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martes, 7 de agosto de 2007

NEGRA LEYENDA DE NORBERTO RIVERA

El pastor que se volvió lobo

Nora Rodríguez Aceves

* Norberto Rivera Carrera, quien hasta hace muy pocos años había conseguido prácticamente todas sus metas, esta vez fracasó.

Parecía remoto, pero aquel muchacho de La Purísima, un poblado recóndito del noreste del estado de Durango, en la ribera del río Tepehuanes, se doctoró en teología, nada menos que en la pontificia Universidad Gregoriana de Roma; en tan sólo un año —1985—, después de casi 20 de haber sido ordenado, pasó de cura a obispo de Tehuacán, Puebla; meses más tarde dejó esa posición para convertirse en arzobispo de Durango, y una década después —1995— la jerarquía católica le entregó una de las plazas más rentables de Latinoamérica, el arzobispado de la capital mexicana.

Para entonces ya se trataba de una carrera espléndida; sin embargo, siempre es posible más. De modo que en febrero de 1998 consiguió ser elevado a la dignidad de cardenal, miembro del consejo cardenalicio, príncipe de la Iglesia, integrante de la poderosa élite católica mundial, e incluso era identificado como uno de los preferidos y, por tanto, protegido y privilegiado, de Juan Pablo II. Y cuando éste se murió y nadie pensaba que el purpurado duranguense podría ir más lejos, se coló entre los nombres de los probables sucesores de Karol Wojtyla, por más que a muchos resultase punto menos que una broma dicha versión.

Y es que hasta entonces, por más que tuvieran resonancias divinas, sus metas habían sido bien terrenales. Pero fue hasta enero de este año 2007 cuando se planteó un noble propósito, éste sí muy lejos de su alcance: “Pasar a la historia como el buen pastor que amó a sus ovejas y supo dar la vida por ellas” (Milenio Novedades, Mérida, 26/I/2007). Como es del dominio público, eso ya no será posible: la historia de Rivera Carrera se cuenta como una leyenda negra en la que el pastor se ha tornado en lobo.

Enemigo del Evangelio

Al mediar la década de los noventa, el Vaticano envió al sureste mexicano a un emisario plenipotenciario con una orden inapelable: liquidar el Seminario Regional del Sureste, ubicado en Tehuacán, Puebla, considerado por la élite eclesial como un ariete del movimiento de la Teología de la Liberación, esa corriente de obispos que plantean una opción preferencial del Evangelio por los pobres, lo que significa un cuestionamiento moral a la dirigencia católica mundial, que tiende muy a menudo a estar de lado del poder económico.

Por sus características de desigualdad social, México había sido tierra fértil para ese movimiento desde los tiempos del obispo de Cuernavaca en los años sesenta,
Sergio Méndez Arceo, tradición continuada por los obispos Arturo Lona Reyes, de Tehuantepec; Bartolomé Carrasco, de Oaxaca, y por supuesto Samuel Ruiz García, de San Cristobal de las Casas, Chiapas. Muchos de ellos eran conocidos como “obispones rojos”, mote endilgado por caciques y sectores oficiales para ligar a la Teología de la Liberación con el comunismo. Algunos de ellos conformaron cooperativas indígenas para distintos cultivos o elaboración de productos, y eran objetivos recurrentes de atentados perpetrados por guardias blancas.

Cuando el enviado del Vaticano llegó a Puebla, México salía de la crisis causada por el movimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, y el gobierno vivía aún la luna de miel con el Vaticano, propiciada por la reanudación de relaciones diplomáticas y la reforma constitucional del artículo 130 de la Carta Magna de nuestro país, al inicio de la década de los noventa.

El Seminario Regional del Sureste fue disuelto —no sin resistencia— unos dos años después de que el enviado papal llegara a la diócesis de Puebla.

Según un miembro cercano a todo aquel proceso, consultado por Siempre! —quien aún paga las consecuencias de su posición de entonces—, la elección del encargado de esa tarea fue efectuada con pulcritud: el enviado conocía a la perfección esa diócesis, pues la había encabezado años atrás, y además de ser miembro de un grupo de obispos que resulta ser la antítesis de los teólogos de la liberación —pues son una suerte de club de obispos ricos, entre los que destacan Onésimo Cepeda, de Ecatepec, y Juan Sandoval Iñiguez, de Guadalajara— el enviado ostentaba la posición formal de Visitador Apostólico de los Seminarios Diocesanos y Religiosos, nada menos que “el buen pastor” Norberto Rivera Carrera.

La misma fuente asegura que la tarea precisaba de un personaje con tres características difíciles de reunir en un solo prelado, pero que sin embargo las credenciales del cardenal Rivera Carrera exhibían con ventaja. El capellán debía ser “autoritario, duro y represor”.

El golpe fue certero, la misión cumplida. Ello le significó un capital político frente a la dirigencia católica, que Rivera Carrera administró con tal astucia que llegaría a cardenal, pero que lo habituaría en un ejercicio del poder más cercano a lo terrenal que a lo celestial.

