Crónicas de sangre / Cinco historias de Los Zetas
Proceso
Las encarnizadas batallas de los narcotraficantes, que en el gobierno de Felipe Calderón suman ya casi 2 mil ejecuciones, son descritas en el libro Crónicas de sangre / Cinco historias de Los Zetas. El autor escudriña allí los hilos regionales de poder político y económico, así como los escudos policiacos que mueven los cárteles de Sinaloa y del Golfo; relata cómo éste, por medio de Los Zetas, se apodera del territorio de La Laguna y atenta contra el cacique de Gómez Palacio, Carlos Herrera Araluce, causando una estampida de empresarios –sometidos a levantones y amenazas–, mientras que sus rivales incursionan en Veracruz aplicándoles su propia “medicina”... Con autorización de la editorial Random House Mondadori, que en estos días pondrá el libro en circulación, se reproducen fragmentos del capítulo sobre la ejecución del Z-14 durante una de las carreras de caballos que le aportaban millones de dólares en apuestas...
A la distancia parecían espejos en movimiento deslumbrando al sol…
Sólo quienes, entre la tupida vegetación, podían sortear el camino y acercarse a la explanada, disolvían el espejismo: así resplandecían los medallones y parabrisas de más de 200 vehículos de lujo, entre los que, orondas, prepotentes, destacaban las “cuatro por cuatro” de llantas enormes –Ranger, Yukon, Avalanche, Lobo– estacionadas desordenadamente, aquella tarde del 3 de marzo de 2007, en un paraje de Villarín.
A la entrada de esa comunidad veracruzana de unos 300 habitantes, que recientemente había saltado a la fama por celebrar carreras de caballos de acaudalados ganaderos y poderosos narcotraficantes, se avistaban ya las trocas verde olivo o negro metálico de formidables defensas y se percibía una mezcla del olor a barbacoa, carnitas y carne asada de venado que, a la sombra de la arboleda, consumían algunos de los asistentes pendientes de sus Hummers, las camionetas más codiciadas por los narcotraficantes de todos los pelajes que habían llegado procedentes de Nuevo León, Tamaulipas, Chiapas, el Distrito Federal y McAllen, Texas. Su propósito: Poner a competir finos caballos pura sangre y apostar cantidades que podrían sumar millones de dólares.
(…) La pobreza de Villarín, donde se mantienen en pie apenas unas 150 casas, no alcanza a imaginar el poder económico de los empresarios y ganaderos que cada fin de semana llegan ansiosos de calar a sus mimados corceles. Se calcula que cada uno de éstos cuesta por lo menos 3.5 millones de dólares, y todo el mundo sabe que los hombres que han bajado de los vehículos de vidrios polarizados van a apostar una bolsa de por lo menos 2.5 millones de dólares en cada justa.
Antes de este próspero y animado período que el 3 de marzo culminaría en tragedia, la tranquilidad de Villarín bordeaba el aburrimiento. (…) El principal problema de Villarín, solían decir sus habitantes, es que no había problemas. Y, como si los hubieran invocado, en junio de 2006 comenzaron a llegar.
Todo empezó cuando Efraín Teodoro Torres, miembro del grupo armado conocido como Los Zetas, irrumpió en la comunidad invitado por Marciano Nayen y su hijo Arturo, quienes lo conocieron tiempo atrás en el puerto de Tuxpan atraídos por su debilidad compartida: los certámenes equinos. Perseguido por sus rivales del cártel de Sinaloa, Torres buscaba un sitio tranquilo para apaciguar su vida de tránsfuga, de fugitivo, de matón. Más aún cuando, por aquellas fechas, ya era representante del escudo armado del cártel del Golfo en tierras veracruzanas.
El Efra, como también le decían, contaba que un día decidió cambiar su vida de jodido por la fortuna y el poder del narcotráfico. Resuelto a ser temido y respetado a cualquier costo, simplemente dijo:
–La miseria ya me hartó. Mi vida no tiene ya sentido. Me voy.
Incorporado poco después en las filas del cártel del Golfo, pronto destacó en el manejo de la droga y las confrontaciones a balazos. Esto, con su plus de adrenalina, lo volvió, en efecto, tan temido y respetado que el mando supremo de dicho cártel consideró que no había nadie más capacitado que él para encargarse del estratégico estado de Veracruz.
