INTINERARIO POLITICO
Ricardo Alemán
20 de marzo de 2007
¿Quién sigue?
Está claro que entre la tropa social los muertos se cuentan por cientos, pero lo cierto es que cada día la apuesta es más alta
Primero atentaron contra regidores y alcaldes de pequeños pueblos en donde todos saben que los mandones son los barones de la droga. Luego las balas fueron lanzadas contra juzgadores y diputados federales. Y apenas en días recientes, con el indisoluble sello de la casa, los disparos alcanzaron a militares de alto rango, como el general Francisco Fernández Solís -tiroteado a pocos días de asumir el cargo de secretario de Seguridad Pública de Tabasco-, y contra la hija de otro general, Luis Humberto López Portillo.
¿Quién sigue? es la pregunta a la que de manera obligada siguen otras interrogantes: ¿qué suerte le espera a los ciudadanos comunes, si los fueros policiaco, político y militar ya no son blindaje contra el crimen organizado? Está claro que entre la tropa social los muertos se cuentan por cientos -ciudadanos que estuvieron en el lugar y el momento equivocados, policías que cumplieron su deber, sicarios que sabían que en el negocio les iba la vida-, pero lo cierto es que cada día la apuesta es más alta.
¿Qué esperan para actuar el gobierno federal, el de la capital, los de las restantes 31 entidades federativas? ¿Qué esperan los líderes de los partidos políticos, los del Congreso, los jefes de los tres poderes de la Unión? ¿Esperan que el crimen organizado, el narcotráfico, los cárteles sigan subiendo los peldaños institucionales con atentados a mayor escala? ¿Esperan que las ráfagas criminales alcancen a un gobernador, a un secretario de Estado, a un líder parlamentario o a un ministro de la Corte? ¿O esperan que la escala siga hasta lo más alto?
Ayer decíamos que el tamaño de la incautación millonaria en Lomas de Chapultepec -205 millones de dólares- mostraba no sólo el tamaño del crimen organizado y el narcotráfico, sino el tamaño de su fuerza, de su capacidad corruptora y de impunidad. Hoy debemos decir, a la luz de las ejecuciones de Mireya López Portillo -hija del general Luis Humberto López Portillo- y de su esposo, Jordi Peralta Samper, que el tamaño del decomiso también es del tamaño de la guerra que enfrenta el Estado mexicano, todo, frente al crimen organizado y el narcotráfico.
Pero políticamente, en su estructura institucional, esa guerra ya no se mide por el número de los muertos, por el escalafón jerárquico de los acribillados y tampoco por el tamaño de las montañas de dinero incautado y la dimensión del lucrativo negocio. No, esa guerra ya tiene que ser medida a través del calibrador de lo que los especialistas en ciencia política conocen como "ingobernabilidad". Es decir, cuando las capacidades institucionales del Estado han sido rebasadas por un poder fáctico, con mayor fuerza e instrumentos que el propio Estado, al grado de poner en peligro la solidez y la razón de ser del propio Estado. Esa es la espiral de la ingobernabilidad.
Los criminales organizados y los barones de la droga muestran ante los ojos de todos, día con día, su músculo, sus fortalezas y capacidades para actuar de manera impune, comprar policías, cobrar venganza, sembrar el terror, disputar y ampliar sus territorios, eliminar mediante "la plata o el plomo" todos los obstáculos que se ponen en su camino. Y frente a ese poder descomunal, fáctico, verdadero poder de excepción en medio del poder institucional, las fuerzas del Estado, los tres niveles de gobierno y los tres órdenes del poder institucional responden con la pólvora mojada de la retórica, de los buenos deseos y de la exaltación de una polarización política y social que pareciera el mejor caldo de cultivo de ese poder fáctico que el narcotráfico y el crimen organizado.
Y es que no existe mejor escenario para el fortalecimiento de las bandas criminales, para la impunidad que los enseñorea, para la briosa corrupción que se extiende por todo el territorio, para la ineficacia institucional, que el de un gobierno débil de origen -por razones político-electorales-, y debilitado deliberadamente desde las engañifas partidistas, maniqueas, que le apuestan a su caída. Los otrora adversarios electorales, hoy derrotados no sólo por las urnas sino por la emoción de supuestos despojados, parecen felices por la ingobernabilidad, por el fracaso inicial de quienes se atrevieron a desafiarlos y vencerlos, ciegos de que en esa apuesta va la vida de todos.
En uno y otro bandos, vencedores y vencidos, no hay lugar para la sensatez y la grandeza, para plantear una reconciliación que no será entre sus mezquindades, sino entre las fuerzas del Estado capaces de un frente sólido, de un dique que contenga al poder fáctico que amenaza con destruir la casa, una casa que es de todos, más allá de filias y fobias.
¿Quién sigue? Puede ser cualquiera. La tendencia dice que la tropa seguirá sufriendo bajas, pero también es clara en su escalafón para arriba. Y en efecto, gobernadores, alcaldes poderosos, empresarios potentados, líderes de partidos, legisladores y hasta el Presidente de la República pueden redoblar sus cuerpos de seguridad, crear burbujas impenetrables. Pero eso no servirá de mucho, si acaso alargará la crisis de ingobernabilidad. El único camino posible, capaz de derrotar a los criminales organizados y a los barones de la droga, será el esfuerzo colectivo, concertado. La grandeza pues.
