Privatizar no es la solución
Diario de Yucatan / Denise Dresser
La solución más obvia para los problemas más complejos. La única arma que, según las leyendas y el folclor, es capaz de matar a los monstruos del más allá. Usada por el “Llanero Solitario” en su cruzada para combatir el mal y fundida hoy —a temperaturas crecientes— por quienes ven en la reforma energética poderes mágicos similares. Por quienes perciben a la inversión privada como el instrumento capaz de combatir a las brujas del sindicalismo, a los vampiros de corporativismo, a los fantasmas de la corrupción. Por quienes piensan que la mejor manera de modernizar a México es permitiendo la participación privada en Pemex, la CFE y Luz y Fuerza del Centro. Y que en su búsqueda desesperada por matar al Hombre Lobo —el estatismo estrangulador— corren el riesgo de identificar al enemigo equivocado, repetir los mismos errores del pasado y dejar vivo al mal mayor: la estructura del capitalismo mexicano y las bestias reales que ha engendrado.
Demasiados políticos y analistas e inversionistas centran la mira en el blanco más fácil. Apuntan la pistola hacia los duendes e ignoran el bosque lleno de sombras que habitan. Recomiendan balas de plata contra los sindicatos y no reparan en la complicidad gubernamental que les ha permitido obtener el poder que gozan. Denostan los privilegios que obtienen el SME y el Sntprm sin reconocer que ha sido el propio gobierno quien los ha otorgado. Excorian la rapacidad de los monopolios públicos y no toman en cuenta la débil regulación que explica la misma rapacidad de los monopolios privados. Promueven la inversión privada como panacea sin comprender que si no cambian las reglas de su participación, la supuesta cura resultará más dañina que la enfermedad. La bala de plata que tantos solicitan no traerá consigo los beneficios anunciados, sino nuevas oportunidades para el capitalismo de cuates.
Nadie duda que Pemex necesita convertirse en una empresa moderna, eficiente, competitiva. Nadie que haya vivido sin luz durante 24 horas la semana pasada podría negar lo mismo en el caso de las empresas estatales encargadas de la electricidad. Nadie disputa la necesidad de bajar los precios del gas y ampliar el número de refinerías. Pero lo que será necesario pensar de manera cuidadosa es cómo modernizar al sector energético sin privatizar las rentas que produce. ¿Cómo extraer la riqueza petrolera sin traspasarla de unos cuantos a otros pocos? ¿Cómo garantizar la fortaleza financiera de Pemex sin —de paso— contribuir a la construcción de más fortunas monopólicas al estilo de Carlos Slim? ¿Cómo fomentar la inversión en un sector clave sin que acabe fortaleciendo la concentración que el país padece en tantos otros ámbitos? Si México no responde esta preguntas con cuidado y reconoce los yerros cometidos con reformas anteriores, estará condenado a repetirlos.
Por eso preocupan tanto las propuestas flotadas y las opciones consideradas. Lo que el PAN y el PRI y el gobierno de Felipe Calderón discuten a puerta cerrada y en voz baja. Los cambios al Artículo 27. La modificación de las leyes secundarias. Los esquemas de conversión. La posibilidad de algún tipo de asociación pública-privada para la explotación en aguas profundas. La apertura de la actividad petrolera al capital nacional e internacional para inyectar dinero y tecnología. Ninguna de estas ideas es intrínsicamente mala y en su conjunto parten de una premisa irrebatible: el sector energético necesita recursos y será necesario que los obtenga de algún lado, dado que la Secretaría de Haciendo no está dispuesta a sacrificar los ingresos que Pemex le provee. El problema reside en lo que no se contempla, lo que no se propone, lo que no se debate, lo que no se somete a consideración. Aquello que la clase política y empresarial elude: la promoción de la competencia, la necesidad de la regulación, la protección a los consumidores, el imperativo del interés público. Medidas que países exitosos como Inglaterra y Nueva Zelanda y el estado de Texas tomaron cuando privatizaron sus empresas energéticas, bajo la tutela de órganos reguladores eficaces, poderosos, capaces de dictar reglas competitivas entre nuevos jugadores. Aquello a lo cual el gobierno de Calderón necesita abocarse si quiere transformar el horizonte económico del país de manera real: la construcción de mercados energéticos que beneficien a los mexicanos y no sólo a las empresas que presionan para abrir el sector, con la intención de expoliarlos allí también.
