PLAZA PUBLICA
Miguel Ángel Granados Chapa
Ahumada libre
Con la aparatosa, desmesurada, grosera e imperdonable manera de cumplir a deshoras una orden de presentación que requería a Carlos Ahumada apenas salido de prisión, la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal pretendió suplir de última hora sus deliberadas omisiones en torno de ese caso, o encubrirlas con la apariencia de celo profesional. Con ese modo de capturarlo, y con su retención de ocho horas en el Ministerio Público, Ahumada salió adornado con la aureola de perseguido político, imagen que sustituye a la de corruptor y beneficiario de dinero público que es la que corresponde a la realidad, por más que un presuroso juez haya resuelto lo contrario.
Ahumada no estaba preso por entregar dinero a políticos, sino por recibirlo de jefes delegacionales a los que apoyó como candidatos y devolvieron el favor nombrando funcionarios que aceitaran la maquinaria administrativa que hiciera pagos indebidos a empresas de Ahumada. Carlos Ímaz, que recibió contribuciones del empresario, rehusó completar el esquema que acataron los jefes delegacionales de Gustavo A. Madero y Tláhuac, según constancias documentales en las que el juez Alberto Ruvalcaba parece no haber reparado, tal vez por su premiosa lectura de los 270 tomos de que constan los expedientes que resolvió en tiempo récord: se hizo cargo del juzgado donde ahora despacha el 16 de febrero, y dos meses después cerró el periodo de instrucción. A partir del 24 de abril, cuando lo hizo, disponía de un lapso de por lo menos treinta días para emitir sentencia, periodo que por el sobrepeso de los expedientes pudo haberse prolongado hasta noventa días. En vez de ampliar el término hasta el extremo, lo redujo a ocho días hábiles (25, 26, 27 y 30 de abril, dos, tres y cuatro de mayo), que concluyeron la noche del lunes pasado con la absolución de Ahumada.
Como lo manda la ley, la Procuraduría apelará esa decisión judicial. Es de esperarse que lo haga en el término legal y no lo venza la abulia que practicó frente a ese caso y que quiso disimular en la madrugada del martes al hacer cumplir una orden de presentación que pudo haber solventado mientras Ahumada permanecía en el Reclusorio Norte o el martes, cuando hubiera llegado a su domicilio, a plena luz del día. Yacían en los escritorios del Ministerio Público tres expedientes adicionales a los resueltos el lunes, donde se inculpa a Ahumada de incumplimiento de obra en la delegación Álvaro Obregón, otra por haber falsificado una acta notarial (atribuida a un fedatario fallecido). Y la tercera que añadía cargos a los imputados al empresario en el caso de Tláhuac. Quizá como parte del mecanismo de encubrimiento de sus propias omisiones, apenas el lunes se consignó al juez una de esas averiguaciones previas, no obstante que en diciembre, a la hora del relevo de administración en la Procuraduría las indagaciones estaban listas para consignación.
El modo de proceder de Ahumada fue entrevisto en la delegación Gustavo A. Madero en diciembre de 2003, cuando se pasó por alto una circular de la Contraloría capitalina sobre el inconveniente de contratar a dos funcionarios que estaban sujetos a investigación. Se trataba precisamente de dos recomendados por Ahumada al jefe delegacional Octavio Flores quien, el 27 de enero de 2004, recibió aviso expreso de que esos funcionarios habían tramitado 17 órdenes de pago (cuentas por liquidar certificadas es su nombre técnico) referidas a obras inexistentes, no realizadas y ni siquiera comprendidas en el plan de acción de la delegación. Los funcionarios Luis Salazar y María Martha Delgado dejaron de serlo el 31 de enero y desaparecieron. Se sabría más tarde que viajaron a Cancún y el 11 de febrero desde allí volaron a Cuba. Pero ya habían conseguido que con esas órdenes de pago el 20 de enero se cubrieran más de 31 millones de pesos a seis empresas, todas las cuales al día siguiente depositaron las cantidades recibidas en una sola cuenta, de la empresa Pagoza, cuyo accionista mayoritario era Ahumada.
Advertido de que se había descubierto la trama por la que se hizo de aquella cantidad, porque el 19 de febrero fueron detenidos dos de los ejecutivos de las empresas intermediarias, Ahumada decidió contraatacar, para impedir que su actividad en otras delegaciones fuera frenada como en Gustavo A. Madero. El 20 de febrero presentó, y ratificó simultáneamente, una denuncia de hechos contra funcionarios capitalinos (a los que no identificó) por extorsión. Además de la ratificación inmediata de la denuncia, su presentación ocurrió en un marco insólito: se efectuó no en oficinas del Ministerio Público Federal, sino que un agente de esa instancia de procuración de justicia la recibió en un salón del hotel Presidente Intercontinental, cuyo alquiler fue pagado por el delegado capitalino del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), y en la diligencia estuvieron presentes el senador Diego Fernández de Cevallos y Juan Ramón Collado, abogado del ex presidente Carlos Salinas.
Más tarde se sabría que, además de actuar en defensa de sus intereses, Ahumada se había asociado a un propósito mayor, el de desbancar a Andrés Manuel López Obrador de su eminente posición política. Una semana después, la presentación de videos donde René Bejarano y otros recibían dinero de Ahumada consolidó la participación del empresario en la gran operación que, a través de diversos episodios, impidió que López Obrador fuera presidente. Ése fue su granito de arena.