Sin embargo, provisto ya de fama, poder y dinero, muchísimo dinero, Teodoro Torres se percató de que necesitaba, además, esparcimiento y seguridad. Era perseguido en todas partes y resultaba imperativo relajar sus nervios. Se hizo entonces de una cuadrilla de caballos y, con apoyo de funcionarios de Veracruz y de la Secretaría de Gobernación –reguladora de estas justas–, consiguió carriles profesionales para organizar competencias internacionales sin que nadie perturbara su clandestinidad.
Pero como aún le faltaba el paradisiaco refugio de sus más recientes sueños, decidió visitar a los Nayen, y éstos, encantados, le brindaron el lugar. Allí tendría no sólo seguridad y tranquilidad, sino también profesionales cuidadores de caballos y espacio para realizar las competencias e hincharse de dinero.
Con el respaldo oficial –no podía ser de otra manera–, Villarín se convirtió, de la noche a la mañana, en una de las cuatro plazas más importantes del país que celebran carreras ecuestres ilegales. Comparte el honor con Cintalapa (Chiapas), Guadalajara y el Estado de México. La localidad empezó a ganar celebridad tan pronto como se apersonaron grandes ganaderos y empresarios de historia nebulosa que veían en ella el sitio ideal para dar rienda suelta a sus pasiones.
(...) Los malos signos, barruntos ya del fatídico 3 de marzo, se presentaron desde entonces. La primera cuadrilla alojada en Villarín no se aclimató. Acarreados de lugares altos y fríos, los animales resintieron de inmediato el clima cálido-húmedo y disminuyeron su rendimiento. Algunos bajaron de peso en unos cuantos días a consecuencia del calor, en tanto que otros sufrieron una merma preocupante en la velocidad cronometrada. Su propietario no tuvo entonces más remedio que llevarlos de regreso a las alturas, y sí, el clima frío les devolvió la prestancia.
La siguiente cuadrilla la conformaban seis animales de los más finos que, a diferencia de los anteriores, presto se adaptaron. Para cuidarlos (...), el Z-14 tenía por lo menos 10 empleados, tres de los cuales eran miembros de una familia afincada en el lugar. Aparte de su chofer, los más importantes de sus colaboradores eran expertos concentrados en atender los caballos del “patrón”, como todo el mundo le decía. Los cuidadores no tenían sueldo, pero estaban tan bien estimulados que funcionaban bajo un jugoso trato: les pagaban 15% de la bolsa obtenida en una carrera estelar. Por ejemplo, si el Z-14 ganaba 1 millón de pesos, el cuidador del caballo se llevaba 150 mil, libres de polvo y paja.
(...) Además, el intenso calor, que suele debilitar a los equinos, tenía su remedio: del techo de cada pesebre pendía un potente ventilador para refrescarlos durante el día y, si era necesario, por las noches. Así vivía Cuadritos, el preferido del Z-14. Imponente, brioso, de prestancia elástica y alerta, el cuerpo estético de Cuadritos lucía ancas soberbias, fuertes metacarpos y ágiles falanges. Cuadritos, cuyo valor se calculaba en unos 350 mil dólares, dejaba con la boca abierta a cualquier entrenador. Era uno de los caballos más veloces del país. Cuando lo ponían a prueba, desplegaba toda su energía y alcanzaba una marca que decían insuperable: 10.5 segundos en 200 varas. (...)
uuu
Ya eran casi las 2:00 de la tarde cuando aquel 3 de marzo, aguijoneados por el alcohol, varios concurrentes procuraban acercarse a los carriles centrales. Todo el mundo quería estar en primera fila, cerca de la pista, para no perder ningún movimiento de los animales y, en particular, del prodigioso favorito: El Alexander.
Antes del disparo de salida –la primera competencia arrancaría a las 3:30 de la tarde– habían llegado unas 750 personas que, a la sombra de los árboles y bajo las palapas, disfrutaban de las neveras repletas de hielo y cervezas que sudaban, así como de las botellas de tequila, ron y brandy pasadas de mano en mano. Todo el pueblo estaba enfiestado: lanzaba cohetes y escuchaba la música al máximo volumen, sin importar que en las caballerizas los “cuarto de milla” y los pura sangre se pusieran nerviosos.
Los espectadores de la región se confundían con los narcotraficantes llegados de lejos, y el único indicio de peligro eran las personas armadas que miraban en todas direcciones mientras en los alrededores, recostados o alertas al pie de los árboles, acechaban varios policías municipales. Extrañamente, vigilaban una narcocarrera que carecía de todos los permisos. E inclusive después de lo ocurrido ese día, ni las dependencias municipales ni las estatales reconocieron haber mandado guardias al lugar.
