DEL EDITORIAL DE LA JORNADA
Los elementos disponibles indican que la Tierra Caliente michoacana vive una doble pesadilla: por un lado, la presencia de poderosos grupos armados vinculados al tráfico de drogas y, por el otro, una cacería de sospechosos, por parte del Ejército, que ha derivado en inadmisibles atropellos a ciudadanos inocentes. De las casi 30 personas arrestadas en los días posteriores a la emboscada que sufrieron los uniformados el primero de mayo en Carácuaro -y en la que la institución militar tuvo cinco bajas fatales y tres heridos-, ninguna de ellas ha sido consignada por delitos relacionados con ese ataque, la mitad ha quedado libre y se han presentado 15 quejas ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos por tortura, detención arbitraria, cateos ilegales y desaparición forzada de personas. En cuanto a los ocho detenidos en relación con el combate que tuvo lugar seis días más tarde en Apatzingán, fueron liberados una vez que la subdelegación de la Procuraduría General de la República comprobó que ninguno de ellos tenía responsabilidad alguna en el enfrentamiento. Pese a ello, los afectados sufrieron durante su detención severas golpizas por parte de sus captores -uno de ellos presenta afectación de vísceras y debe ser sometido a una intervención quirúrgica-, maltratos diversos, robos y una injustificable exposición a la opinión pública en condición de delincuentes.
Sería injustificable que en esta circunstancia se aplicara el inveterado "usted disculpe", fórmula tradicional para encubrir el abuso y la ineptitud policiales. Los excesos cometidos por los militares deben ser investigados y sancionados conforme a derecho, y las víctimas deben ser resarcidas y compensadas por los atropellos que sufrieron.
Por enésima vez ha quedado demostrada la inconveniencia de emplear a la fuerza militar en el combate a los delincuentes. Los soldados no son policías ni están habituados a reglas y procedimientos de detención de sospechosos. Su tarea es liquidar a un enemigo, y su formación corresponde a ese propósito. Resulta inevitable, por ello, que el despliegue de efectivos castrenses en ámbitos permeados por la delincuencia organizada desemboque en algo parecido a la guerra sucia que padecieron en los años 70 sectores de población de diversas regiones -y el estado de Guerrero con particular intensidad- en las que operaban movimientos armados.
El empecinamiento, la ceguera y la perceptible falta de rumbo de las autoridades ante el narcotráfico pueden condenar al país a transitar de nuevo por situaciones tan trágicas y degradantes como aquellas. Y para evitar semejante perspectiva es preciso, de inicio, reconocer la gravedad de la circunstancia. La ceguera es patente: el procurador michoacano, Juan Antonio Magaña, no tiene empacho en asegurar -luego de una semana en la que ocurrieron dos combates en zonas urbanas y en la que se ha abatido sobre la población el terror a los cateos, las detenciones arbitrarias y las acusaciones injustificadas- que en el estado reina la tranquilidad; el empecinamiento, también: el designio presidencial de conformar un cuerpo especial del Ejército dedicado a "manejar situaciones críticas de perturbación o alteración de la paz social y seguridad pública" no hace sino oficializar la distorsión de la misión constitucional castrense y de ampliar el contrasentido al extender la utilización del Ejército al control de disturbios y protestas populares. Con ello, la represión de disidencias políticas y sociales queda implícitamente sumada a las tareas ilegítimas en las que el grupo gobernante ha venido empeñando a las fuerzas armadas.
Es obligado reiterar que el cumplimiento de la ley no puede realizarse por medio de acciones ilegales ni con violaciones a los derechos humanos. Si el actual gobierno persiste en torcer el derecho -por conveniencia, por ineptitud, por desesperación o por miedo- acabará por eliminar los márgenes de legitimidad en los que se mueve -de por sí delgados-, y a fuerza de glorificar la "fuerza del Estado" se quedará con esa fuerza como único instrumento de poder. La perspectiva, necesariamente dictatorial, es alarmante.