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miércoles, 25 de abril de 2007

DESAFIO

Rafael Loret de Mola


*Sociedad en Retroceso
*Los Niños que Mueren
*De Caballos y Jinetes

Como parte de la “buena imagen” de nuestro país en el exterior, una falacia sostenida casi con insolencia por los cabilderos al servicio del gobierno, la semana anterior se polemizó, en los diarios españoles, sobre el tremendo percance sufrido por “el torerito español” Jairo Miguel, quien sufrió la perforación del pulmón izquierdo como consecuencia de una cornada en la Monumental de Aguascalientes –el tema es oportuno porque hoy es el día de San Marcos-, y las vertientes del drama de los niños –el novillero tiene 15 años y desde los 14 torea en los cosos mexicanos-, que realizan tareas peligrosas rompiendo el encanto de sus infancias.

De nueva cuenta, México es visto, en la unida Europa del tercer milenio, como un reducto tercermundista en donde, según comentó el director de una “escuela taurina”, “la ley se maneja a lo loco”, esto es a discreción y con excesiva tolerancia ante situaciones como la planteada cuando, por supuesto, perviven los intereses mercantiles sobre los prejuicios sociales. Dicho de otra manera: si la normatividad laboral vigente habilita a los menores de dieciséis años como parte de la fuerza laboral sin distingo de riesgos, ello no puede verse, de modo alguno, como un avance hacia la modernidad como pretendieron algunos torpes legisladores al insistir en reconocer jurídicamente, para proteger a los niños chambeadores, lo que forma parte de la realidad y no puede evitarse. Con tal paso, según se expresó, los menores, quienes no pueden votar hasta cumplir los dieciocho, no quedan en la clandestinidad sólo benéfica para quienes los contratan para ahorrarse sueldos superiores. El mismo criterio que premia el “ahorro” de cuantos utilizan a los indocumentados en el sur de los Estados Unidos y pagan salarios muy inferiores a los devengados por residentes legales y nativos.

La clave está pues en el círculo vicioso, también cerrado a golpes de falacias. Ni modo que a estas alturas neguemos el incontrovertible hecho de que miles de niños son obligados a correr serios riesgos en ausencia de la figura paterna inmersa en otro drama social punzante: el de la emigración por ausencia de oportunidades. ¿O vamos a seguir ignorando que en un tercio, cuando menos, de las entidades del país el campo se queda sin varones en edad productiva porque éstos son tentados a entrar subrepticiamente a los Estados Unidos, muchas veces mediando el pago de miles de dólares a los implacables “coyotes” del desierto?

En el caso del torerito ibérico éste sólo siguió la senda trazada con anterioridad por otros “coletas” que cruzan el Atlántico a edad temprana asumiendo la flexibilidad de las leyes mexicanas y la pobreza moral, debemos decirlo así, de una sociedad que observa normal el desempeño peligroso de los niños alegando la libertad de los mismos y la necesidad punzante de sus familiares, tantas veces convertidos en apoderados ambiciosos y explotadores por antonomasia, en una especie de selva en donde la ley la dicta sólo la necesidad bajo los espejismos de la flexibilidad jurídica.

Debo aceptar, ante los amables lectores, que este columnista es aficionado, desde edad muy temprana, a la fiesta de los toros y, por ende, en no pocas ocasiones la he defendido --con buena dosis de pasión, lo reconozco--, de los predadores anglosajones, y de cuantos les siguen el juego, quienes desdeñan los valores culturales ajenos o que no comprenden pretextando el peso de la barbarie siempre mirando hacia otras latitudes. Sin embargo, ante la explotación infantil y los dramas subsecuentes no puede existir argumentación alguna que enaltezca a sus promotores.

Debate

De acuerdo a un informe de la Organización de las Naciones Unidas, difundido por Internet el pasado viernes, en los últimos treinta años han sido asesinados dos menores de catorce años por día en México. Una cifra que devela, por sí, el drama de los niños atrapados por un entorno de creciente violencia y acusados peligros. Y no se trata tan solo de las habituales cortinas de humo, como las de la estigmatizada Ciudad Juárez por ejemplo, destinadas a distraer la curiosidad pública mientras las mafias se reacomodan tranquilamente dentro del organigrama del poder.

