DESAFIO
Rafael Loret de Mola
*Sociedad del Mañana
*Signo: el Abandono
*El Político Silbado
Cuando publiqué “La Tempestad que Viene” –Grijalbo, 2000-, deslicé una tesis sobre la interrelación de México con España, la llamada Madre Patria: en poco más de dos décadas, tras el fin de la dictadura franquista, la sociedad ibérica había dejado el pasado para situarse en el futuro, esto es a la inversa de lo que había sucedido a los mexicanos bajo el rigor de la demagogia y las ataduras de la improductividad. La efeméride del día, señalado para honrar a las madres –hoy será la primera ocasión en que la ausencia definitiva de la mía pese en mi ánimo-, nos impulsa a profundizar sobre vinculaciones políticas y sociales entre dos naciones unidas todavía por el cordón umbilical de la historia.
La España del presente parece separarse del rencor con el que, todavía en 2000, optaba por ocultar o desdeñar los rastros de la época oscura –un lapso de casi cuarenta años a la sombra de quien se dijo “el caudillo”-. Hoy el referente es obligado y las crónicas diversas pueblan las estanterías de librerías y almacenes con una oferta plural propia para reabrir la polémica y posibilitar el juicio. Acaso es la polarización, que fluye del sectarismo obcecado, consecuencia de aquella etapa que hizo exclamar al exultante autócrata de El Ferrol:
--Si para que haya paz es necesario pasar por encima de la mitad de los españoles... ¡lo haremos!
El Valle de los Caídos, en la entraña de la Sierra del Guadarrama, es recordatorio puntual del drama: allí yacen miles de combatientes de la Guerra Civil cuyo saldo mayor fue la división, el desencuentro y el éxodo.
A partir de 1975 la perspectiva cambió no sin desafíos mayores. La muerte de Franco, añorada por los republicanos que no pudieron volver a su patria tras haber formados familias y fincado en América, dio cauce a un breve lapso, el del “destape”, durante el cual el peso de la antigua opresión se convirtió también en lastre sobre rostros y cuerpos necesitados de recuperar espacios y abandonarse a la libertad que, por momentos, alcanzó condición de libertinaje. Luego sobrevino la calma con un profundo reacomodo de valores. Y España dejó atrás el oscurantismo, si bien no todos los rincones han desaparecido, para comenzar a andar, no sin trompicones, hacia la democracia. Casi treinta y dos años después la moderna sociedad ibérica no sólo ofrece el perfil alentador de una sociedad en la que todos alternan en la búsqueda de satisfactores aun cuando la aristocracia sigue marcando distancias y potencialidades.
Dos señales alertan sobre cuanto sucede a la vera de la modernidad ibérica: la violencia de género, cada vez en niveles más preocupantes por todo el territorio hispano, y el abandono sensible de los ancianos mientras la juventud se impulsa hacia fuera con el egoísmo propio de cuantos asumen que la felicidad comienza y termina en uno mismo y que los demás sólo forman parte de una escenografía para disfrutar con el menor cúmulo de responsabilidades posible. Claro, se privilegia el ocio sobre el trabajo, la “marcha” –en México le llamamos “destrampe”- por encima de los deberes, y el sexo sobre el amor. Desde luego, no todo es negativo en tanto que la euforia interior de cada quien conmueve al espíritu colectivo y le hace menos dependiente de los viejos tabúes que aprisionan las conciencias. Libertad le llaman.
Pero los saldos negativos, como ya describimos, carcomen y se expanden. Cada día aparecen más y más casos de violencia doméstica y de muertes en soledad, sin cobijo de afectos ni cercanías que ablanden el final inescrutable. Esto es como si nada se hubiera sembrado.
Debate
El promedio es de una víctima, cuando menos, cada semana. Más de cincuenta al año, un porcentaje tres veces superior al registrado, por ejemplo, en la estigmatizada Ciudad Juárez en los años de mayor rigor. Algunos casos, como ya hemos narrado en este mismo espacio, son espeluznantes y develan la condición enfermiza no sólo de los psicópatas ejecutantes sino también de cuantos, quizá sin percibirlo concientemente, rodean los escenarios y los observan casi con displicencia, rutinariamente diríamos. Las mujeres víctimas de la violencia doméstica y de género, esto es por el solo hecho de su condición de mujer, débil ante la fuerza masculina, salpican las páginas de los diarios y llenan los espacios noticiosos siempre con el amarillo color del morbo. Pero nada ya que determine e impulse hacia un cambio de actitud; más bien, el esmero se pone en la atención de las consecuencias.
