EL CLERO Y EL LAICISMO
Carlos Monsiváis
Las declaraciones recientes de José Luis Soberanes, que condena a la educación laica por lesionar los derechos humanos de los padres de familia y discriminar, y las ofensivas incesantes de la derecha y la ultraderecha contra el laicismo y el Artículo Tercero constitucional, intentan revivir un debate ya superado en muy diversos sentidos. No me queda duda. La educación laica es una conquista histórica en el orden planetario. Al respecto unas notas.
“A mi hija en edad de matrimonio: mil veces muerta antes que casada con un divorciado” (Folletos El verdadero Católico, 1960)
A los liberales del siglo XIX y de los revolucionarios de la primera mitad del siglo XX, les importa la disminución del fanatismo y, lo que no es lo mismo, la preparación de los ciudadanos a través de la enseñanza. No otro es el sentido de los artículos sobre educación en las Constituciones de 1857 y 1917. Implantar la tolerancia requiere obligadamente de la educación laica (la garantía del saber moderno), y de la separación de Iglesia (entonces sólo concebible en singular) y Estado, con la ley del divorcio, la libertad de cultos y de conciencia, etcétera. Liberales y revolucionarios se expresan con claridad: si se usan las leyes y se vigila su cumplimiento (hasta donde es posible), se crean las condiciones del progreso , y se eliminan de la conciencia nacional el fanatismo, la intolerancia y, muy destacadamente, la obstinación teocrática.
Su proyecto se cumple a mediano y largo plazo. Así no se acaten las disposiciones constitucionales, se genera un clima político y cultural que interioriza el sentido de la ley en grandes sectores. Y si luego de las Leyes de Reforma y de la Constitución de 1917 los conservadores todavía retienen un poder enorme, ya no son la única referencia. Y tras la guerra cristera, la lucha por el “dominio de las almas” entre el Estado de la Revolución y la Iglesia se resuelve a favor del Estado, que en la década de 1920, incurre también en el fanatismo represivo, con el plan que va de la quema de imágenes al cierre de templos. Esto oscurece el proceso secularizador por más de una década.
En el proyecto de educación laica, importa mucho mantener la división entre lo privado (las creencias) y lo público (la formación de los ciudadanos). En el trayecto, el laicismo tiene fallas notables (el programa de educación socialista) y aciertos extraordinarios. Los avances se comprenden paulatinamente y lo que llama la atención es el drama político. En 1940, el presidente electo Manuel Avila Camacho, ansioso de concluir el enfrentamiento con la Iglesia, le afirma al entrevistador José C. Valdés: “Soy creyente” y esa sola frase construye el concordato extraoficial. (En rigor, dice: “Soy católico”, pero el Estado Mayor presidencial busca esa noche a Valadés para mitigar la expresión). Con todo, la educación laica es hecho irreversible y benéfico y, se quiera o no, el dogma “prácticamente único” va aceptando la existencia de otros credos, aunque la persecución de los protestantes continúa, y los gobiernos se despreocupan de la suerte de las minorías religiosas, étnicas y sexuales, sujetas al abuso despiadado.
Todavía en las primeras décadas del siglo XX la ultraderecha retiene grandes zonas del país y se opone a la libertad de creencias con ira a veces armada, y con frecuencia linchadora. Amparada en la Moral (nunca definida), la derecha niega las realidades del instinto, y a nombre de la “Identidad Nacional” rechaza la libertad de creencias. Si han perdido la capital de la República, aún les queda el sojuzgamiento de muchísimos pueblos y ciudades, y el encargo de educar a la clase en el poder.
A lo largo del siglo XX, y no obstante las diferencias ideológicas, la cultura patriarcal es una sola, y en su unidad es primordial la perseverancia del machismo. No sin motivo, los clérigos se jactan de su influencia sobre las mujeres, persuadidas de su rol de vestales de la tradición, y de su responsabilidad en la transmisión de la fe (vigilar, mimar, regañar y castigar). El Estado o, mejor, los gobernantes, no aceptan la existencia de mujeres concretas y ⎯si están o pueden estar en contra suya⎯ sólo ven en ellas a las esclavas de la voluntad eclesiástica, las mochas, las solteronas, o, si se trata de una visión positiva, los fieles complementos de la voluntad masculina. El voto a las mujeres se retarda hasta 1953, cuando el gobierno de Adolfo Ruiz Cortines se persuade: los curas ya no decidirán mecánicamente el voto de las mujeres y, además, los curas ya no son los enemigos.
