LA LAICEDAD Y EL CLERO
Javier Sicilia
No conozco civilización alguna que con tanta saña se haya volcado contra sus orígenes como la occidental. Desde la deificación de la Razón hasta la duda posmoderna que ha reducido todo al Derecho y la democracia, Occidente no ha dejado de perseguir a la Iglesia, esa que Voltaire llamó “la Infame”, como la fuente del mal.
En México, desde el reconocimiento constitucional que el salinismo dio a la Iglesia y el ascenso al poder de gobiernos de raigambre católica, los ataques a ella se han vuelto a recrudecer. Las razones existen: la hipocresía y la soberbia con la que muchos de sus miembros se expresan y viven, son siempre odiosas. Pero el asunto es más hondo. En realidad, esos ataques, que toman la parte por el todo –junto a los Norbertos, los Onésimos, los Abascales, los Serrano Limón, los Macieles y los pederastas protegidos, hay toda una Iglesia de hombres anónimos, de la que por desgracia la prensa no se ocupa, que en las chabolas, los hospitales, las cárceles, en las miserias más atroces viven y llevan el consuelo a los apestados del mundo–, encubren un odio edípico. Lo que en realidad, más allá del hipócrita protagonismo de algunos católicos, la laicidad de nuestra época no soporta es la existencia del padre –habría que decir en términos más teológicos, de la madre– al que le arrebataron sus funciones y al que quiere fuera de su vida.
Lo que nuestra época o, mejor, nuestra modernidad de tintes posmodernos, no quiere aceptar es que es hija de la Iglesia, que sus instituciones, y todo lo que a través de ellas defiende, no podría haber sido sin la institución clerical. Lo que, por su parte, la institución clerical no acepta es que la laicidad es hija suya, que ella la parió, la amamantó, la llevó en sus brazos y que cuando creció, se liberó y resultó peor que la madre, no pudo soportarlo. La idea de los derechos humanos, de los servicios –llámense escuela, salud, transporte, mercancía, hotel, etcétera– de la libertad y de la justicia, sólo pudo haber nacido de esa larga reflexión teológica sobre la Encarnación de Dios y de la responsabilidad frente al prójimo que llegó con el cristianismo. El problema, sin embargo –lo he tratado de decir a lo largo de mis últimos artículos de Proceso–, no está, por lo tanto, en esa gran novedad que llegó con el cristianismo y que, a la luz del lenguaje griego, fundó Occidente: el servicio y el amor al prójimo que sólo se realizan, como lo muestra la parábola del Buen Samaritano, en la libertad de elegir y de ser más allá de determinaciones culturales. Está, por el contrario, como lo mostró Iván Illich, en la tentación –tentación a la que la Iglesia sucumbió desde que con Constantino le compartió el poder y que heredó a esa hija que se niega a reconocer– de administrar y, a final de cuentas, reglamentar ese nuevo amor, creando una institución que lo asegurara, lo protegiera y criminalizara su contrario. De ahí, como admirablemente lo revela la parábola del Gran Inquisidor –que Dostoievski pone en boca de Iván en Los hermanos Karamazov–, el control administrativo que durante siglos la Iglesia ejerció sobre las almas y las vidas de los seres humanos por el bien de ellos y en nombre de la salvaguarda de ese nuevo amor que trajo Cristo.
La vida secular no es distinta. Hija de esa Iglesia, al crecer le quitó el poder, acotó su institucionalidad y la multiplicó en nuevas clerecías profesionalizadas –los médicos, los profesores, los legisladores, los expertos en planeación, los científicos, etcétera–, que, amparadas por la institución del Estado, funcionan, al igual que la Iglesia, controlando administrativamente la vida de los seres humanos.
Lo que llegó al mundo –Levinas, desde el mundo judío, lo ha desplegado admirablemente en su filosofía del Otro en el prójimo– como un don, como una gratuidad, como una respuesta libre a un llamado, la Iglesia institucionalizada y, más tarde, su hija rebelde, la secularización y la deificación de la Razón, lo corrompieron volviéndolo suministro de una demanda que hay que satisfacer mediante controles administrativos y técnicos que cuestan.
La doctrina de Jesús, lejos de hablar
–como lo hacen las instituciones clericales y laicas– de moral administrada, de leyes y reglas de conducta, cuya falta debe criminalizarse, habla de libertad, es decir, de amor gratuito, de la pura responsabilidad que nace de la libertad del amarse a uno mismo y a otros, de una autonomía que se abre, valga la redundancia, autónoma y libremente, al llamado de otro: un deber del amor y no un mandato ni un derecho.
En este sentido, el pleito fundamental entre la laicidad y la Iglesia no es un pleito entre la sumisión y la libertad, es decir, entre dos realidades antagónicas, sino entre dos fases de la corrupción del cristianismo que buscan mantener el control de los hombres en nombre de la libertad y del amor del que provienen. Si algo caracteriza al Occidente, que nació del mensaje de Jesús, es la profunda voluntad de institucionalizar ese amor y tomar a su cargo a todos los hombres para, mediante leyes y criminalizaciones, llevarles el bien.
Cuando, por ejemplo –y ese fue el tema que de alguna forma desarrollé en mi artículo El aborto y la administración de la vida–, la Iglesia se opone al aborto y la laicidad y el cristianismo liberal a su legalización, en el fondo no es una lucha entre dos concepciones del hombre, sino una disputa por la administración de la gratuidad y de la responsabilidad personal frente al sentido de la vida que trajo Cristo, es decir, por su sometimiento a las reglas que sus expertos dictan dominados por poderes sagrados. Aunque la laicidad parece, en nombre del derecho a decidir, haber conquistado una libertad que la Iglesia “retardataria” quiere negar y que siempre defendió, en realidad sólo encubre el mismo control administrativo que esa misma Iglesia busca mantener al querer defender el don de la maternidad mediante instrumentos jurídicos. La simple palabra derecho tiene ya el tufo de las burocracias jurídicas. Es esa burocracia laica, con su clerecía de expertos (esos que arropados con el abrigo de la Razón científica –como otrora la Iglesia se arropó con el de la posesión total de la Revelación– dicen saber en qué momento de la concepción ese misterio tiene la dignidad de ser humano), la que ahora quiere controlar el cómo, el cuándo y en qué circunstancias una mujer tiene el derecho a abortar, o el cómo, el cuándo y en qué circunstancias debe castigársele si transgrede lo que la administración de esos nuevos clérigos ha determinado. ¿Cómo, entonces, una libertad que debe administrarse institucionalmente en nombre de un derecho puede llamarse libertad?
Al arrancar la libertad y la ética de la persona, que trajo el cristianismo, para entregárselas a las instituciones, la Iglesia y el Estado no han hecho más que traer el mal, es decir, destruir la capacidad personal del hombre para cuidar libremente ese don de la vida que estaba ahí desde antes de que naciéramos y entregárselo a la racionalización administrativa de diversas clerecías.
El Occidente moderno, como lo vio Levinas, y a diferencia de lo que piensa la Iglesia, no es ateo y despreciativo de la vida. Por el contrario, es su hijo más corrompido. En él, el hombre no es, como lo reveló Cristo, el responsable de su hermano y del mundo, el hombre libre que se abre y se entrega libremente a otro, sino el objeto administrado, la víctima de clerecías de expertos que las instituciones resguardan y regulan, el sometido de una Iglesia con rostro laico y de sus órdenes que simulan un mundo de libertad y de amor.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca. ?