PLAZA PUBLICA
Miguel Angel Granados Chapa
Dos de septiembre
Acaso aturdido por las ruidosas ovaciones que recibió el presidente José López Portillo el primero de septiembre de 1982, al anunciar la expropiación bancaria y el control de cambios, al año siguiente, cuando le correspondió emitir su Informe inicial, el presidente Miguel de la Madrid pidió que su discurso no fuera interrumpido por aplausos. Años después, cuando con la colaboración de Alejandra Lajous escribió sus memorias (Cambio de rumbo, la tituló con honestidad), trazó este apunte, una suerte de leve teoría sobre el tema:
“En cuanto a mi deseo de que no hubiera aplausos, he oído muchos comentarios. Mi conclusión es que para los que están en el Palacio Legislativo, y que podríamos llamar el grupo participante de la sociedad resultaría más agradable que sí los hubiera. No puede negarse que esto permitiría más comunicación entre el Presidente y el público, así como recalcar ciertas ideas centrales. Además, los aplausos permiten medir la reacción de la gente y, finalmente, rompen el tedio de una lectura larga, al permitir a la gente ponerse de pie y estirar las piernas. Por otro lado, creo que a quienes no están en el Palacio Legislativo sí les resulta más agradable que no se aplauda. Los televidentes sólo perciben en los aplausos un culto a la personalidad”.
Desposeídos desde el año pasado del privilegio de hacerse aplaudir por los circunstantes en su Informe, Vicente Fox y Felipe Calderón reaccionaron de manera diferente ante la emergencia. Aquel compensó el desaire que le asestó la Cámara al no ser posible siquiera su acceso al salón de plenos, volviendo de inmediato a Los Pinos para transmitir desde allí, en cadena nacional, un mensaje cuyo porción principal estaba preparada y cuya introducción fue añadida a la luz del embarazoso episodio inmediatamente anterior. Calderón, en cambio, acuciado en parte por la maniobra de Manuel Espino de reducir su condición a Presidente de los panistas con la organización de un acto partidario en el Auditorio Nacional, escogió construirse su propio fastuoso escenario en el Palacio Nacional para hacerse aplaudir. No buscaba ofrecer a sus invitados la oportunidad de hacer calistenia al ponerse de pie (sólo lo hicieron una vez, por lo demás, aparte de las ovaciones a la entrada y la salida del anfitrión), sino redondear su presunta victoria sobre los adversarios que, según quiso la propaganda oficial, despojaron de un derecho al Presidente cuando lo que en realidad había ocurrido fue que limaron una excrescencia propia de una época que creíamos superada.
Quizá lo conveniente en el futuro sea que el mensaje o Informe anual del Ejecutivo se difunda la noche misma del primero de septiembre, realizada la entrega del documento a que obliga el artículo 69. Pero antes de que se ponga límite a su libertad en esa circunstancia, Calderón la aprovechó al máximo montando una ceremonia que le permitiera mostrar un asentimiento que la realidad parlamentaria le niega o al menos regatea. En grado más intenso aún, volvimos a las etapas del autoritarismo priista en que era obligado aplaudir al Presidente más que como señal de identificación con sus dichos como adulación sonora, como reconocimiento a su infinita sabiduría.
El montaje palaciego careció de fundamento formal, y sin embargo los convidados actuaron como si lo tuviera. Por eso acudieron a la invitación el ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia, el del Senado y el diputado que en la víspera había recibido el documento informativo, pero que en domingo no ostentaba ya la Presidencia del Congreso de que había quedado investido por unas horas. Fue un exceso que los responsables de los organismos constitucionales autónomos quedaran situados junto a los representantes de los poderes, pues no están a su nivel.
Acaso Calderón quiso mostrar así su solidaridad con Luis Carlos Ugalde, el cuestionado presidente del IFE, vecino de uno de los dos Guillermo Ortiz reunidos en esa parcela y como reconocimiento de los compromisos políticos que los unen. La proximidad de Ugalde con el ministro Ortiz Mayagoitia obligó a recordar el despropósito de haber situado a los miembros del tribunal constitucional en el mismo rango (sobre todo desde el punto de vista salarial) con los consejeros del IFE, exageración que acaso deba corregir la inminente reforma electoral. Al otro Guillermo Ortiz (Martínez), gobernador del Banco de México, le corresponderá explicar por qué no sea posible lo que el sentido común imagina que lo es. Calderón dijo que las reservas en el banco central, que ascienden a 70 mil millones de dólares, exceden ya el monto de la deuda pública externa: ¿no podría cubrirse con dichas reservas ese adeudo y paliar así la carga del servicio que año con año devora buena parte de los ingresos públicos?
Calderón fue aplaudido 25 veces a lo largo de los 83 minutos de discurso, es decir una vez cada 3.2 minutos en promedio. Es normal que las aseveraciones presidenciales sean compartidas por un público escogido, en que no cabe la disidencia ni la oposición. Es normal también si se recuerda que el 65 por ciento de la población, según encuesta de Reforma publicada la víspera aprueba la gestión presidencial. Pero sería riesgoso para la convivencia y la cohesión social que el Jefe del Estado se engañe o contente con ese asentimiento y busque por comodidad comunicarse sólo con quienes coinciden y halagan, e ignore o desdeñe la presencia de otros segmentos sociales a quienes no invitaría a escucharlo.
