PADILLA NO APROBARÍA EL EXAMEN EN LA UNAM, CERO EN EDUCACION!!
Por Ignacio Solares
¿Usted sabía quién era, qué puesto tenía y cómo pensaba un tal señor Raúl Alejandro Padilla Orozco?
Y ahora que lo oyó hablar –además de imaginarlo como personaje del inefable programa de Televisa La escuelita, al que golpearían una y otra vez por burro–, ¿lo supuso, nada más y nada menos, como presidente de la Comisión de Presupuesto de la Cámara de Diputados, o sea, corresponsable de presentar y aprobar el dictamen del proyecto de egresos?
Por su simple uso del idioma y la sintaxis, ¿volvería alguien en su sano juicio a votar por él para cualquier puesto público? ¿Lo cree usted capaz, simplemente, de pasar el examen de admisión para entrar a esa UNAM que tanto desprecia? Y en el remoto caso de que entrara, y usted fuera ahí profesor o profesora de redacción, ¿no le pondría enseguida un redondo cero en lugar del cinco que pediría, “según tenía enterado”? Porque para él la UNAM “debe ser castigada” por mentir a los alumnos que reprueban. Así lo declaró: “En la UNAM la norma mínima de calificación aprobatoria es cinco. Si usted saca cero, la mínima es cinco. Es lo que tengo enterado”. Si así habla, imagínese, ¿cómo escribiría ese examen de admisión?
Ah, qué enorme y trágica, la mayor parte de las veces, la distancia que media entre gobernantes y gobernados. La razón principal de este alejamiento e incomunicación entre el ciudadano común y corriente y aquellos otros que, allá arriba, en los alvéolos del poder y la administración, en los gabinetes ministeriales o en los escaños parlamentarios, deciden su vida (y en ocasiones, ¡ay¡, su muerte) –la clase política–, no es tanto la complejidad creciente de las responsabilidades del gobierno y su burocratización, sino el desinterés y la pérdida de confianza.
Realmente, ¿a quién le importan los Padilla Orozco (debe de haber cientos de ellos en el panismo, por cierto) y cómo explicarse que hayan llegado a donde están? Los electores votan por quienes legislan y gobiernan pero, con sus contadas excepciones, apenas si conocen realmente a la persona, sus programas de trabajo y las repercusiones sociales y económicas que pueden traer en consecuencia esos programas, por más que asistan a sus manifestaciones y marchas (acarreados o no) o enarbolen pancartas a favor de tal partido.
En este sentido –y continuando con la influencia de programas como La escuelita–, ¿no son reprobables (con cero) las tramposas campañas televisivas que hemos padecido a últimas fechas, que recurren a los impulsos más bajos y elementales del televidente? Si dicen que esto es bueno, es porque es bueno, si dicen que ya tenemos presidente es porque de veras ya tenemos presidente. La televisión inventa la realidad real. Así, en efecto, cada pueblo tiene los gobernantes que se merece, ya sea por conocimiento o por desconocimiento de ellos.
La pérdida de confianza del ciudadano común y corriente en sus dirigentes políticos –cuyo resultado, cuidado, es la pérdida de autoridad de la clase política en general– se debe, básicamente, al simulacro bochornoso en que se ha convertido esa actividad, donde las peores medidas y barrabasadas se justifican en nombre de la eficacia y el pragmatismo.
Se castiga a la enseñanza universitaria, la cultura y la ciencia, y se privilegian y protegen los rubros de la seguridad y represión policiaca. ¿Con qué criterio? Felipe Calderón trató de corregirlo a medias, ante la avalancha de críticas, pero la verdad es que las torpes palabras de Padilla Orozco son apenas la punta del iceberg panista. Cuando creíamos habernos librado de las tonterías que decía Fox, ¡zas! llega este diputado a revalidarlas y a hacernos saber quién fue su maestro en el arte de la oratoria.
Habría que imaginar un encuentro público sobre política, historia y cultura, en cadena nacional, entre Fox y Padilla Orozco. Cuánto iban a asombrarnos, sin duda. Parece broma, pero en este sentido, el naufragio de las ideas que han traído consigo los gobiernos panistas es lamentable y sintomático. Porque por donde van a pasar los hechos pasan antes las palabras y, dirían los sicólogos estructuralistas, sólo lo bien formulado es lo bien realizado. Como en aquella pinta del 68 en París, podríamos decirles: “¡Ya no queremos hechos, queremos palabras!” Porque ocurre que el lenguaje –que según nos enseñaron sirve para que los hombres se entiendan y se acerquen– ahora los panistas parecen utilizarlo para agrandar aún más la brecha que media entre gobernantes y gobernados. Dime cómo construyes tus frases y te diré quién eres y en qué partido militas.
Padilla Orozco es egresado del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, según nos dicen. No sabemos las clases de redacción y literatura que habrá tomado ahí, si es que tomó alguna, pero ojalá algún día se enterara de que no es casualidad que la UNAM ocupe el lugar 74 entre las cien primeras del mundo. Que cuenta con un cuarto de millón de estudiantes que cursan 76 carreras y 48 programas de posgrado, impartidos por más de 30 mil académicos. Asimismo, es la única institución iberoamericana que genera 50 por ciento de toda la investigación científica de su país. Pero además, en sus aulas, y sólo en relación con el lenguaje y la literatura, han dado clases ahí desde un Luis Rius, un Juan José Arreola o una
Rosario Castellanos, hasta en la actualidad un Ramón Xirau, un Vicente Quirarte o una Margo Glantz.
Pero como en el chiste aquel del turista que llega a una tasca en Sevilla, sólo oye hablar de toros y desesperado pregunta en una mesa cualquiera si, además de Gallito y Belmonte, saben quién fue un Aníbal, un Napoleón o un Julio César, este diputado podría contestar: “Han de ser picadores, porque no me suenan”. ¿O apostamos a que cualquiera de los últimos nombres mencionados no le suenan a Padilla Orozco?