Basta con examinar las privatizaciones que se llevaron al cabo durante el periodo salinista para entender el tamaño de los errores cometidos. La profundidad de las rectificaciones requeridas. Como argumenta el reporte del Banco Mundial “Gobernabilidad Democrática en México”: más allá de la captura del Estado y la polarización social, las reformas de los 90 en teoría buscaban lo mismo que las reformas calderonistas buscan hacer hoy: fomentar la eficiencia económica, atraer el capital extranjero, aumentar los ingresos fiscales, promover la competencia.
Pero en muchos casos —como el de la banca y las telecomunicaciones— las reformas tan sólo produjeron mayor concentración de los mercados y menor competitividad de la economía. Las privatizaciones sólo significaron un cambio de dueño. Fueron procesos amigables para las élites y dañinos para los consumidores.
Y lo mismo puede ocurrir en el ámbito de la energía si se sigue pensando que la participación del sector privado es la bala de plata. Si se sigue creyendo que la privatización parcial o total es el remedio eficaz para los problemas prevalecientes y bastará un sólo disparo para acabar con ellos. Pero el mal que aqueja a México es más complejo y no será posible confrontarlo con un solo rifle, con sólo un tipo de munición. La bestia del capitalismo de cómplices sobrevive gracias a la ausencia de agencias reguladoras —fuertes, independientes, autónomas— que puedan contener a quienes han podido establecer “posiciones dominantes” en un sector tras otro. La bestia del capitalismo oligopólico crece gracias a la falta de leyes de competencia con dientes, capaces de imponer multas multimillonarias a quienes las violan. La bestia del capitalismo corporativo existe gracias a una forma de gobernar a México en la cual los intereses creados diseñan la política pública en vez de ser sometidos a sus directrices.
Y por ello la reforma energética no será señal de avance si las condiciones regulatorias en las que se da no cambian. Porque como pregunta el escritor polaco Stanislaw Lec: “¿Es progreso si un caníbal usa cuchillo o tenedor?”. ¿O una bala de plata?— México, D.F.
La solución más obvia para los problemas más complejos. La única arma que, según las leyendas y el folclor, es capaz de matar a los monstruos del más allá. Usada por el “Llanero Solitario” en su cruzada para combatir el mal y fundida hoy —a temperaturas crecientes— por quienes ven en la reforma energética poderes mágicos similares. Por quienes perciben a la inversión privada como el instrumento capaz de combatir a las brujas del sindicalismo, a los vampiros de corporativismo, a los fantasmas de la corrupción. Por quienes piensan que la mejor manera de modernizar a México es permitiendo la participación privada en Pemex, la CFE y Luz y Fuerza del Centro. Y que en su búsqueda desesperada por matar al Hombre Lobo —el estatismo estrangulador— corren el riesgo de identificar al enemigo equivocado, repetir los mismos errores del pasado y dejar vivo al mal mayor: la estructura del capitalismo mexicano y las bestias reales que ha engendrado.
Demasiados políticos y analistas e inversionistas centran la mira en el blanco más fácil. Apuntan la pistola hacia los duendes e ignoran el bosque lleno de sombras que habitan. Recomiendan balas de plata contra los sindicatos y no reparan en la complicidad gubernamental que les ha permitido obtener el poder que gozan. Denostan los privilegios que obtienen el SME y el Sntprm sin reconocer que ha sido el propio gobierno quien los ha otorgado. Excorian la rapacidad de los monopolios públicos y no toman en cuenta la débil regulación que explica la misma rapacidad de los monopolios privados. Promueven la inversión privada como panacea sin comprender que si no cambian las reglas de su participación, la supuesta cura resultará más dañina que la enfermedad. La bala de plata que tantos solicitan no traerá consigo los beneficios anunciados, sino nuevas oportunidades para el capitalismo de cuates.