20 de marzo de 2007
Está claro que entre la tropa social los muertos se cuentan por cientos, pero lo cierto es que cada día la apuesta es más alta
Primero atentaron contra regidores y alcaldes de pequeños pueblos en donde todos saben que los mandones son los barones de la droga. Luego las balas fueron lanzadas contra juzgadores y diputados federales. Y apenas en días recientes, con el indisoluble sello de la casa, los disparos alcanzaron a militares de alto rango, como el general Francisco Fernández Solís -tiroteado a pocos días de asumir el cargo de secretario de Seguridad Pública de Tabasco-, y contra la hija de otro general, Luis Humberto López Portillo.
¿Quién sigue? es la pregunta a la que de manera obligada siguen otras interrogantes: ¿qué suerte le espera a los ciudadanos comunes, si los fueros policiaco, político y militar ya no son blindaje contra el crimen organizado? Está claro que entre la tropa social los muertos se cuentan por cientos -ciudadanos que estuvieron en el lugar y el momento equivocados, policías que cumplieron su deber, sicarios que sabían que en el negocio les iba la vida-, pero lo cierto es que cada día la apuesta es más alta.
¿Qué esperan para actuar el gobierno federal, el de la capital, los de las restantes 31 entidades federativas? ¿Qué esperan los líderes de los partidos políticos, los del Congreso, los jefes de los tres poderes de la Unión? ¿Esperan que el crimen organizado, el narcotráfico, los cárteles sigan subiendo los peldaños institucionales con atentados a mayor escala? ¿Esperan que las ráfagas criminales alcancen a un gobernador, a un secretario de Estado, a un líder parlamentario o a un ministro de la Corte? ¿O esperan que la escala siga hasta lo más alto?
Ayer decíamos que el tamaño de la incautación millonaria en Lomas de Chapultepec -205 millones de dólares- mostraba no sólo el tamaño del crimen organizado y el narcotráfico, sino el tamaño de su fuerza, de su capacidad corruptora y de impunidad. Hoy debemos decir, a la luz de las ejecuciones de Mireya López Portillo -hija del general Luis Humberto López Portillo- y de su esposo, Jordi Peralta Samper, que el tamaño del decomiso también es del tamaño de la guerra que enfrenta el Estado mexicano, todo, frente al crimen organizado y el narcotráfico.
Pero políticamente, en su estructura institucional, esa guerra ya no se mide por el número de los muertos, por el escalafón jerárquico de los acribillados y tampoco por el tamaño de las montañas de dinero incautado y la dimensión del lucrativo negocio. No, esa guerra ya tiene que ser medida a través del calibrador de lo que los especialistas en ciencia política conocen como "ingobernabilidad". Es decir, cuando las capacidades institucionales del Estado han sido rebasadas por un poder fáctico, con mayor fuerza e instrumentos que el propio Estado, al grado de poner en peligro la solidez y la razón de ser del propio Estado. Esa es la espiral de la ingobernabilidad.
Los criminales organizados y los barones de la droga muestran ante los ojos de todos, día con día, su músculo, sus fortalezas y capacidades para actuar de manera impune, comprar policías, cobrar venganza, sembrar el terror, disputar y ampliar sus territorios, eliminar mediante "la plata o el plomo" todos los obstáculos que se ponen en su camino. Y frente a ese poder descomunal, fáctico, verdadero poder de excepción en medio del poder institucional, las fuerzas del Estado, los tres niveles de gobierno y los tres órdenes del poder institucional responden con la pólvora mojada de la retórica, de los buenos deseos y de la exaltación de una polarización política y social que pareciera el mejor caldo de cultivo de ese poder fáctico que el narcotráfico y el crimen organizado.
Y es que no existe mejor escenario para el fortalecimiento de las bandas criminales, para la impunidad que los enseñorea, para la briosa corrupción que se extiende por todo el territorio, para la ineficacia institucional, que el de un gobierno débil de origen -por razones político-electorales-, y debilitado deliberadamente desde las engañifas partidistas, maniqueas, que le apuestan a su caída. Los otrora adversarios electorales, hoy derrotados no sólo por las urnas sino por la emoción de supuestos despojados, parecen felices por la ingobernabilidad, por el fracaso inicial de quienes se atrevieron a desafiarlos y vencerlos, ciegos de que en esa apuesta va la vida de todos.
En uno y otro bandos, vencedores y vencidos, no hay lugar para la sensatez y la grandeza, para plantear una reconciliación que no será entre sus mezquindades, sino entre las fuerzas del Estado capaces de un frente sólido, de un dique que contenga al poder fáctico que amenaza con destruir la casa, una casa que es de todos, más allá de filias y fobias.
¿Quién sigue? Puede ser cualquiera. La tendencia dice que la tropa seguirá sufriendo bajas, pero también es clara en su escalafón para arriba. Y en efecto, gobernadores, alcaldes poderosos, empresarios potentados, líderes de partidos, legisladores y hasta el Presidente de la República pueden redoblar sus cuerpos de seguridad, crear burbujas impenetrables. Pero eso no servirá de mucho, si acaso alargará la crisis de ingobernabilidad. El único camino posible, capaz de derrotar a los criminales organizados y a los barones de la droga, será el esfuerzo colectivo, concertado. La grandeza pues.