Al cambio perceptible a favor de los derechos de las mujeres lo impulsan la industria, la ciencia, la educación, y el movimiento feminista. Se acelera la feminización de la economía, se incrementa el número de mujeres en la enseñanza media y superior, van cediendo las fortalezas del machismo exclusivista y, last but no least, el cine difunde de modo convincente, otras versiones del comportamiento femenino, donde las mujeres son ya seres independientes o en vías de lograrlo. Y la explosión demográfica trastoca la vida en familia, incluso en sociedades tan "familiaristas" como la mexicana. La sociedad de masas, sin paradoja alguna, desvanece una porción considerable de los sentimientos y las prácticas comunitarios, y en el horizonte urbano (hoy cerca del ochenta por ciento de la población) y crecientemente en el rural, viene rápidamente a menos una encomienda de la religión organizada, el sitio de honor del moralismo que le había dado sentido a las representaciones de la vida cotidiana. El control del patriarcado persiste en buena medida y le adjudica a las mujeres “por su temperamento y su tiempo disponible” la tarea de hacer de la fe la práctica compulsiva (la “beatería”) que, desde el hogar, protege la Moral y las Buenas Costumbres.
Un elemento mayor en el proceso secularizador es la divulgación científica, y allí puede incluirse a la psicología, el psicoanálisis y el pensamiento freudiano y post–freudiano. Si la iglesia católica ya no enjuicia a los nuevos Galileos, la resistencia a la pluralidad sigue siendo obstinada. Pero no hay remedio. La ciencia es más difícil de vencer que la herejía, y al clero le conviene más evitar el enfrentamiento directo y aplicar el círculo de silencio como ocurre a fines del siglo XIX con las teorías darwinianas. El peso de la ciencia es internacional y sus divulgaciones clausuran en casi todas partes las explicaciones milagrosas y milagreras, y permiten revisar a fondo las cosmogonías y las vivencias del cuerpo humano.
A partir de 1920, alentado por la Gran Guerra y sus decepciones arrasadoras, el conocimiento de las teorías de Freud se divulga en América Latina. Obligadamente, llaman la atención las tesis sobre el inconsciente, el nuevo y oscuro patrimonio personal. Cambia de punto de vista la desmoralización que han traído consigo las atmósferas bélicas y la Revolución Mexicana, y el determinismo freudiano sustituye en muy buena medida a la idea cristiana de lo falible del ser humano. La teocracia virreinal queda atrás con su división tajante entre alma y cuerpo, el laicismo implanta visiones y versiones más complejas, y las divulgaciones generan nuevas mitologías, aquellas vinculadas a los traumas, los complejos, la búsqueda del origen de los actos fallidos, etcétera.
Nada seculariza tanto como el conocimiento de la sexualidad. Si Freud, sus discípulos y sus disidentes introducen un vocabulario, una temática y un modelo persuasivo de interpretación, la sexología desmitifica el halo de pudibundez del tradicionalismo. Si bien muy pocos mexicanos dirían como Goethe: “Nada espero, y no temo a la nada, confiando morir en la calma reverente del Misterio”, el olvido de las deberes religiosos se convierte en la norma, salvo las fechas consagradas (Semana Santa, Navidad, los Fieles Difuntos, Día de la Virgen de Guadalupe, las festividades regionales). Si no se exclama como en otras partes: “Nada es sagrado”, ya muy pocos alegan: “Todo es sagrado”.
De muy distintas maneras las tesis de Freud secularizan. La existencia del inconsciente es el descubrimiento de una “naturaleza humana” no regida por el pecado, sino por “el secreto pequeño y sucio”. Según Freud, los pensamientos caóticos, los sueños, los lapsus linguae, los síntomas neuróticos y los errores cotidianos poseen significados (propósitos) que las personas desconocen. Y lo que sigue usted ya lo conoce.