–La autoridad reguladora de esos eventos es Gobernación –declararía más tarde Reynaldo Hernández Escobar, secretario de Gobierno del estado, quien dijo, además, no haberse enterado de que allí se habían reunido algunos personajes buscados por la justicia y amigos del gobernador Fidel Herrera Beltrán.
(...) Oficialmente, los organizadores habían programado cinco carreras. En la última, la estelar, correrían El Huachinango, El Huracán y El Alexander, tres de los caballos más rápidos de México, según rezaba la propaganda que circulaba por el pueblo. El tercero era propiedad de Efraín Teodoro Torres, quien se decía oriundo de Coatzintla. En las apuestas, la mayor parte de los presentes se volcarían en apoyo del portentoso corcel del Z-14.
(...) Aunque las primeras cuatro lizas cerraron sin contratiempos –los ganadores estaban contentos, los perdedores no tanto–, al hallarse próxima la quinta menudeaban los rostros irritados que espetaban insolencias.
Eran ya cerca de las seis de la tarde cuando se pusieron en la línea El Huachinango, originario de Cintalapa, Chiapas; El Huracán, de Tuxpan, y El Alexander, programados para correr a cuatro mecates. (Cada mecate representa 100 varas, y cada vara equivale aquí a 1.19 metros.) La bolsa: 10 millones de pesos.
Los efectos del alcohol no podían ya ocultarse. Con la voz descompuesta y la mirada extraviada, varios de los asistentes prorrumpían en improperios, entre los que sobresalían las mentadas de madre y los retos de revancha.
(...) Los elementos de la Policía Municipal, bajo el mando del comandante Gerardo Gutiérrez Monraga, no perdían de vista a su cliente, el Z-14, a quien brindaban protección.
El Huachinango, El Huracán y El Alexander fueron conducidos ceremoniosamente, garbosos, elegantes, al punto de partida. El Z-14 y su séquito se situaron cerca del carril, pegados a la meta, donde el cronometrista, nervioso, preparaba el reloj.
En medio de un creciente murmullo, resonó el disparo de salida.
Los tres arrancaron nerviosos. El Huachinango tomó ventaja de inmediato. La gente gritaba: “¡Apriétalo, apriétalo!”, pero a las primeras de cambio perdió velocidad y fue alcanzado por El Alexander.
Los partidarios del favorito aplaudían y daban taconazos en la tierra; sus contrincantes sacudían los puños y rechinaban los dientes. Al aproximarse a la meta, los espectadores se desgañitaban: El Huachinango y El Alexander iban parejos.
De pronto, mientras los cuerpos de los presentes se retorcían, se oyó gritar a uno, con voz grave y al parecer inapelable: “¡Ganó El Huachinango!”, “¡Ganó El Huachinango!”, a lo que el vecino respondió: “¡Ganó El Alexander, ganó El Alexander!”.
A ambos se sumaron, divididos, los demás espectadores, empezando por los dueños: había dos caballos “ganadores”… Y, al punto, entre los rostros enardecidos o asombrados brotó la discusión:
–¡Te gané por media cabeza! –soltó el Z-14 en medio de la confusión.
–¡Me ganaste madres, págame! –reclamó el propietario de El Huachinango, con los ojos inyectados y la piel enrojecida.
Las disputas prosiguieron con el apoyo convencido de cada uno de los bandos, hasta que brotaron ciertas dudas:
–Esto está muy apretado –dijo el fotógrafo contratado para el evento. Denme media hora, voy ampliar las gráficas originales y regreso para que se decida.
Apenas pasaban de las 6:00 de la tarde cuando el fotógrafo partió rumbo al puerto de Veracruz.
Mientras tanto, la discusión subía de tono y, de repente, surgieron los disparos. Pero no provenían de los bandos rivales por la carrera, sino que, de acuerdo con testigos, los primeros balazos salieron del graderío. El autor de aquellas detonaciones era un sujeto de estatura mediana, piel morena, al parecer centroamericano, con dos armas a la vista: un rifle AK-47 y una pistola de 0.9 milímetros.
Su cuerpo se cimbraba con las deflagraciones.
De acuerdo con los testimonios, su probable y único objetivo era asesinar al Z-14 por una vieja deuda. En torno a éste y por todas partes, la gente había emprendido la estampida; se escondía detrás de las neveras, las camionetas, los matorrales, mientras los gatilleros de Teodoro y otros al servicio de los narcos disparaban hacia la multitud con la esperanza de parar a aquel “cabrón”.
