DETRAS DE LA NOTICIA
Ricardo Rocha
12 de julio de 2007
La gran mayoría queremos un país más próspero, más justo y más democrático. Ya no es soportable no sólo la pobreza, sino el hecho de que cada vez haya más pobres. Es insultante que siendo la economía número 10 del planeta, más de la mitad sigan siendo paupérrimos y casi la tercera parte de los 100 millones que somos continúen sumergidos en la miseria. Y es que aquí se acentúa aquello de que no es un problema de escasez de recursos, sino del reparto de los mismos. Para nadie es un secreto que en este reino de la injusticia cada vez menos tienen más y cada vez más tienen menos.
Lo bueno es que este país ha aguanta-do así sin resquebrajarse: serán los pro-gramas asistencialistas, la televisión, los mensajes, la demagogia, la represión, la paciencia, la ingenuidad, las campañas, la esperanza, la cultura, el amor a la patria, la tolerancia o quién sabe qué.
Lo malo es que esto puede reventar en cualquier momento; de hecho, ya revienta en grupos armados, poblados enteros dedicados al narcotráfico, ciudades-territorios del crimen organizado, niveles de delincuencia cada vez más feroces igual en los grandes centros urbanos que en los pueblos, y una pobreza mancillada y enojada como en Zongolica, Veracruz, o en La Joya de los Martínez, Sinaloa.
Los intereses creados para que en el país siga el actual estado de cosas son tan gigantescos como torpes: mientras que se pueda seguimos acumulando riqueza y que se jodan los pobres; así en cada ciclo de tres o seis años se renueva el pacto entre el poder del dinero y el poder político en un gatopardismo infame en el que hay que hacer parecer que todo cambia, para que todo siga igual o peor si se puede. Una postura absolutamente idiota si se considera que ya a nadie le conviene que haya tantos pobres porque ¿luego quién compra? Así que ya no es un asunto ideológico o de compasión sino de cadenas productivas, eficientización, desarrollo y crecimiento económico, que aquí, por cierto, no se han podido dar porque nos ha faltado valor, arrojo o —como dijera Hugo Sánchez— “amígdalas” para atrevernos a dejar el Consenso de Washington —que ya sabemos a quién beneficia— y dejar de ser más banquistas que el Banco y más fondistas que el Fondo. No nos hagamos, ninguno de los países que en las dos décadas recientes han dado vuelcos adelante en sus economías, ha seguido las recetas de los “expertos” de los organismos internacionales a quienes —a su escala— también les interesa mantener el statu quo a ultranza. Los casos de Corea del Sur, Singapur, Irlanda, China e India ejemplifican revoluciones educativas, generación de la riqueza a partir de la pobreza, incentivos fiscales a la producción y a la generación de empleos y severos programas de austeridad en el gasto público que han colocado a estos países —con sus propias estrategias y soluciones— a la vanguardia de la competitividad en este mundo necesariamente globalizado.
Yo no veo nada así en el panorama mexicano. Seguimos aferrados a un modelo económico neoliberal —incubado en el pasado priísta y reafirmado en los gobiernos panistas— que, digan lo que digan, produce cada vez más pobres y provoca una cada vez más escandalosa concentración del ingreso. En otras palabras, que sigue corriendo el riesgo del estallido social o la quiebra, estirando la liga hasta que reviente.
La reforma fiscal calderonista ni remotamente se acerca a la pretensión de un cambio de modelo económico. Ni siquiera al reencauzamiento de un cambio con rumbo en las estrategias de mediano y largo alientos. Es eficiente, en todo caso, en el propósito de recaudar más dinero para el gobierno. Pero hasta ahí. No hay señales imaginativas de incentivos a la producción, de la ampliación de la base de contribuyentes o de abatimiento de las causas estructurales de la pobreza. Quizá hayan calculado que la fractura del país no resistiría el peso de una discusión fuerte y amplia sobre su destino. Qué lástima.
Y es que no hay de dónde documentar un optimismo que suponga un enriquecimiento sustancial de la reforma fiscal en el Congreso. Una última oportunidad de plantearse los verdaderamente graves problemas del país y no sólo el maquillaje. Sería estupendo. Pero estamos en julio y falta mucho para diciembre.