Con la aparatosa, desmesurada, grosera e imperdonable manera de cumplir a deshoras una orden de presentación que requería a Carlos Ahumada apenas salido de prisión, la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal pretendió suplir de última hora sus deliberadas omisiones en torno de ese caso, o encubrirlas con la apariencia de celo profesional. Con ese modo de capturarlo, y con su retención de ocho horas en el Ministerio Público, Ahumada salió adornado con la aureola de perseguido político, imagen que sustituye a la de corruptor y beneficiario de dinero público que es la que corresponde a la realidad, por más que un presuroso juez haya resuelto lo contrario.
Ahumada no estaba preso por entregar dinero a políticos, sino por recibirlo de jefes delegacionales a los que apoyó como candidatos y devolvieron el favor nombrando funcionarios que aceitaran la maquinaria administrativa que hiciera pagos indebidos a empresas de Ahumada. Carlos Ímaz, que recibió contribuciones del empresario, rehusó completar el esquema que acataron los jefes delegacionales de Gustavo A. Madero y Tláhuac, según constancias documentales en las que el juez Alberto Ruvalcaba parece no haber reparado, tal vez por su premiosa lectura de los 270 tomos de que constan los expedientes que resolvió en tiempo récord: se hizo cargo del juzgado donde ahora despacha el 16 de febrero, y dos meses después cerró el periodo de instrucción. A partir del 24 de abril, cuando lo hizo, disponía de un lapso de por lo menos treinta días para emitir sentencia, periodo que por el sobrepeso de los expedientes pudo haberse prolongado hasta noventa días. En vez de ampliar el término hasta el extremo, lo redujo a ocho días hábiles (25, 26, 27 y 30 de abril, dos, tres y cuatro de mayo), que concluyeron la noche del lunes pasado con la absolución de Ahumada.
Como lo manda la ley, la Procuraduría apelará esa decisión judicial. Es de esperarse que lo haga en el término legal y no lo venza la abulia que practicó frente a ese caso y que quiso disimular en la madrugada del martes al hacer cumplir una orden de presentación que pudo haber solventado mientras Ahumada permanecía en el Reclusorio Norte o el martes, cuando hubiera llegado a su domicilio, a plena luz del día. Yacían en los escritorios del Ministerio Público tres expedientes adicionales a los resueltos el lunes, donde se inculpa a Ahumada de incumplimiento de obra en la delegación Álvaro Obregón, otra por haber falsificado una acta notarial (atribuida a un fedatario fallecido). Y la tercera que añadía cargos a los imputados al empresario en el caso de Tláhuac. Quizá como parte del mecanismo de encubrimiento de sus propias omisiones, apenas el lunes se consignó al juez una de esas averiguaciones previas, no obstante que en diciembre, a la hora del relevo de administración en la Procuraduría las indagaciones estaban listas para consignación.
El modo de proceder de Ahumada fue entrevisto en la delegación Gustavo A. Madero en diciembre de 2003, cuando se pasó por alto una circular de la Contraloría capitalina sobre el inconveniente de contratar a dos funcionarios que estaban sujetos a investigación. Se trataba precisamente de dos recomendados por Ahumada al jefe delegacional Octavio Flores quien, el 27 de enero de 2004, recibió aviso expreso de que esos funcionarios habían tramitado 17 órdenes de pago (cuentas por liquidar certificadas es su nombre técnico) referidas a obras inexistentes, no realizadas y ni siquiera comprendidas en el plan de acción de la delegación. Los funcionarios Luis Salazar y María Martha Delgado dejaron de serlo el 31 de enero y desaparecieron. Se sabría más tarde que viajaron a Cancún y el 11 de febrero desde allí volaron a Cuba. Pero ya habían conseguido que con esas órdenes de pago el 20 de enero se cubrieran más de 31 millones de pesos a seis empresas, todas las cuales al día siguiente depositaron las cantidades recibidas en una sola cuenta, de la empresa Pagoza, cuyo accionista mayoritario era Ahumada.
Advertido de que se había descubierto la trama por la que se hizo de aquella cantidad, porque el 19 de febrero fueron detenidos dos de los ejecutivos de las empresas intermediarias, Ahumada decidió contraatacar, para impedir que su actividad en otras delegaciones fuera frenada como en Gustavo A. Madero. El 20 de febrero presentó, y ratificó simultáneamente, una denuncia de hechos contra funcionarios capitalinos (a los que no identificó) por extorsión. Además de la ratificación inmediata de la denuncia, su presentación ocurrió en un marco insólito: se efectuó no en oficinas del Ministerio Público Federal, sino que un agente de esa instancia de procuración de justicia la recibió en un salón del hotel Presidente Intercontinental, cuyo alquiler fue pagado por el delegado capitalino del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), y en la diligencia estuvieron presentes el senador Diego Fernández de Cevallos y Juan Ramón Collado, abogado del ex presidente Carlos Salinas.
Más tarde se sabría que, además de actuar en defensa de sus intereses, Ahumada se había asociado a un propósito mayor, el de desbancar a Andrés Manuel López Obrador de su eminente posición política. Una semana después, la presentación de videos donde René Bejarano y otros recibían dinero de Ahumada consolidó la participación del empresario en la gran operación que, a través de diversos episodios, impidió que López Obrador fuera presidente. Ése fue su granito de arena.