Me pregunto, una vez más, cuál es la diferencia sustantiva entre cuanto sucede en la frontera entre México y los Estados Unidos –en El Paso, al otro lado de Ciudad Juárez, se concentra a los abusadores sexuales provenientes de varias cárceles de la Unión Americana sin el menor rubor-, y la proliferación de los excesos en las naciones del llamado “primer mundo”. En la urbe mexicana son evidentes las “cortinas de humo”, tendidas para disimular los movimientos y acuerdos de las mafias dominantes; en España, como una muestra, el escarnio llega como explosión del libertinaje y la descomposición moral. Hay quienes suponen que la igualdad debería impulsar asimismo a las féminas a defenderse en igualdad de condiciones negando su propia esencia. Los absurdos, en ausencia de justicia plena, se extienden.
Cierto es que cuando las mujeres alcanzan mayores niveles de competitividad la deformación de los celos lleva a los varones a utilizar la fuerza contra la razón, igual que como sucede entre los pueblos y las naciones en donde sigue rigiendo, aunque no se diga, la ley del más fuerte bajo la hegemonía de la mayor potencia militar de todos los tiempos. Y todo esto además de los permanentes impactos mediáticos que privilegian la violencia y la hacen parecer cotidiana, cercana, casi obligada. Luego los fundamentalismos sitúan al enemigo entre cuantos disienten de nuestros criterios y nuestras costumbres, amenazando entorno y estabilidad.
En un mundo como el descrito lo extraño sería, sin duda, que los horrores llegaran a la intimidad. En la actualidad es evidente que el propio clima social propicia los excesos y suprime otros valores aplastados por el consumismo –a cambio de exaltar, por ejemplo, el despropósito de armarse como signo de estatus-, y la oleada de mensajes inductivos.
El Reto
La libertad cuando se vuelca hacia el egoísmo deja de serlo y va degradándose hasta convertirse en vicio. Lo mismo sucede en los planos políticos en donde los sectarismos obcecados influyen de manera determinante para la exaltación de las intransigencias que desemboca, a través de mil cauces, en los fundamentalismos que niegan todo valor cuando no está generado por el grupo afín. En este punto, claro, las sociedades modernas parecen atrapadas.
¿Qué pensar de una ciudadanía que desprecia a sus mayores y los deja morir solos? Por las estaciones del “Metro” de Madrid –con líneas recién inauguradas para hacer valer el consumismo proselitista de estos días de cara a los comicios en cada una de las comunidades autónomas-, se observan monumentales que llaman a proteger a los animales porque de ellos –rezan las leyendas impresas- los seres humanos aprendemos mucho. Un ejemplo: los elefantes nunca abandonan a sus ancianos. Un recordatorio por demás oportuno que pinta de cuerpo entero la insolente modernidad que, al rechazar todo vínculo con el pasado, se lleva entre las piernas los valores intrínsecos del ser humano, la lealtad y el amor filia, entre ellos.
Para entender lo que nos pasa primero es necesario analizarnos a nosotros mismos como acaso sólo lo hacen las madres al formarnos... aunque no acepten ante otros los defectos de sus vástagos.
La Anécdota
De gira por las cálidas tierras del Golfo, allá en donde encontraba a sus musas el “Flaco” Agustín, un político llevó a su madre, baja de estatura y debilitada por la edad, a uno de sus actos de campaña. Pero, al calor de las batallas verbales no faltaron los reclamos:
--Fulanito... ¡no tienes madre!
El interpelado no se inmutó, volteó hacia su progenitora, quien apenas había escuchado el grito ofensivo, y le pidió situarse a su lado, sobre el entarimado. Al fin, repuesto, espetó a sus adversarios:
--Pues miren... sí tengo madre, ¡aunque muy poca!.
Las encuestas le dieron triunfador, naturalmente, del peculiar debate retórico.
Para ellas, las madres de México, mi más emocionado saludo.