Nadie duda que Pemex necesita convertirse en una empresa moderna, eficiente, competitiva. Nadie que haya vivido sin luz durante 24 horas la semana pasada podría negar lo mismo en el caso de las empresas estatales encargadas de la electricidad. Nadie disputa la necesidad de bajar los precios del gas y ampliar el número de refinerías. Pero lo que será necesario pensar de manera cuidadosa es cómo modernizar al sector energético sin privatizar las rentas que produce. ¿Cómo extraer la riqueza petrolera sin traspasarla de unos cuantos a otros pocos? ¿Cómo garantizar la fortaleza financiera de Pemex sin —de paso— contribuir a la construcción de más fortunas monopólicas al estilo de Carlos Slim? ¿Cómo fomentar la inversión en un sector clave sin que acabe fortaleciendo la concentración que el país padece en tantos otros ámbitos? Si México no responde esta preguntas con cuidado y reconoce los yerros cometidos con reformas anteriores, estará condenado a repetirlos.
Por eso preocupan tanto las propuestas flotadas y las opciones consideradas. Lo que el PAN y el PRI y el gobierno de Felipe Calderón discuten a puerta cerrada y en voz baja. Los cambios al Artículo 27. La modificación de las leyes secundarias. Los esquemas de conversión. La posibilidad de algún tipo de asociación pública-privada para la explotación en aguas profundas. La apertura de la actividad petrolera al capital nacional e internacional para inyectar dinero y tecnología. Ninguna de estas ideas es intrínsicamente mala y en su conjunto parten de una premisa irrebatible: el sector energético necesita recursos y será necesario que los obtenga de algún lado, dado que la Secretaría de Haciendo no está dispuesta a sacrificar los ingresos que Pemex le provee. El problema reside en lo que no se contempla, lo que no se propone, lo que no se debate, lo que no se somete a consideración. Aquello que la clase política y empresarial elude: la promoción de la competencia, la necesidad de la regulación, la protección a los consumidores, el imperativo del interés público. Medidas que países exitosos como Inglaterra y Nueva Zelanda y el estado de Texas tomaron cuando privatizaron sus empresas energéticas, bajo la tutela de órganos reguladores eficaces, poderosos, capaces de dictar reglas competitivas entre nuevos jugadores. Aquello a lo cual el gobierno de Calderón necesita abocarse si quiere transformar el horizonte económico del país de manera real: la construcción de mercados energéticos que beneficien a los mexicanos y no sólo a las empresas que presionan para abrir el sector, con la intención de expoliarlos allí también.
Basta con examinar las privatizaciones que se llevaron al cabo durante el periodo salinista para entender el tamaño de los errores cometidos. La profundidad de las rectificaciones requeridas. Como argumenta el reporte del Banco Mundial “Gobernabilidad Democrática en México”: más allá de la captura del Estado y la polarización social, las reformas de los 90 en teoría buscaban lo mismo que las reformas calderonistas buscan hacer hoy: fomentar la eficiencia económica, atraer el capital extranjero, aumentar los ingresos fiscales, promover la competencia.
Pero en muchos casos —como el de la banca y las telecomunicaciones— las reformas tan sólo produjeron mayor concentración de los mercados y menor competitividad de la economía. Las privatizaciones sólo significaron un cambio de dueño. Fueron procesos amigables para las élites y dañinos para los consumidores.
Y lo mismo puede ocurrir en el ámbito de la energía si se sigue pensando que la participación del sector privado es la bala de plata. Si se sigue creyendo que la privatización parcial o total es el remedio eficaz para los problemas prevalecientes y bastará un sólo disparo para acabar con ellos. Pero el mal que aqueja a México es más complejo y no será posible confrontarlo con un solo rifle, con sólo un tipo de munición. La bestia del capitalismo de cómplices sobrevive gracias a la ausencia de agencias reguladoras —fuertes, independientes, autónomas— que puedan contener a quienes han podido establecer “posiciones dominantes” en un sector tras otro. La bestia del capitalismo oligopólico crece gracias a la falta de leyes de competencia con dientes, capaces de imponer multas multimillonarias a quienes las violan. La bestia del capitalismo corporativo existe gracias a una forma de gobernar a México en la cual los intereses creados diseñan la política pública en vez de ser sometidos a sus directrices.
Y por ello la reforma energética no será señal de avance si las condiciones regulatorias en las que se da no cambian. Porque como pregunta el escritor polaco Stanislaw Lec: “¿Es progreso si un caníbal usa cuchillo o tenedor?”. ¿O una bala de plata?— México, D.F.