Acaso aturdido por las ruidosas ovaciones que recibió el presidente José López Portillo el primero de septiembre de 1982, al anunciar la expropiación bancaria y el control de cambios, al año siguiente, cuando le correspondió emitir su Informe inicial, el presidente Miguel de la Madrid pidió que su discurso no fuera interrumpido por aplausos. Años después, cuando con la colaboración de Alejandra Lajous escribió sus memorias (Cambio de rumbo, la tituló con honestidad), trazó este apunte, una suerte de leve teoría sobre el tema:
“En cuanto a mi deseo de que no hubiera aplausos, he oído muchos comentarios. Mi conclusión es que para los que están en el Palacio Legislativo, y que podríamos llamar el grupo participante de la sociedad resultaría más agradable que sí los hubiera. No puede negarse que esto permitiría más comunicación entre el Presidente y el público, así como recalcar ciertas ideas centrales. Además, los aplausos permiten medir la reacción de la gente y, finalmente, rompen el tedio de una lectura larga, al permitir a la gente ponerse de pie y estirar las piernas. Por otro lado, creo que a quienes no están en el Palacio Legislativo sí les resulta más agradable que no se aplauda. Los televidentes sólo perciben en los aplausos un culto a la personalidad”.
Desposeídos desde el año pasado del privilegio de hacerse aplaudir por los circunstantes en su Informe, Vicente Fox y Felipe Calderón reaccionaron de manera diferente ante la emergencia. Aquel compensó el desaire que le asestó la Cámara al no ser posible siquiera su acceso al salón de plenos, volviendo de inmediato a Los Pinos para transmitir desde allí, en cadena nacional, un mensaje cuyo porción principal estaba preparada y cuya introducción fue añadida a la luz del embarazoso episodio inmediatamente anterior. Calderón, en cambio, acuciado en parte por la maniobra de Manuel Espino de reducir su condición a Presidente de los panistas con la organización de un acto partidario en el Auditorio Nacional, escogió construirse su propio fastuoso escenario en el Palacio Nacional para hacerse aplaudir. No buscaba ofrecer a sus invitados la oportunidad de hacer calistenia al ponerse de pie (sólo lo hicieron una vez, por lo demás, aparte de las ovaciones a la entrada y la salida del anfitrión), sino redondear su presunta victoria sobre los adversarios que, según quiso la propaganda oficial, despojaron de un derecho al Presidente cuando lo que en realidad había ocurrido fue que limaron una excrescencia propia de una época que creíamos superada.
Quizá lo conveniente en el futuro sea que el mensaje o Informe anual del Ejecutivo se difunda la noche misma del primero de septiembre, realizada la entrega del documento a que obliga el artículo 69. Pero antes de que se ponga límite a su libertad en esa circunstancia, Calderón la aprovechó al máximo montando una ceremonia que le permitiera mostrar un asentimiento que la realidad parlamentaria le niega o al menos regatea. En grado más intenso aún, volvimos a las etapas del autoritarismo priista en que era obligado aplaudir al Presidente más que como señal de identificación con sus dichos como adulación sonora, como reconocimiento a su infinita sabiduría.
El montaje palaciego careció de fundamento formal, y sin embargo los convidados actuaron como si lo tuviera. Por eso acudieron a la invitación el ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia, el del Senado y el diputado que en la víspera había recibido el documento informativo, pero que en domingo no ostentaba ya la Presidencia del Congreso de que había quedado investido por unas horas. Fue un exceso que los responsables de los organismos constitucionales autónomos quedaran situados junto a los representantes de los poderes, pues no están a su nivel.
Acaso Calderón quiso mostrar así su solidaridad con Luis Carlos Ugalde, el cuestionado presidente del IFE, vecino de uno de los dos Guillermo Ortiz reunidos en esa parcela y como reconocimiento de los compromisos políticos que los unen. La proximidad de Ugalde con el ministro Ortiz Mayagoitia obligó a recordar el despropósito de haber situado a los miembros del tribunal constitucional en el mismo rango (sobre todo desde el punto de vista salarial) con los consejeros del IFE, exageración que acaso deba corregir la inminente reforma electoral. Al otro Guillermo Ortiz (Martínez), gobernador del Banco de México, le corresponderá explicar por qué no sea posible lo que el sentido común imagina que lo es. Calderón dijo que las reservas en el banco central, que ascienden a 70 mil millones de dólares, exceden ya el monto de la deuda pública externa: ¿no podría cubrirse con dichas reservas ese adeudo y paliar así la carga del servicio que año con año devora buena parte de los ingresos públicos?
Calderón fue aplaudido 25 veces a lo largo de los 83 minutos de discurso, es decir una vez cada 3.2 minutos en promedio. Es normal que las aseveraciones presidenciales sean compartidas por un público escogido, en que no cabe la disidencia ni la oposición. Es normal también si se recuerda que el 65 por ciento de la población, según encuesta de Reforma publicada la víspera aprueba la gestión presidencial. Pero sería riesgoso para la convivencia y la cohesión social que el Jefe del Estado se engañe o contente con ese asentimiento y busque por comodidad comunicarse sólo con quienes coinciden y halagan, e ignore o desdeñe la presencia de otros segmentos sociales a quienes no invitaría a escucharlo.