Las balas zumbaban y los presentes, aterrorizados, veían caer un cuerpo y otro y otro, hasta que, incrédulos, observaron cómo el invencible Z-14 manoteaba y se derrumbaba con la vista perdida en medio de una polvareda.
Aún recuerdan esa imagen como una pesadilla. Afirman que varios de los concurrentes fueron muertos en la refriega y que muchos otros gritaban de dolor por las heridas. Calculan que el tiroteo duró una media hora. Los policías que brindaban protección al Z-14 tomaron partido y, junto con algunos sicarios, arremetieron contra el pistolero, que salió del graderío, y contra quienes parecían secundarlo. No cesaron de dispararle hasta que aquella masa humana se desplomó ensangrentada.
(...) En el momento en que partían a toda velocidad los coches, trocas y camionetones, los guaruras del Z-14 levantaban a su jefe resollando todavía. Cuando lo transportaban al hospital Milenio, del puerto de Veracruz, falleció en el camino: había recibido siete balazos.
El gobierno de Veracruz aseguró que en el enfrentamiento sólo hubo dos muertos: Efraín Teodoro Torres, el Z-14 –a quien se identificaría también como Roberto Carlos Carmona Casperín–, y el sujeto que desató la balacera y cuya identidad se desconoce. Pero en el pueblo la gente asevera que sobre los carriles había como 10 muertos, que fueron subidos a los vehículos por familiares y amigos que los arrastraban como fardos.
Tras la batalla, Villarín lucía desolado. Unas cuantas personas que permanecieron en la comunidad estaban como pasmadas. Nadie quería recordar la carrera ni la balacera, pero observaron que la Policía Intermunicipal tardó dos horas en llegar, cuando el escenario del enfrentamiento había sido “limpiado”. Los gendarmes sólo encontraron un reguero de vasos, platos, botellas de licor, manchas de sangre y cientos de casquillos de todos los calibres (...)
uuu
El cuerpo del Z-14 fue trasladado al Servicio Médico Forense de Boca del Río, con tan mala fortuna todavía que, sobre una plancha de concreto, quedó a un lado del cadáver de su asesino. El hombre que había iniciado los disparos en Villarín lucía, tatuadas en el pecho, las figuras estilizadas de un dragón y una mujer. Como no había imágenes ni registros de él en los archivos, fue mantenido allí varios días en espera de que algún amigo o familiar llegara por el cuerpo. En virtud de que nadie lo reclamó, vencido el plazo legal fue arrojado a la fosa común en calidad de desconocido.
En cuanto al Z-14, tardó un par de días en ser reconocido por presuntos familiares. La prensa veracruzana, alimentada por rumores, había complicado aún más su identificación. Aseguraban que se trataba del mismísimo Heriberto Lazcano Lazcano, el Z-3, máximo jefe del grupo armado Los Zetas, quien había desertado del Ejército a finales de los años noventa para llegar hasta la cumbre del círculo protector del cártel del Golfo. Como era uno de los hombres más buscados por la justicia mexicana, la propia PGR investigó si, en efecto, aquél era el cadáver de Lazcano. El dato resultó falso. “Heriberto Lazcano está vivo” –concluyó la PGR– y sigue siendo el jefe supremo de Los Zetas.
En vez de ayudar, las autoridades veracruzanas multiplicaron las dudas, no sólo por los datos que filtraban a la prensa, sino por la displicencia mostrada para deshacerse del “bulto”. Resulta que, dos días después de que el cadáver del Z-14 fue alojado en el Semefo de Veracruz, llegó una mujer que se identificó como Julia Casperín Zapata.
–Quiero que me entreguen a mi hijo. Yo soy su madre –dijo la mujer, blandiendo su credencial de elector.
(...) Sea cual fuere la verdadera identidad del Z-14, Efraín Teodoro Torres o Roberto Carlos Carmona Casperín –la PGR lo identificó con ambos nombres, mientras que el Servicio Médico Forense lo entregó bajo el segundo– (...), la eficiente estructura administrativa del alto mando de Los Zetas dispuso de inmediato su reemplazo en Veracruz:
El nuevo jefe de Los Zetas en el estado se llama Miguel Treviño Morales, alias El Z-40, quien probablemente sepa más que las autoridades veracruzanas sobre las andanzas del cadáver de su antecesor, que aún no puede descansar en paz...