Pese a lo anterior, nadie parece preocuparse por el destino de tantos jóvenes condenados por la miseria y cooptados por las tentaciones del dinero fácil. Como esos “toreritos” a quienes se dice, dolosamente por supuesto, que encima de los morrillos de los toros se encuentran los millones como si se tratara del cazo de oro que aparece al pie del arcoiris tras las lluvias intensas que no dan tiempo al sol para ocultarse.

Explotación y muerte van de la mano. ¿O no es un asesinato privar a los menores del encanto de la infancia en donde jugar es aprendizaje y vivir casi una obligación, bajo el prurito de alimentar sus ambiciones de ser y ganar en un mundo altamente competitivo?

Hace años, como ya conté, entrevisté al jovencísimo Julián López “El Juli” cuando, con quince años, estaba en curso de tomar la alternativa. El chico, obviamente preparado ex professo, alegó en su defensa su alta capacidad para discernir los problemas que podrían causarle los astados como prueba de su “mayoría de edad” en el toreo. Esto es, una salida romántica a un conflicto social y jurídico que es imposible soslayar. De reojo, el padre del espada miraba y medía con un silencioso reproche. A él, más que nadie, le interesaba pulir el filón.

Hoy, “El Juli” es una de las grandes figuras del toreo y uno de quienes más festejos suma al calor de su dominio de las reses bravas. Suma ya casi ocho años desde su “doctorado”, en Francia en el otoño de 1999, y sería torpe subrayar que su fama y capacidad devienen del hecho de haberse lanzado a temprana edad, de modo por demás temerario, en pos de la gloria. De haber esperado, sería igualmente un personaje en su especialidad aun cuando hubiese empezado a acumular fortuna digamos tres años más tarde. ¿Para qué, entonces, precipitar los afanes para exaltar el morbo de las multitudes? La interrogante confluye, sin remedio, hacia un señalamiento crudo contra la displicencia de las autoridades mexicanas: ¿puede madurarse políticamente cuando se forja fama de manejar las leyes “a lo loco” con tal de asegurar las derramas mercantiles?

El Reto

Para justificar el trabajo infantil se recurre a los antecedentes de los “prodigios” de todos los tiempos, Mozart por ejemplo, cuyos periplos por Europa comenzaron cuando apenas tenía cinco años de edad y duraron hasta los treinta, el tiempo fatídico en el que lo carcomió la envidia de los demás. Desde luego podría matizarse el hecho por cuanto a los riesgos limitados del genio musical a pesar de haberse privado de los juegos de la niñez. También por una sentencia inapelable: la excepción confirma la regla.

Otro tanto se alegó respecto a la maravillosa Nadia Comanecci, rumana de nacimiento, a quien el gobierno socialista hizo símbolo, primero, y amante después del hijo del dictador Nicolae Ceausescu, fusilado por los insurgentes en diciembre de 1989. La dulce gimnasta que arrobó al mundo en los Juegos Olímpicos de Montreal, se convirtió después en el símbolo de la explotación infantil para subrayar los rigores y excesos de las autocracias... de izquierda. Cuando se trata de la derecha, claro, las interpretaciones cambian y los protagonistas son otros.

El hecho es que, por ahora, México, varias décadas después del cenit de Nadia, es señalado como una especie de “paraíso” para los explotadores de infantes de la mano de una legislación ambigua y escasamente respetada cuando obran otra clase de intereses, peso sobre peso, en medio de una tormenta de interpretaciones banales. Los olés, al parecer, cuestan muy caros.

La Anécdota

No sólo las veleidades jurídicas determinan el mal curso de la imagen mexicana. Las deformaciones complementan la perspectiva. Allá por 1970, en Washington, los niños estadounidenses no se podían creer que en México hubiese una forma de vida distinta a la que reflejaban las películas de Negrete:

--¿Sabes una cosa? –preguntó un rubio jovenzuelo norteamericano a su huésped dentro de la red de “intercambios”-. Me gustaría conocer México... pero no sé montar a caballo.

Eran los días en los que se acreditaba la solemne imagen del indio durmiendo sobre su ancho sombrero para vender el espejismo de la tranquilidad. A la larga, más bien, se consolidó la idea del mexicano irresponsable, flojo, desobligado, acaso para justificar las tutelas del exterior siempre extendidas a favor de las firmas multinacionales. Siempre hay ganadores.

Dicho lo anterior, ¿para cuándo comenzamos, en serio, a trabajar para modificar la imagen de una nación vista como bananera en donde la legalidad depende de quienes sean capaces de tomar y mantener la tribuna como en la ríspida y coreográfica asunción de Calderón en diciembre último?
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