*Sociedad del Mañana
*Signo: el Abandono
*El Político Silbado
Cuando publiqué “La Tempestad que Viene” –Grijalbo, 2000-, deslicé una tesis sobre la interrelación de México con España, la llamada Madre Patria: en poco más de dos décadas, tras el fin de la dictadura franquista, la sociedad ibérica había dejado el pasado para situarse en el futuro, esto es a la inversa de lo que había sucedido a los mexicanos bajo el rigor de la demagogia y las ataduras de la improductividad. La efeméride del día, señalado para honrar a las madres –hoy será la primera ocasión en que la ausencia definitiva de la mía pese en mi ánimo-, nos impulsa a profundizar sobre vinculaciones políticas y sociales entre dos naciones unidas todavía por el cordón umbilical de la historia.
La España del presente parece separarse del rencor con el que, todavía en 2000, optaba por ocultar o desdeñar los rastros de la época oscura –un lapso de casi cuarenta años a la sombra de quien se dijo “el caudillo”-. Hoy el referente es obligado y las crónicas diversas pueblan las estanterías de librerías y almacenes con una oferta plural propia para reabrir la polémica y posibilitar el juicio. Acaso es la polarización, que fluye del sectarismo obcecado, consecuencia de aquella etapa que hizo exclamar al exultante autócrata de El Ferrol:
--Si para que haya paz es necesario pasar por encima de la mitad de los españoles... ¡lo haremos!
El Valle de los Caídos, en la entraña de la Sierra del Guadarrama, es recordatorio puntual del drama: allí yacen miles de combatientes de la Guerra Civil cuyo saldo mayor fue la división, el desencuentro y el éxodo.
A partir de 1975 la perspectiva cambió no sin desafíos mayores. La muerte de Franco, añorada por los republicanos que no pudieron volver a su patria tras haber formados familias y fincado en América, dio cauce a un breve lapso, el del “destape”, durante el cual el peso de la antigua opresión se convirtió también en lastre sobre rostros y cuerpos necesitados de recuperar espacios y abandonarse a la libertad que, por momentos, alcanzó condición de libertinaje. Luego sobrevino la calma con un profundo reacomodo de valores. Y España dejó atrás el oscurantismo, si bien no todos los rincones han desaparecido, para comenzar a andar, no sin trompicones, hacia la democracia. Casi treinta y dos años después la moderna sociedad ibérica no sólo ofrece el perfil alentador de una sociedad en la que todos alternan en la búsqueda de satisfactores aun cuando la aristocracia sigue marcando distancias y potencialidades.
Dos señales alertan sobre cuanto sucede a la vera de la modernidad ibérica: la violencia de género, cada vez en niveles más preocupantes por todo el territorio hispano, y el abandono sensible de los ancianos mientras la juventud se impulsa hacia fuera con el egoísmo propio de cuantos asumen que la felicidad comienza y termina en uno mismo y que los demás sólo forman parte de una escenografía para disfrutar con el menor cúmulo de responsabilidades posible. Claro, se privilegia el ocio sobre el trabajo, la “marcha” –en México le llamamos “destrampe”- por encima de los deberes, y el sexo sobre el amor. Desde luego, no todo es negativo en tanto que la euforia interior de cada quien conmueve al espíritu colectivo y le hace menos dependiente de los viejos tabúes que aprisionan las conciencias. Libertad le llaman.
Pero los saldos negativos, como ya describimos, carcomen y se expanden. Cada día aparecen más y más casos de violencia doméstica y de muertes en soledad, sin cobijo de afectos ni cercanías que ablanden el final inescrutable. Esto es como si nada se hubiera sembrado.
Debate
El promedio es de una víctima, cuando menos, cada semana. Más de cincuenta al año, un porcentaje tres veces superior al registrado, por ejemplo, en la estigmatizada Ciudad Juárez en los años de mayor rigor. Algunos casos, como ya hemos narrado en este mismo espacio, son espeluznantes y develan la condición enfermiza no sólo de los psicópatas ejecutantes sino también de cuantos, quizá sin percibirlo concientemente, rodean los escenarios y los observan casi con displicencia, rutinariamente diríamos. Las mujeres víctimas de la violencia doméstica y de género, esto es por el solo hecho de su condición de mujer, débil ante la fuerza masculina, salpican las páginas de los diarios y llenan los espacios noticiosos siempre con el amarillo color del morbo. Pero nada ya que determine e impulse hacia un cambio de actitud; más bien, el esmero se pone en la atención de las consecuencias.