Las encarnizadas batallas de los narcotraficantes, que en el gobierno de Felipe Calderón suman ya casi 2 mil ejecuciones, son descritas en el libro Crónicas de sangre / Cinco historias de Los Zetas. El autor escudriña allí los hilos regionales de poder político y económico, así como los escudos policiacos que mueven los cárteles de Sinaloa y del Golfo; relata cómo éste, por medio de Los Zetas, se apodera del territorio de La Laguna y atenta contra el cacique de Gómez Palacio, Carlos Herrera Araluce, causando una estampida de empresarios –sometidos a levantones y amenazas–, mientras que sus rivales incursionan en Veracruz aplicándoles su propia “medicina”... Con autorización de la editorial Random House Mondadori, que en estos días pondrá el libro en circulación, se reproducen fragmentos del capítulo sobre la ejecución del Z-14 durante una de las carreras de caballos que le aportaban millones de dólares en apuestas...
A la distancia parecían espejos en movimiento deslumbrando al sol…
Sólo quienes, entre la tupida vegetación, podían sortear el camino y acercarse a la explanada, disolvían el espejismo: así resplandecían los medallones y parabrisas de más de 200 vehículos de lujo, entre los que, orondas, prepotentes, destacaban las “cuatro por cuatro” de llantas enormes –Ranger, Yukon, Avalanche, Lobo– estacionadas desordenadamente, aquella tarde del 3 de marzo de 2007, en un paraje de Villarín.
A la entrada de esa comunidad veracruzana de unos 300 habitantes, que recientemente había saltado a la fama por celebrar carreras de caballos de acaudalados ganaderos y poderosos narcotraficantes, se avistaban ya las trocas verde olivo o negro metálico de formidables defensas y se percibía una mezcla del olor a barbacoa, carnitas y carne asada de venado que, a la sombra de la arboleda, consumían algunos de los asistentes pendientes de sus Hummers, las camionetas más codiciadas por los narcotraficantes de todos los pelajes que habían llegado procedentes de Nuevo León, Tamaulipas, Chiapas, el Distrito Federal y McAllen, Texas. Su propósito: Poner a competir finos caballos pura sangre y apostar cantidades que podrían sumar millones de dólares.
(…) La pobreza de Villarín, donde se mantienen en pie apenas unas 150 casas, no alcanza a imaginar el poder económico de los empresarios y ganaderos que cada fin de semana llegan ansiosos de calar a sus mimados corceles. Se calcula que cada uno de éstos cuesta por lo menos 3.5 millones de dólares, y todo el mundo sabe que los hombres que han bajado de los vehículos de vidrios polarizados van a apostar una bolsa de por lo menos 2.5 millones de dólares en cada justa.
Antes de este próspero y animado período que el 3 de marzo culminaría en tragedia, la tranquilidad de Villarín bordeaba el aburrimiento. (…) El principal problema de Villarín, solían decir sus habitantes, es que no había problemas. Y, como si los hubieran invocado, en junio de 2006 comenzaron a llegar.
Todo empezó cuando Efraín Teodoro Torres, miembro del grupo armado conocido como Los Zetas, irrumpió en la comunidad invitado por Marciano Nayen y su hijo Arturo, quienes lo conocieron tiempo atrás en el puerto de Tuxpan atraídos por su debilidad compartida: los certámenes equinos. Perseguido por sus rivales del cártel de Sinaloa, Torres buscaba un sitio tranquilo para apaciguar su vida de tránsfuga, de fugitivo, de matón. Más aún cuando, por aquellas fechas, ya era representante del escudo armado del cártel del Golfo en tierras veracruzanas.
El Efra, como también le decían, contaba que un día decidió cambiar su vida de jodido por la fortuna y el poder del narcotráfico. Resuelto a ser temido y respetado a cualquier costo, simplemente dijo:
–La miseria ya me hartó. Mi vida no tiene ya sentido. Me voy.
Incorporado poco después en las filas del cártel del Golfo, pronto destacó en el manejo de la droga y las confrontaciones a balazos. Esto, con su plus de adrenalina, lo volvió, en efecto, tan temido y respetado que el mando supremo de dicho cártel consideró que no había nadie más capacitado que él para encargarse del estratégico estado de Veracruz.
