lo pronto, habrá que mantener la vigilancia ciudadana sobre el Congreso para evitar que bajo la sombra de las concesiones mutuas se aprueben fórmulas que al “incentivar” las inversiones privadas comprometan la renta petrolera, es decir, los recursos salidos de la producción destinados a pagar tasas exageradas a los socios privilegiados que ya se vislumbran en el Golfo de México.

En los próximos días, un tropel de abogados de la modernización trasnacional cambiará el bufete por la tribuna mediática para anunciar la buena nueva de sus preciosos descubrimientos. La campaña, de hecho, ya ha comenzado. Ningún esfuerzo se ahorrará para deturpar a todos aquellos que nos resistimos a convertirnos en ciudadanos del mundo Exxon.

El Congreso decide, en efecto, pero en toda sociedad democrática el debate nacional es imprescindible. No hay verdadera representatividad allí donde senadores y diputados dejan de escuchar la voz ciudadana, el clamor del pueblo, los argumentos de sus sabios y expertos. Su primer deber es consultar a la sociedad, permitir que la libre expresión de los grupos y personas interesadas diga lo que piensa. Muy grave sería que el Senado no se diera el tiempo necesario para examinar con rigor y en detalle cada propuesta. El tema lo amerita; la situación nacional así lo reclama. La precipitación en un asunto de Estado, como es éste, ahondaría aún más la crisis nacional y, lejos de poner al país en la vía de la recuperación, lo hundiría todavía más en la confusión, en la inmoralidad del doble lenguaje.