DE RANCHERO A RATERO
Nunca debió salir del rancho
Raúl Cremoux
Con el bigote y cabello recién retocado, mira directo a la cámara fotográfica; denota satisfacción. ¡Y cómo no la tendría, si alrededor de su cuello brillan los anillos y el reloj de Marta, quien pizpireta y bien restirada del rostro lo acerca hasta apoyarse en Vicente!
A wonderfull couple, dirían los norteamericanos. Y eso son aunque a muchos les duela, porque eso, justamente eso, era lo que ellos querían. Vengan los reflectores, vean el ascenso producido por una chamba de seis años.
Marta no llegó a ser presidenta, pero es la reina de un rancho tan grande que lo componen tantos predios como sean necesarios para rebasar las 200 hectáreas; la mayoría de ellas totalmente improductivas.
De la página 52 a la 70 de una revista del corazón —Quién— en medio de relojes de marca, autos sofisticados, zapatos importados, muebles y prendas caras, “los Fox” envían su mensaje: ellos pertenecen al paradisíaco mundo de la gente bonita, aquella que como dice el mismo Vicente, reza en las mañanas cuando se levanta y también cuando se va a dormir.
Rodeado de vacas y de plantaciones de brócoli, se hace fotografiar lo mismo que subido en su Hummer plata, al que conducirá hacia un garaje techado para 15 autos que en un bellísimo boulevard en el que amorosamente estrecha a su amada Marta.
Pasada la euforia de las botas de charol y acallada la voz que nos prevenía contra las víboras prietas, ahora la meta se posa en formar parte de la Internacional Democracia Cristiana y postrarse, juntos, muy juntos ante su Santidad Benedicto XVI, aquel honesto cabo que perteneció, como muchos otros, al benefactor ejército de Adolfo Hitler. Ellos cumplirán su deseo y al mismo tiempo fortalecerán la percepción colectiva de que, entre los panistas, como fueron los priístas y lo son los perredistas y verdecologistas, hermanos de la misma cofradía: la de la corrupción.
“Ahora nadie me impone la agenda. De acuerdo con el humor con el que me levanto, decido lo que voy a hacer”, aclara Vicente, el mismo que hace ocho años le prometió al país el anhelado cambio.
Nos ofreció que se terminarían los abusos, se atenuaría la desigualdad económica y social, habría seguridad pública y hasta los más desvalidos tendrían su changarro, vocho y tele.
En otras palabras, el país sería distinto a lo que recibió. Si bien las promesas podrían volverse a realizar, las mismitas, lo cierto es que él, Vicente, sí sufrió cambios. Ya no tiene el bigote entrecano ni desaliñado, ahora compite con los galanes nacionales; de divorciado pasó a ser casado. De empresario endeudado, se convirtió en empresario muy próspero; de candidato gritón, se convirtió en minino de los adinerados.
El nuevo Fox, no obstante su propia transformación, sigue igual a lo que fue: un hombre ignorante de la vida y desconocedor de la más elemental sensibilidad con los que fueron sus amigos, y de manera enfática, con los millones de mexicanos que alguna vez votaron por él y que lo hicieron su servidor. Tarea a la que nunca supo responder y a la cual, con toda voluntad, pareciera querer sepultar.
Lo supimos siempre y él hoy lo ratifica: nunca debió haber salido de lo que hace unos años era un modesto rancho y hoy se siente orgullosamente obnubilado allá en el ranchote.