Sin embargo, provisto ya de fama, poder y dinero, muchísimo dinero, Teodoro Torres se percató de que necesitaba, además, esparcimiento y seguridad. Era perseguido en todas partes y resultaba imperativo relajar sus nervios. Se hizo entonces de una cuadrilla de caballos y, con apoyo de funcionarios de Veracruz y de la Secretaría de Gobernación –reguladora de estas justas–, consiguió carriles profesionales para organizar competencias internacionales sin que nadie perturbara su clandestinidad.
Pero como aún le faltaba el paradisiaco refugio de sus más recientes sueños, decidió visitar a los Nayen, y éstos, encantados, le brindaron el lugar. Allí tendría no sólo seguridad y tranquilidad, sino también profesionales cuidadores de caballos y espacio para realizar las competencias e hincharse de dinero.
Con el respaldo oficial –no podía ser de otra manera–, Villarín se convirtió, de la noche a la mañana, en una de las cuatro plazas más importantes del país que celebran carreras ecuestres ilegales. Comparte el honor con Cintalapa (Chiapas), Guadalajara y el Estado de México. La localidad empezó a ganar celebridad tan pronto como se apersonaron grandes ganaderos y empresarios de historia nebulosa que veían en ella el sitio ideal para dar rienda suelta a sus pasiones.
(...) Los malos signos, barruntos ya del fatídico 3 de marzo, se presentaron desde entonces. La primera cuadrilla alojada en Villarín no se aclimató. Acarreados de lugares altos y fríos, los animales resintieron de inmediato el clima cálido-húmedo y disminuyeron su rendimiento. Algunos bajaron de peso en unos cuantos días a consecuencia del calor, en tanto que otros sufrieron una merma preocupante en la velocidad cronometrada. Su propietario no tuvo entonces más remedio que llevarlos de regreso a las alturas, y sí, el clima frío les devolvió la prestancia.
La siguiente cuadrilla la conformaban seis animales de los más finos que, a diferencia de los anteriores, presto se adaptaron. Para cuidarlos (...), el Z-14 tenía por lo menos 10 empleados, tres de los cuales eran miembros de una familia afincada en el lugar. Aparte de su chofer, los más importantes de sus colaboradores eran expertos concentrados en atender los caballos del “patrón”, como todo el mundo le decía. Los cuidadores no tenían sueldo, pero estaban tan bien estimulados que funcionaban bajo un jugoso trato: les pagaban 15% de la bolsa obtenida en una carrera estelar. Por ejemplo, si el Z-14 ganaba 1 millón de pesos, el cuidador del caballo se llevaba 150 mil, libres de polvo y paja.
(...) Además, el intenso calor, que suele debilitar a los equinos, tenía su remedio: del techo de cada pesebre pendía un potente ventilador para refrescarlos durante el día y, si era necesario, por las noches. Así vivía Cuadritos, el preferido del Z-14. Imponente, brioso, de prestancia elástica y alerta, el cuerpo estético de Cuadritos lucía ancas soberbias, fuertes metacarpos y ágiles falanges. Cuadritos, cuyo valor se calculaba en unos 350 mil dólares, dejaba con la boca abierta a cualquier entrenador. Era uno de los caballos más veloces del país. Cuando lo ponían a prueba, desplegaba toda su energía y alcanzaba una marca que decían insuperable: 10.5 segundos en 200 varas. (...)
uuu
Ya eran casi las 2:00 de la tarde cuando aquel 3 de marzo, aguijoneados por el alcohol, varios concurrentes procuraban acercarse a los carriles centrales. Todo el mundo quería estar en primera fila, cerca de la pista, para no perder ningún movimiento de los animales y, en particular, del prodigioso favorito: El Alexander.
Antes del disparo de salida –la primera competencia arrancaría a las 3:30 de la tarde– habían llegado unas 750 personas que, a la sombra de los árboles y bajo las palapas, disfrutaban de las neveras repletas de hielo y cervezas que sudaban, así como de las botellas de tequila, ron y brandy pasadas de mano en mano. Todo el pueblo estaba enfiestado: lanzaba cohetes y escuchaba la música al máximo volumen, sin importar que en las caballerizas los “cuarto de milla” y los pura sangre se pusieran nerviosos.
Los espectadores de la región se confundían con los narcotraficantes llegados de lejos, y el único indicio de peligro eran las personas armadas que miraban en todas direcciones mientras en los alrededores, recostados o alertas al pie de los árboles, acechaban varios policías municipales. Extrañamente, vigilaban una narcocarrera que carecía de todos los permisos. E inclusive después de lo ocurrido ese día, ni las dependencias municipales ni las estatales reconocieron haber mandado guardias al lugar.
