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martes, 9 de septiembre de 2008

A dos años de gobierno Descomposición nacional

Raúl Rodríguez Cortés

Cunde entre la sociedad una preocupación creciente al no ver respuestas convincentes del gobierno de Felipe Calderón para superar una situación económica que se deteriora día a día y contener la ola de inseguridad y violencia desatada por la delincuencia. Esa sensación de desgobierno no es exclusiva, por cierto, de opositores radicales o moderados, pues también se percibe entre empresarios que apoyaron con fondos a Calderón, ciudadanos que le dieron su voto y grupos de su propio partido, el PAN.

En ese contexto se ha sembrado la hipótesis de que Calderón no podrá concluir con su mandato constitucional o que su renuncia es condición sine qua non para tomar un acuerdo político que permita recuperar el control de un barco a la deriva.

El primero en hacer público ese escenario, cuando solo era un susurro, fue Porfirio Muñoz Ledo, hoy coordinador del Frente Amplio Progresista, quien en su reciente libro La ruptura que viene argumentó que la ilegitimidad de origen así como la reiterada negativa a reformar el Estado para dar cauce a la transición democrática, impedirán que Calderón concluya su gobierno. La idea, con algunos matices, fue respaldada por Manuel Camacho Solís y José Agustín Ortiz Pinchetti, personajes ambos muy cercanos a Andrés Manuel López Obrador, quien como parte de su movimiento contra el fraude electoral se ha planteado impedir que Calderón gobierne.

Estos hechos, incontrovertibles, dan elementos a los defensores del régimen para responder que es la izquierda (al menos la alineada a López Obrador) la que promueve la idea de que el presidente constitucional (que con fraude o sin fraude lo es, de acuerdo con nuestra institucionalidad vigente) sea derrocado.

Por supuesto que no es lo mismo ser derrocado que quedar incapacitado para concluir un mandato, y esa confusión semántica es la que aprovechan los voceros del régimen para filtrar desde el anonimato la idea de que Calderón es víctima de una oleada desestabilizadota que busca derrocarlo, lo que justificaría cualquier decisión de fuerza para evitarlo.

En medio de esta confrontación de ideas y estrategias que es otro nítido reflejo de la no resuelta división del país, lo que parece claro es que Calderón, a dos años de gobierno, enfrenta graves problemas de conducción política reflejados en la parálisis de un inexistente gabinete que más bien parece un club de amigos; en la tara tan común de los gobiernos del PAN que confunden popularidad mediática con buenos resultados; y en su incapacidad de negociar políticamente, lo que lo ha convertido en rehén del PRI y de los grupos fácticos de poder con tal de asegurar un margen mínimo de gobernabilidad, mientras que ignora o coopta a la izquierda que, a pesar de su debacle partidista reflejada en la crisis del PRD, constituye hasta ahora la segunda fuerza política representada en el Congreso.

La posibilidad de que Calderón no pueda terminar es quizá una apuesta irresponsable pero que está presente porque no se ve solución a los problemas. A nadie, a estas alturas, conviene que se desfonde el gobierno. Ni a Calderón —quien para mantenerse deberá pactar políticamente—, ni a la oposición de izquierda —incapaz en estos momentos de división interna de llenar ese vacío—, ni el PRI que por su pasado reciente tampoco podría gobernar si se acelera el proceso de descomposición nacional.