Matar a los pobres
Ricardo Rocha
Hay una aceptación fatal de que es “natural” que ocurran ciertos crímenes por los escenarios de miseria en que se producen
Es por desgracia un deporte nacional. Tan sólo en los años recientes son numerosos los casos de matanzas contra mexicanos pobres: en junio de 1995, 17 campesinos fueron masacrados por la policía estatal de Guerrero en el vado de Aguas Blancas; dos años después, en Acteal, Chiapas, fueron asesinados 45 indígenas tzotziles entre niños, niñas, hombres y mujeres, siete de las cuales estaban embarazadas; de 2005 a la fecha están documentadas las ejecuciones de una decena de campesinos ecologistas y sus hijos menores, sobre todo en la sierra de Petatlán, en Guerrero; también perviven en el dolor de la memoria otras matanzas como las de El Charco y El Bosque en Chiapas o la de Agua Fría en Oaxaca.
Todas conllevan denominadores comunes: la brutalidad despiadada con que los asesinatos fueron cometidos; la injusticia o la justicia a medias en cada proceso; la eventual participación de agentes armados federales o estatales o, de plano, soldados. La misma violencia contra quienes han sido asesinados en retenes militares, que con las muertas de Juárez, las trabajadoras sexuales violadas en Castaños, Coahuila, o el infame caso de doña Ernestina Ascensio en Zongolica. Cierto, algunos de estos crímenes han provocado grandes escándalos en la opinión pública nacional. Sin embargo, hay una suerte de aceptación fatal de que es “natural” que ocurran estas cosas por los escenarios de miseria en que se producen. En pocas palabras: eso les pasa por ser pobres.
Así, estos hechos vergonzantes se dan en gobiernos de todo signo. Pero los olvidos llegan pronto. Y no se atienden jamás las causas profundas de estas desgracias. Por supuesto que la pobreza misma. Pero también dos mal enraizados sentimientos que solemos encubrir y disfrazar en este país: una profunda discriminación hacia los pobres y un feroz racismo hacia los indígenas. Por ello, ha resultado “natural” el desastre minero en el que 65 trabajadores quedaron sepultados para siempre por toneladas de roca y tierra, pero también por la negligencia y rapacidad de Minera México, que cuenta con todo el apoyo de las autoridades federales. Igualmente fue “normal” el aplastamiento de los de Atenco en 2006, que incluyó macanizas despiadadas, violaciones y vejaciones tumultuarias y hasta la muerte de un niño de 14 años.
En contraste, nos enteramos hace poco del operativo quirúrgico que hubo en Bandasha. Una discoteca para gente bien situada en Bosques de las Lomas sobre la que había denuncias de venta de alcohol y drogas a adolescentes. En lo que más parece una crónica de sociales se describe la llegada puntual de un centenar de agentes vestidos pulcramente de civil y equipo médico, que se apersonaron con todo comedimiento para detener muy amablemente a meseros y barmans acusados de corrupción de menores. El propio boletín oficial no tiene desperdicio: “Con estricto apoyo a los derechos fundamentales de los clientes, los servidores públicos que llevaron a cabo el operativo los conminaron a abandonar la discoteca a todos aquellos que acreditaran su personalidad con una credencial de identificación”.
Me queda claro que los policías y soldados están entrenados para golpear y matar. Ahora incluso nos enteramos de que en el municipio panista de León los entrenan también para torturar. Lo que no sé es si los preparan para ser cuidadosos y amables con los ricos y güeritos, y todo lo salvajes que quieran con los prietos y pobres, como ellos, por cierto.
Lo que es indiscutible es que Bandasha no fue lo mismo que New’s Divine.
Hay una aceptación fatal de que es “natural” que ocurran ciertos crímenes por los escenarios de miseria en que se producen
Es por desgracia un deporte nacional. Tan sólo en los años recientes son numerosos los casos de matanzas contra mexicanos pobres: en junio de 1995, 17 campesinos fueron masacrados por la policía estatal de Guerrero en el vado de Aguas Blancas; dos años después, en Acteal, Chiapas, fueron asesinados 45 indígenas tzotziles entre niños, niñas, hombres y mujeres, siete de las cuales estaban embarazadas; de 2005 a la fecha están documentadas las ejecuciones de una decena de campesinos ecologistas y sus hijos menores, sobre todo en la sierra de Petatlán, en Guerrero; también perviven en el dolor de la memoria otras matanzas como las de El Charco y El Bosque en Chiapas o la de Agua Fría en Oaxaca.
Todas conllevan denominadores comunes: la brutalidad despiadada con que los asesinatos fueron cometidos; la injusticia o la justicia a medias en cada proceso; la eventual participación de agentes armados federales o estatales o, de plano, soldados. La misma violencia contra quienes han sido asesinados en retenes militares, que con las muertas de Juárez, las trabajadoras sexuales violadas en Castaños, Coahuila, o el infame caso de doña Ernestina Ascensio en Zongolica. Cierto, algunos de estos crímenes han provocado grandes escándalos en la opinión pública nacional. Sin embargo, hay una suerte de aceptación fatal de que es “natural” que ocurran estas cosas por los escenarios de miseria en que se producen. En pocas palabras: eso les pasa por ser pobres.
Así, estos hechos vergonzantes se dan en gobiernos de todo signo. Pero los olvidos llegan pronto. Y no se atienden jamás las causas profundas de estas desgracias. Por supuesto que la pobreza misma. Pero también dos mal enraizados sentimientos que solemos encubrir y disfrazar en este país: una profunda discriminación hacia los pobres y un feroz racismo hacia los indígenas. Por ello, ha resultado “natural” el desastre minero en el que 65 trabajadores quedaron sepultados para siempre por toneladas de roca y tierra, pero también por la negligencia y rapacidad de Minera México, que cuenta con todo el apoyo de las autoridades federales. Igualmente fue “normal” el aplastamiento de los de Atenco en 2006, que incluyó macanizas despiadadas, violaciones y vejaciones tumultuarias y hasta la muerte de un niño de 14 años.
En contraste, nos enteramos hace poco del operativo quirúrgico que hubo en Bandasha. Una discoteca para gente bien situada en Bosques de las Lomas sobre la que había denuncias de venta de alcohol y drogas a adolescentes. En lo que más parece una crónica de sociales se describe la llegada puntual de un centenar de agentes vestidos pulcramente de civil y equipo médico, que se apersonaron con todo comedimiento para detener muy amablemente a meseros y barmans acusados de corrupción de menores. El propio boletín oficial no tiene desperdicio: “Con estricto apoyo a los derechos fundamentales de los clientes, los servidores públicos que llevaron a cabo el operativo los conminaron a abandonar la discoteca a todos aquellos que acreditaran su personalidad con una credencial de identificación”.
Me queda claro que los policías y soldados están entrenados para golpear y matar. Ahora incluso nos enteramos de que en el municipio panista de León los entrenan también para torturar. Lo que no sé es si los preparan para ser cuidadosos y amables con los ricos y güeritos, y todo lo salvajes que quieran con los prietos y pobres, como ellos, por cierto.
Lo que es indiscutible es que Bandasha no fue lo mismo que New’s Divine.