–La autoridad reguladora de esos eventos es Gobernación –declararía más tarde Reynaldo Hernández Escobar, secretario de Gobierno del estado, quien dijo, además, no haberse enterado de que allí se habían reunido algunos personajes buscados por la justicia y amigos del gobernador Fidel Herrera Beltrán.
(...) Oficialmente, los organizadores habían programado cinco carreras. En la última, la estelar, correrían El Huachinango, El Huracán y El Alexander, tres de los caballos más rápidos de México, según rezaba la propaganda que circulaba por el pueblo. El tercero era propiedad de Efraín Teodoro Torres, quien se decía oriundo de Coatzintla. En las apuestas, la mayor parte de los presentes se volcarían en apoyo del portentoso corcel del Z-14.
(...) Aunque las primeras cuatro lizas cerraron sin contratiempos –los ganadores estaban contentos, los perdedores no tanto–, al hallarse próxima la quinta menudeaban los rostros irritados que espetaban insolencias.
Eran ya cerca de las seis de la tarde cuando se pusieron en la línea El Huachinango, originario de Cintalapa, Chiapas; El Huracán, de Tuxpan, y El Alexander, programados para correr a cuatro mecates. (Cada mecate representa 100 varas, y cada vara equivale aquí a 1.19 metros.) La bolsa: 10 millones de pesos.
Los efectos del alcohol no podían ya ocultarse. Con la voz descompuesta y la mirada extraviada, varios de los asistentes prorrumpían en improperios, entre los que sobresalían las mentadas de madre y los retos de revancha.
(...) Los elementos de la Policía Municipal, bajo el mando del comandante Gerardo Gutiérrez Monraga, no perdían de vista a su cliente, el Z-14, a quien brindaban protección.
El Huachinango, El Huracán y El Alexander fueron conducidos ceremoniosamente, garbosos, elegantes, al punto de partida. El Z-14 y su séquito se situaron cerca del carril, pegados a la meta, donde el cronometrista, nervioso, preparaba el reloj.
En medio de un creciente murmullo, resonó el disparo de salida.
Los tres arrancaron nerviosos. El Huachinango tomó ventaja de inmediato. La gente gritaba: “¡Apriétalo, apriétalo!”, pero a las primeras de cambio perdió velocidad y fue alcanzado por El Alexander.
Los partidarios del favorito aplaudían y daban taconazos en la tierra; sus contrincantes sacudían los puños y rechinaban los dientes. Al aproximarse a la meta, los espectadores se desgañitaban: El Huachinango y El Alexander iban parejos.
De pronto, mientras los cuerpos de los presentes se retorcían, se oyó gritar a uno, con voz grave y al parecer inapelable: “¡Ganó El Huachinango!”, “¡Ganó El Huachinango!”, a lo que el vecino respondió: “¡Ganó El Alexander, ganó El Alexander!”.
A ambos se sumaron, divididos, los demás espectadores, empezando por los dueños: había dos caballos “ganadores”… Y, al punto, entre los rostros enardecidos o asombrados brotó la discusión:
–¡Te gané por media cabeza! –soltó el Z-14 en medio de la confusión.
–¡Me ganaste madres, págame! –reclamó el propietario de El Huachinango, con los ojos inyectados y la piel enrojecida.
Las disputas prosiguieron con el apoyo convencido de cada uno de los bandos, hasta que brotaron ciertas dudas:
–Esto está muy apretado –dijo el fotógrafo contratado para el evento. Denme media hora, voy ampliar las gráficas originales y regreso para que se decida.
Apenas pasaban de las 6:00 de la tarde cuando el fotógrafo partió rumbo al puerto de Veracruz.
Mientras tanto, la discusión subía de tono y, de repente, surgieron los disparos. Pero no provenían de los bandos rivales por la carrera, sino que, de acuerdo con testigos, los primeros balazos salieron del graderío. El autor de aquellas detonaciones era un sujeto de estatura mediana, piel morena, al parecer centroamericano, con dos armas a la vista: un rifle AK-47 y una pistola de 0.9 milímetros.
Su cuerpo se cimbraba con las deflagraciones.
De acuerdo con los testimonios, su probable y único objetivo era asesinar al Z-14 por una vieja deuda. En torno a éste y por todas partes, la gente había emprendido la estampida; se escondía detrás de las neveras, las camionetas, los matorrales, mientras los gatilleros de Teodoro y otros al servicio de los narcos disparaban hacia la multitud con la esperanza de parar a aquel “cabrón”.
