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martes, 13 de mayo de 2008

Preparando la retirada

La Jornada

Una retirada militar significa simple y llanamente una derrota. Desearía tener el espacio necesario para hacer un repaso histórico que hiciera incontrovertible esta aseveración. Muchos son los factores que influyen en una decisión para ordenar una retirada. Alejandro el Grande la aceptó ante la renuencia de sus comandantes de continuar hacia el oriente y su repliegue hacia Babilonia fue su fin, al ser tragado por el desierto de Gedrosia y morir poco después en su capital. Otra, absolutamente clásica, la retirada napoleónica desde San Petersburgo; otra, el sexto ejército alemán derrotado en Stalingrado; Vietnam, que fue la vergüenza estadunidense que cambió en mucho perspectivas y conducta de su sociedad, y Corea, aunque en esta última se haya pactado una línea de máximo repliegue, el Paralelo 38, que aún hoy divide a las dos Coreas.

Eufemísticamente, en el lenguaje técnico militar a esto se llama operaciones retrógradas, y como toda operación militar tiene un fin último, aunque bien teórico, de derrotar al enemigo mediante la obtención de condiciones favorables para un nuevo ataque.

El discurso público de Bush, belicoso, intransigente y sobre todo lleno de orgullo y soberbia reitera la permanencia en el Medio Oriente hasta que las fuerzas locales sean capaces de mantener el orden. Evidentemente es un discurso hecho para salvar la cara de la humillación y no aceptar un error cuya historicidad rebasará los límites de su gobierno, como fue el caso de Vietnam, que manchó a varias administraciones y, como ya dijimos, le cambió la perspectiva a la sociedad estadunidense sobre sí misma y el mundo.

El Pentágono, detrás de ese discurso, gane quien gane de los tres candidatos en campaña, debe estar ya bastante adelantado, pues es su oficio, en planear no una sino varias posibilidades de retirada del Medio Oriente. Todas son de gran complejidad y escasa confiabilidad y deberán contener las variables determinantes de cuáles serían las reacciones de Irak, Irán y Afganistán, tanto como países, con adversarios internos históricamente irreconciliables y como dueños de la mayor reserva petrolera del mundo, cuyo valor universal se está apreciando en estos días por los precios y la crisis alimentaria, vinculada entre otras cosas al petróleo y sus derivados, energéticos, fertilizantes y pesticidas.

Basándose en la tesis de que el nuevo gobierno desee verdaderamente retirarse de Medio Oriente y que esto lo intente tan pronto como sea posible, los planes del Pentágono, con los ajustes y adecuaciones que surgieran de la directiva presidencial, tardarían no meses, como pregona la señora Clinton, sino años en concretarse: 150 mil soldados, equipo bélico y logístico pesados, descontando que dejarán sembrado de chatarra a Irak. Todo esto recordando que se dará todavía en un estado de guerra hoy inimaginable en esa operación retrógrada, con enemigo al frente. Acabarán enredados en un mayor aunque diferente desprestigio que esta administración.

No hay que olvidar la lección de Vietnam, que involucró y desprestigió por lo menos a cuatro administraciones presidenciales (Kennedy, Johnson, Nixon y Ford) y que con toda la voluntad de sus titulares, unos con bombardeos estratégicos sobre Hanoi y la Ruta Ho Chi Minh de 16 mil kilómetros, otros con pláticas en París, con premio Nobel como colofón, pero terminó en un desastre político, económico y militar.

Retirarse es aceptar la derrota. El único objetivo real y muy claramente definido sería reducir los costos políticos, estratégicos, humanos y económicos, y aun así la decisión de cómo sucederán las cosas no está ni en la Casa Blanca ni en el Pentágono.

Quedan, y siempre es así, los costos que tengamos que pagar los países que no hemos tenido injerencia alguna en la materia, ya que, como en el caso de Vietnam, no solamente cambiará a la sociedad estadunidense, sino que ésta, con sus efectos de radiación cultural, en mucho perturbará a la sociedad universal.