12 de julio de 2007
La gran mayoría queremos un país más próspero, más justo y más democrático. Ya no es soportable no sólo la pobreza, sino el hecho de que cada vez haya más pobres. Es insultante que siendo la economía número 10 del planeta, más de la mitad sigan siendo paupérrimos y casi la tercera parte de los 100 millones que somos continúen sumergidos en la miseria. Y es que aquí se acentúa aquello de que no es un problema de escasez de recursos, sino del reparto de los mismos. Para nadie es un secreto que en este reino de la injusticia cada vez menos tienen más y cada vez más tienen menos.
Lo bueno es que este país ha aguanta-do así sin resquebrajarse: serán los pro-gramas asistencialistas, la televisión, los mensajes, la demagogia, la represión, la paciencia, la ingenuidad, las campañas, la esperanza, la cultura, el amor a la patria, la tolerancia o quién sabe qué.
Lo malo es que esto puede reventar en cualquier momento; de hecho, ya revienta en grupos armados, poblados enteros dedicados al narcotráfico, ciudades-territorios del crimen organizado, niveles de delincuencia cada vez más feroces igual en los grandes centros urbanos que en los pueblos, y una pobreza mancillada y enojada como en Zongolica, Veracruz, o en La Joya de los Martínez, Sinaloa.
Los intereses creados para que en el país siga el actual estado de cosas son tan gigantescos como torpes: mientras que se pueda seguimos acumulando riqueza y que se jodan los pobres; así en cada ciclo de tres o seis años se renueva el pacto entre el poder del dinero y el poder político en un gatopardismo infame en el que hay que hacer parecer que todo cambia, para que todo siga igual o peor si se puede. Una postura absolutamente idiota si se considera que ya a nadie le conviene que haya tantos pobres porque ¿luego quién compra? Así que ya no es un asunto ideológico o de compasión sino de cadenas productivas, eficientización, desarrollo y crecimiento económico, que aquí, por cierto, no se han podido dar porque nos ha faltado valor, arrojo o —como dijera Hugo Sánchez— “amígdalas” para atrevernos a dejar el Consenso de Washington —que ya sabemos a quién beneficia— y dejar de ser más banquistas que el Banco y más fondistas que el Fondo. No nos hagamos, ninguno de los países que en las dos décadas recientes han dado vuelcos adelante en sus economías, ha seguido las recetas de los “expertos” de los organismos internacionales a quienes —a su escala— también les interesa mantener el statu quo a ultranza. Los casos de Corea del Sur, Singapur, Irlanda, China e India ejemplifican revoluciones educativas, generación de la riqueza a partir de la pobreza, incentivos fiscales a la producción y a la generación de empleos y severos programas de austeridad en el gasto público que han colocado a estos países —con sus propias estrategias y soluciones— a la vanguardia de la competitividad en este mundo necesariamente globalizado.
Yo no veo nada así en el panorama mexicano. Seguimos aferrados a un modelo económico neoliberal —incubado en el pasado priísta y reafirmado en los gobiernos panistas— que, digan lo que digan, produce cada vez más pobres y provoca una cada vez más escandalosa concentración del ingreso. En otras palabras, que sigue corriendo el riesgo del estallido social o la quiebra, estirando la liga hasta que reviente.
La reforma fiscal calderonista ni remotamente se acerca a la pretensión de un cambio de modelo económico. Ni siquiera al reencauzamiento de un cambio con rumbo en las estrategias de mediano y largo alientos. Es eficiente, en todo caso, en el propósito de recaudar más dinero para el gobierno. Pero hasta ahí. No hay señales imaginativas de incentivos a la producción, de la ampliación de la base de contribuyentes o de abatimiento de las causas estructurales de la pobreza. Quizá hayan calculado que la fractura del país no resistiría el peso de una discusión fuerte y amplia sobre su destino. Qué lástima.
Y es que no hay de dónde documentar un optimismo que suponga un enriquecimiento sustancial de la reforma fiscal en el Congreso. Una última oportunidad de plantearse los verdaderamente graves problemas del país y no sólo el maquillaje. Sería estupendo. Pero estamos en julio y falta mucho para diciembre.