El ministro consultado concluye: “El no practica ni vive el Evangelio, porque la misión cristiana no es el poder, sino el servir al prójimo”.

Rumbo al cielo

Muy pronto, “el buen pastor” se elevó a las alturas de la política clerical. De hecho, se considera que sus buenos oficios en el combate a los teólogos de la liberación impresionaron de tal forma a Juan Pablo II, que apenas tres años después le concedió el cardenalato.

De hecho, Rivera Carrera confesó al periodista José R. Martínez Bolio que ni soñaba con el purpurado. “Esto es un don —le dijo— gratuito de Dios, inmerecido, que aprecio enormemente... El reto es desproporcionado, pero constantemente siento cómo
la fuerza de Dios me anima y me sostiene”.

Pero además de la fuerza de Dios, lo sostienen las relaciones cultivadas cuidadosamente a lo largo de los años con grupos de la ultraderecha católica como Legionarios de Cristo, Pro Vida, la Unión Nacional de Padres de Familia e incluso el Opus Dei.

El investigador y experto en evolución de la élite católica mexicana, Edgar González Ruiz, ha encontrado en Rivera Carrera a un “amigo de los ricos, pragmático y ambicioso... Uno de los prelados católicos que apoyan con entusiasmo a la derecha en el poder, que apoya a las corrientes más conservadoras de la Iglesia, representadas por grupos político-religiosos. Los escándalos que han salpicado su carrera clerical no han sido obstáculo para su protagonismo político, que incluye el liderazgo de un proyecto ecuménico vinculado al gobierno panista. No ha mostrado escrúpulos para atacar a sus enemigos, incluso poniendo en riesgo la credibilidad de la institución clerical ni para proteger a sus amigos, lo mismo en conflictos políticos que en denuncias de abuso sexual”.

González Ruiz coincide con la fuente cercana al proceso de desmantelamiento del seminario en Puebla: “Al cardenal le gusta estar apoyado por grupos poderosos, el dinero, el prestigio, el poder y el aplauso, por eso es considerado más político que religioso. El ascenso de Rivera Carrera al arzobispado de México fue apoyado por su amigo y promotor el ex nuncio en México, Girolamo Prigione”.
En una investigación de González Ruiz titulada Norberto Rivera: abuso y complicidad, señala al empresario Lorenzo Servitje y al ex secretario de Gobernación en el gabinete foxista, Carlos Abascal Carranza, como dos de los aliados más poderosos.

Con Servitje se unió a la campaña A favor de lo mejor en los medios, que consiste en propiciar la censura de contenidos con base en conceptos pseudomoralistas; con Abascal, se unió a la cruzada contra el cuadro de medicamentos de la anticoncepción de emergencia, como la Píldora del Día Siguiente. Y, por supuesto, se lanzó contra la iniciativa que modificó la penalización del aborto en la ciudad de México y la Ley de Sociedades en Convivencia que legalizó la unión entre personas del mismo sexo. Con esto último se echó encima no sólo al PRD en pleno, sino también a numerosos grupos feministas y al movimiento lésbico-gay.

En su frenesí protagónico, “el buen pastor” impulsó desde el púlpito una cruzada contra la protesta postelectoral de Andrés Manuel López Obrador en la avenida Reforma de la capital mexicana.

Quizá por tal adicción a la confrontación pública y su avidez por los reflectores es percibido por la población más como un político que como un dirigente espiritual. De acuerdo con la Encuesta Nacional en Vivienda de la empresa encuestadora Parametría, cuyos resultados fueron difundidos en el mes de julio pasado, el 48 por ciento de los consultados opina que Rivera Carrera habla más de política en sus mensajes que sobre los asuntos religiosos, mientras que el 60 por ciento está en desacuerdo en que hable sobre política.

Sin embargo, de lo vastos capítulos con que “el buen pastor” ha ido escribiendo su leyenda negra, destacan en sitio privilegiado las líneas que le imputan el delito de protector de violadores de infantes, como ha sido el caso del sacerdote Nicolás Aguilar Rivera, acusado por el ex seminarista Joaquín Aguilar, quien interpuso una demanda por encubrimiento contra los cardenales Rivera Carrera y Roger Mahony, este último cardenal de Los Angeles, California.

Y aunque este caso no llegue a los tribunales eclesiales, el próximo 8 de agosto en la ciudad de México, Joaquín Aguilar y Norberto Rivera Carrera se verán las caras en el primer interrogatorio personal.

De “heresiarca”, “amigo del dinero”, “ambicioso”, “enemigo del Evangelio” han acusado a Rivera Carrera, entre otras imputaciones; pero lo único que “el buen pastor” dice anhelar —en una entrevista con La Jornada, de octubre de 1998— es “llegar a la vida eterna, salvarme. Yo daría todo por tener la vida con Dios. No le pediría otra cosa que la salvación personal y de los que me ha confiado”.