Me pregunto, una vez más, cuál es la diferencia sustantiva entre cuanto sucede en la frontera entre México y los Estados Unidos –en El Paso, al otro lado de Ciudad Juárez, se concentra a los abusadores sexuales provenientes de varias cárceles de la Unión Americana sin el menor rubor-, y la proliferación de los excesos en las naciones del llamado “primer mundo”. En la urbe mexicana son evidentes las “cortinas de humo”, tendidas para disimular los movimientos y acuerdos de las mafias dominantes; en España, como una muestra, el escarnio llega como explosión del libertinaje y la descomposición moral. Hay quienes suponen que la igualdad debería impulsar asimismo a las féminas a defenderse en igualdad de condiciones negando su propia esencia. Los absurdos, en ausencia de justicia plena, se extienden.
Cierto es que cuando las mujeres alcanzan mayores niveles de competitividad la deformación de los celos lleva a los varones a utilizar la fuerza contra la razón, igual que como sucede entre los pueblos y las naciones en donde sigue rigiendo, aunque no se diga, la ley del más fuerte bajo la hegemonía de la mayor potencia militar de todos los tiempos. Y todo esto además de los permanentes impactos mediáticos que privilegian la violencia y la hacen parecer cotidiana, cercana, casi obligada. Luego los fundamentalismos sitúan al enemigo entre cuantos disienten de nuestros criterios y nuestras costumbres, amenazando entorno y estabilidad.
En un mundo como el descrito lo extraño sería, sin duda, que los horrores llegaran a la intimidad. En la actualidad es evidente que el propio clima social propicia los excesos y suprime otros valores aplastados por el consumismo –a cambio de exaltar, por ejemplo, el despropósito de armarse como signo de estatus-, y la oleada de mensajes inductivos.
El Reto
La libertad cuando se vuelca hacia el egoísmo deja de serlo y va degradándose hasta convertirse en vicio. Lo mismo sucede en los planos políticos en donde los sectarismos obcecados influyen de manera determinante para la exaltación de las intransigencias que desemboca, a través de mil cauces, en los fundamentalismos que niegan todo valor cuando no está generado por el grupo afín. En este punto, claro, las sociedades modernas parecen atrapadas.
¿Qué pensar de una ciudadanía que desprecia a sus mayores y los deja morir solos? Por las estaciones del “Metro” de Madrid –con líneas recién inauguradas para hacer valer el consumismo proselitista de estos días de cara a los comicios en cada una de las comunidades autónomas-, se observan monumentales que llaman a proteger a los animales porque de ellos –rezan las leyendas impresas- los seres humanos aprendemos mucho. Un ejemplo: los elefantes nunca abandonan a sus ancianos. Un recordatorio por demás oportuno que pinta de cuerpo entero la insolente modernidad que, al rechazar todo vínculo con el pasado, se lleva entre las piernas los valores intrínsecos del ser humano, la lealtad y el amor filia, entre ellos.
Para entender lo que nos pasa primero es necesario analizarnos a nosotros mismos como acaso sólo lo hacen las madres al formarnos... aunque no acepten ante otros los defectos de sus vástagos.
La Anécdota
De gira por las cálidas tierras del Golfo, allá en donde encontraba a sus musas el “Flaco” Agustín, un político llevó a su madre, baja de estatura y debilitada por la edad, a uno de sus actos de campaña. Pero, al calor de las batallas verbales no faltaron los reclamos:
--Fulanito... ¡no tienes madre!
El interpelado no se inmutó, volteó hacia su progenitora, quien apenas había escuchado el grito ofensivo, y le pidió situarse a su lado, sobre el entarimado. Al fin, repuesto, espetó a sus adversarios:
--Pues miren... sí tengo madre, ¡aunque muy poca!.
Las encuestas le dieron triunfador, naturalmente, del peculiar debate retórico.
Para ellas, las madres de México, mi más emocionado saludo.