Las balas zumbaban y los presentes, aterrorizados, veían caer un cuerpo y otro y otro, hasta que, incrédulos, observaron cómo el invencible Z-14 manoteaba y se derrumbaba con la vista perdida en medio de una polvareda.
Aún recuerdan esa imagen como una pesadilla. Afirman que varios de los concurrentes fueron muertos en la refriega y que muchos otros gritaban de dolor por las heridas. Calculan que el tiroteo duró una media hora. Los policías que brindaban protección al Z-14 tomaron partido y, junto con algunos sicarios, arremetieron contra el pistolero, que salió del graderío, y contra quienes parecían secundarlo. No cesaron de dispararle hasta que aquella masa humana se desplomó ensangrentada.
(...) En el momento en que partían a toda velocidad los coches, trocas y camionetones, los guaruras del Z-14 levantaban a su jefe resollando todavía. Cuando lo transportaban al hospital Milenio, del puerto de Veracruz, falleció en el camino: había recibido siete balazos.
El gobierno de Veracruz aseguró que en el enfrentamiento sólo hubo dos muertos: Efraín Teodoro Torres, el Z-14 –a quien se identificaría también como Roberto Carlos Carmona Casperín–, y el sujeto que desató la balacera y cuya identidad se desconoce. Pero en el pueblo la gente asevera que sobre los carriles había como 10 muertos, que fueron subidos a los vehículos por familiares y amigos que los arrastraban como fardos.
Tras la batalla, Villarín lucía desolado. Unas cuantas personas que permanecieron en la comunidad estaban como pasmadas. Nadie quería recordar la carrera ni la balacera, pero observaron que la Policía Intermunicipal tardó dos horas en llegar, cuando el escenario del enfrentamiento había sido “limpiado”. Los gendarmes sólo encontraron un reguero de vasos, platos, botellas de licor, manchas de sangre y cientos de casquillos de todos los calibres (...)
uuu
El cuerpo del Z-14 fue trasladado al Servicio Médico Forense de Boca del Río, con tan mala fortuna todavía que, sobre una plancha de concreto, quedó a un lado del cadáver de su asesino. El hombre que había iniciado los disparos en Villarín lucía, tatuadas en el pecho, las figuras estilizadas de un dragón y una mujer. Como no había imágenes ni registros de él en los archivos, fue mantenido allí varios días en espera de que algún amigo o familiar llegara por el cuerpo. En virtud de que nadie lo reclamó, vencido el plazo legal fue arrojado a la fosa común en calidad de desconocido.
En cuanto al Z-14, tardó un par de días en ser reconocido por presuntos familiares. La prensa veracruzana, alimentada por rumores, había complicado aún más su identificación. Aseguraban que se trataba del mismísimo Heriberto Lazcano Lazcano, el Z-3, máximo jefe del grupo armado Los Zetas, quien había desertado del Ejército a finales de los años noventa para llegar hasta la cumbre del círculo protector del cártel del Golfo. Como era uno de los hombres más buscados por la justicia mexicana, la propia PGR investigó si, en efecto, aquél era el cadáver de Lazcano. El dato resultó falso. “Heriberto Lazcano está vivo” –concluyó la PGR– y sigue siendo el jefe supremo de Los Zetas.
En vez de ayudar, las autoridades veracruzanas multiplicaron las dudas, no sólo por los datos que filtraban a la prensa, sino por la displicencia mostrada para deshacerse del “bulto”. Resulta que, dos días después de que el cadáver del Z-14 fue alojado en el Semefo de Veracruz, llegó una mujer que se identificó como Julia Casperín Zapata.
–Quiero que me entreguen a mi hijo. Yo soy su madre –dijo la mujer, blandiendo su credencial de elector.
(...) Sea cual fuere la verdadera identidad del Z-14, Efraín Teodoro Torres o Roberto Carlos Carmona Casperín –la PGR lo identificó con ambos nombres, mientras que el Servicio Médico Forense lo entregó bajo el segundo– (...), la eficiente estructura administrativa del alto mando de Los Zetas dispuso de inmediato su reemplazo en Veracruz:
El nuevo jefe de Los Zetas en el estado se llama Miguel Treviño Morales, alias El Z-40, quien probablemente sepa más que las autoridades veracruzanas sobre las andanzas del cadáver de su antecesor, que aún no puede descansar en paz...